Hace 40 años para imponer un modelo político, económico y social, el poder fáctico apelaba a las Fuerzas Armadas, para que con tanques, bayonetas, torturas y desapariciones, pusieran en marcha un “proceso de reorganización” neoliberal, cónsono con las demandas e intereses de los grandes grupos económicos nacionales y trasnacionales.
El golpe de estado cívico-militar de 1976 fue el último pero no el único en el siglo 20. Desde 1930 los argentinos habían sufrido sucesivas interrupciones del orden democrático. La supresión de los gobiernos elegidos por el pueblo, la represión de los conflictos que surgían entre distintos sectores sociales y la apelación a la violencia habían sido frecuentes desde esa fecha. Sin embargo, la dictadura cívico-militar que se inició en 1976 tuvo características inéditas, de terrorismo de Estado.
Los militares no actuaron solos ni por su cuenta. La decisión de tomar el gobierno contaba con la adhesión de diversos grupos de la sociedad (sectores con gran poder económico, grupos conservadores, medios de comunicación) que entendían que una dictadura era necesaria para organizar el país. Y contaron con el visto bueno del gobierno estadounidense, alentado por “el orden” impuesto a terror y sangre, muertos, torturados, miles de presos y desaparecidos en Brasil, Chile y Uruguay en años anteriores.
El secretario de Estado Henry Kissinger dio luz verde a la ola de represión de la junta golpista en 1976, que significó –entre otras calamidades- más de 30 mil desaparecidos, según documentos secretos estadounidenses desclasificados anteriormente, y ahora, con la visita del presidente Barack Obama, justo en el 40 aniversario de ese golpe, su gobierno promete que revelará más sobre la historia secreta de la relación entre Washington y Buenos Aires.
En Argentina, a la vez que se desarrollaban acciones de control, disciplina y violencia nunca vistas sobre la sociedad, se tomaban decisiones económicas que privilegiaban el ingreso de bienes y mercancías desde el exterior por sobre la producción nacional. Así, miles de trabajadores perdieron su trabajo debido a que la industria nacional no podía producir productos a un precio similar o menor a los importados.
Este proceso fue acompañado por una campaña publicitaria que intentaba convencer a la población de que la industria argentina era mala, de baja calidad y asociaba a lo venido de afuera con lo bueno, lo interesante, lo deseado.
Los sucesivos miembros de la Junta Militar y diversas empresas asociadas tomaron grandes empréstitos del exterior: la deuda externa trepó de 8 mil a 43 mil millones de dólares. Por decisión de los dictadura cívico-militar, se convirtió en deuda pública, es decir en deuda que debieron pagar todos los argentinos. Las medidas financieras y administrativas marcaron un período de desinversión en salud, educación y vivienda con efectos muy importantes en el empeoramiento de las condiciones de vida de la gente.
Costó muchos años a los argentinos sanar las heridas dejadas por la cruenta dictadura: garantizar la vida, la salud, la educación, la vivienda, la nutrición de las grandes mayorías, convertir en ciudadanos a millones de pauperizados pobladores excluidos de la sociedad de época de la dictadura y la posdictadura neoliberal.
Hoy no hacen falta tanques ni bayonetas para imponer un modelo político, económico y social. Basta con tener el control de los medios de comunicación social para servir a los intereses del poder fáctico, de las grandes empresas (algunas) nacionales y trasnacionales.
Miles y miles de despidos, cierre de fábricas, endeudamiento externo, empresarios dirigen la cosa pública, hay dura represión para el “ordenamiento social”: ya no son militares sino policías miltarizados, mientras el ejército de medios concentrados y cartelizados crean imaginarios colectivos. La respuesta no se halla en las instituciones (ejecutivas, legislativas y aún menos en las judiciales): pareciera estar, nuevamente, en las calles.
La nueva arma mortal no esparce isótopos radiactivos: se llama medios de comunicación de masas que, en manos de unas cuantas corporaciones, manipulan a su antojo en función de sus intereses corporativos, en alianza con las más reaccionarias fuerzas políticas. Hoy el escenario de guerra es simbólico y el terror mediático –y la imposición de imaginarios colectivos-- se ha convertido en el disparador de planes de desestabilización de los gobiernos populares y restauración del viejo orden neoliberal.
¿Habrá iniciado Argentina un nuevo “proceso de reorganización nacional”, 40 años más tarde?
Aram Aharonian
Alai
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