Andrés Rivera fue un narrador que estuvo siempre alerta a las demandas del mundo y a las condiciones de la época no tanto para impugnar sino para combatir. Combatir –entre tantas luchas y desvelos y compromisos y derrotas y ajustes de cuenta– el estropicio de que es capaz la ignorancia: es contra ella que batalló incansablemente en su narrativa porque había aprendido de Bertold Brecht que, en última instancia, la relación de la literatura con lo político pasaba también por una cuestión didáctica: bastaría recordar algunas preguntas inquietantes y, por eso mismo, iluminadoras, que surgen de su ficción narrativa para darse cuenta con qué ahínco y paciencia intentaba forjar un pensamiento crítico más allá del realismo, de las motivaciones de los personajes, de las tramas de la representación, y del dominio del lenguaje que, con el tiempo, se le fue adelgazando tanto que parecía de pronto escurrírsele y quedarse tan sólo con un puñado de palabras. Estas, por la forma de arracimarse en el blanco de la página, se volvían fragmentos de poemas o pequeñas constelaciones organizadas a través del ritmo y las repeticiones. Una de esas preguntas incómodas pero reveladoras, recordemos, interpela a quemarropa: qué militar del siglo XX es capaz como Bartolomé Mitre de traducir La divina comedia de Dante Aleghieri entre batalla y batalla. Extensible a lo que va del siglo XXI, la interrogación parece demoler a la Historia misma al tiempo de permitir esa lucidez tan suya orientada a no aceptar ninguna actitud complaciente. Por eso Brecht: ambos estaban persuadidos de que después de una puesta en escena o de la lectura de una novela, el espectador o el lector de la necesidad de tomar consciencia del lugar que ocupan en la sociedad y del rol que se espera que sigan cumpliendo bajo las formas cada vez más alienantes de la vida moderna. Es cierto que hubo un salto en su forma de narrar: de un relato más apegado al realismo a uno que comienza a interiorizar la forma, inscripta en la estela de la literatura norteamericana y, por supuesto, de Borges, como si Rivera hubiera comprendido de pronto la necesidad de desanclarse del imperativo categórico de las intencionalidades quizás para recuperarlas en la dimensión de la lengua que tanto trabajó en las narraciones escritas después del desvío de su poética.
Quisiera detenerme en este punto donde la ficción se encuentra con lo político entendido éste como un efecto y no como la causa del relato. Rivera entendió la forma literaria, el protocolo estético de los procesos creativos de la narración, a partir de la reapropiación de su propia escritura atesorada, del modelo borgeano y, sobre todo, del uso singular de la poesía: entendió que ésta podía renovar su prosa si inculcaba el principio de laconismo y reticencia, si producía en el interior de la prosa una discontinuidad o un extrañamiento anteponiendo a los recursos específicamente narrativos la imagen, la sugerencia, el eco de las palabras o las anáforas, todos rasgos constitutivos de la poesía que Rivera presta y cede a la construcción de una prosa que pone al servicio del desvío de la poética de sus últimos libros. Mientras el relato en Onetti se basa en narrar los procesos mismos de construcción del relato, el de Rivera lo conjugó bajo la forma del poema en prosa, concentrado más en los recursos de la lengua de la poesía y menos en las certezas de los referentes y refractario a la prosa poética como una instancia esteticista. Cambió esa certidumbre por el tembladeral de las palabras y no pretendió hacerles decir lo que él mismo como narrador quería que dijeran sino que se abandonó a ciegas a la corriente del lenguaje como lo hacen los poetas que desconfían de él. Andrés Rivera, que practicó la desconfianza, enfrentó al narrador con el poeta y consumó ese viraje de su narrativa tan original después de todo por cuanto implicaba no desechar sino reaprovechar los materiales y los temas y las indagaciones sociales de su propia obra para ponerlos en otra órbita. Hizo de la desconfianza su propia filosofía del lenguaje que es siempre la paradoja de confiar en la lengua después de desconfiar de ella.
¿Pero qué sentido de poesía esgrimió para dar vuelta como un guante su propia escritura narrativa? Próximo al laconismo rulfiano, ese talante de decir menos para decir más, el suyo encontró algo que es crucial para todo poeta: el silencio, la suspensión de la palabra, una sustracción material cuya potencia reside en continuar por otro medio el modo de seguir diciendo a través de borraduras, elipsis, reticencias, escamoteos o mediante esos blancos entre los párrafos que, al mejor estilo Mallarmé, incorpora las disposiciones tipográficas propias de la poesía en su prosa narrativa. El laconismo de Rulfo tiene otra historia, en él gravitan no sólo los muertos que no se deciden a morir sino los que han sido arrasados por el trauma de la conquista, la gran hendidura, la herida histórica del extermino. El de Rivera acude al silencio de los oprimidos y explotados en las ciudades industrializadas del capitalismo moderno y su inflexión neoliberal. Para decirlo con el título de una de sus novelas: sus ficciones no olvidan jamás el precio que hay que pagar para sobrevivir en un mundo regido por la desigualdad social. ¿Acaso el escritor tiene derecho a olvidarse de este gravamen, de esta llaga abierta de la condición humana? ¿Puede un narrador mirar para otro lado y desentenderse de la injusticia del mundo? ¿Acaso, por debajo de sus estructuras laberínticas asediadas por las brújulas y los jardines que se bifurcan al mejor estilo de los leibnizianos mundos, no es posible leer en Borges el horror de la Historia? ¿Es lícito que el narrador haga caso omiso del compromiso con los que sufren desde Sartre a Fanon, pasando por Césaire y antes por el cholo Vallejo con el que Rivera se iba acercando cada vez más a partir de esa mirada ávida por captar el lugar del sufrimiento en el mundo, sin desentenderse al mismo tiempo de la exigencia de la forma?
Como un fructífero efecto de sentido, los títulos de sus obras tienen la capacidad de interpelar de un modo mordaz el presente, revelando el carácter visionario de su literatura, su pasmosa lucidez como narrador. Cómo leer hoy, si no, ese sintagma que condensa toda su obra narrativa: La revolución es un sueño eterno. Por esta razón su literatura, atravesada por el fuego escéptico de la lucidez, no deja de hablar y referirse a la derrota en todos sus sentidos (y no solamente en el de lo político) y sin embargo no deviene nunca una literatura derrotada. En la novela mencionada, leemos:
“¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía? ¿Por qué, con la suficiencia pedante de los conversos, muchos de los que estuvieron de nuestro lado, en los días de mayo, traicionan la utopía? (…) Escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia”
La narrativa de Rivera se lanza a una reescritura de la Historia y muestra, bajo la alegoría de la revolución como un sueño eterno o como una pesadilla sin fin, la visión de los vencidos, su épica de la derrota, su miseria humana, su relato de la violencia, la constante traducción del pasado en el presente de la historia. A diferencia de la actitud del Iván de Los hermanos Karamazov de Dostoievski que quiere devolverle el boleto al universo, Rivera como narrador no querrá devolverlo nunca: sus ficciones se narran contra toda esperanza y la derrota es siempre el pretexto para comenzar la narración.
Enrique Foffani
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