jueves, diciembre 29, 2016

Paraguay: crónicas del exilio



Al igual que treinta mil coterráneos, Agilio abandonó su país debido a la persecución política. Un relato verídico de dictaduras, torturas, rebeldía y sueños en guaraní.

El mitaí indomable

Agilio estaba convencido de que su nombre era único en el mundo. Cuando nació, en 1923, sus padres quisieron homenajear a San Agileo. Pero ni ellos ni el cura del barrio –que llevaba el registro de los recién llegados- eran duchos en ortografía, y confundieron las vocales. Quedaba claro que el niño no sería un santo.
A los nueve años aprendió a cultivar y criar animales. Había heredado el oficio de su abuelo, un inmigrante dálmata que en 1889 fundó la primera asociación de socorros mutuos de Paraguay: la “Union Slava”. Aunque su apellido no lo sugiriera, la familia de Agilio utilizaba principalmente el guaraní. La maestra le pegaba en las manos con la regla, si osaba a hablarlo en clase: para la escuela, ésa era una lengua de segunda.
En 1935, el joven trabajó en una talabartería que fabricaba perneras para los combatientes de la Guerra del Chaco. Con diecisiete años, en 1940, realizó el servicio militar obligatorio. Allí se iniciaría, casi por accidente, en la vida política. Luego de pelear con un oficial perteneciente al ANR-Partido Colorado, a Agilio no se le ocurrió mejor idea que aparecer con un burro pintado de ese color. Logró su cometido mezclando agua caliente y tierra colorada característica del lugar. La represalia fue inmediata.
Sólo una inesperada revuelta en el regimiento -producto de los tiempos convulsionados que vivía el país- lo salvaría. El militar en cuestión fue desplazado y el conscripto volvió a sus tareas. “Al principio no fue por valiente, fue por pícaro”, confesaría. Lo cierto es que pronto abrazaba la militancia.

El retorno de los colorados

Ese mismo año, el general Higinio Morínigo asumía el gobierno de forma ilegítima, en el marco de una importante debacle económica. La herida de la guerra continuaba abierta y reinaba la inestabilidad. No casualmente, se prohibió la libertad de prensa así como las reuniones públicas o privadas, y apareció la pena de muerte por motivos políticos. A la par, avanzaba el remate de las tierras campesinas e indígenas en favor de los latifundistas.
Frente a la resistencia inicial que libraron algunos sectores, Morínigo dictaminó la apodada “Ley de Tregua Sindical”. Ésta establecía que los trabajadores que no cumplieran sus funciones podrían ser criminalizados como “traidores a la patria” y habilitaba la disolución de sindicatos no alineados con el gobierno.
En 1946, minada por las propias contradicciones internas y los cuestionamientos a nivel internacional, la dictadura enfrentaba una fuerte crisis. Sofocado un golpe en el interior de la Caballería, se conformó un Gobierno de Coalición. Como consecuencia de multitudinarias manifestaciones, en agosto y septiembre de ese año tomó lugar la mal llamada “Primavera Democrática”, que implicó el retorno al país de importantes líderes de la oposición. En aquellos meses, el Partido Comunista Paraguayo conoció diez mil nuevos afiliados.
En enero de 1947, de la mano de una nueva escalada represiva, se desarmó la coalición. Fue entonces cuando Morínigo colaboró con el ala más derechista del Partido Colorado –denominada “Guión Rojo”- desatando un proceso de enfrentamientos al interior del país. La alianza del Partido Comunista con los militares “institucionalistas”, los liberales y los “febreristas”, encorsetó la lucha de los trabajadores y campesinos, y el bando oficialista se impuso. Se instauraba así la hegemonía colorada.

Primer exilio

El agitado 1947, encontraba a Agilio como empleado público. Mientras las calles se teñían de sangre, los ministerios se vestían de colorado. Por su negativa a afiliarse al ANR-PC, debió abandonar su puesto, no sin antes esconder su credencial de trabajo en el bolsillo. Valiéndose de ese papel para esquivar los controles, se exilió por primera vez hacia Argentina.
En el país vecino le deparaba una vida dura. Lejos de su esposa y sus hijos, sin un centavo, se las rebuscó como obrero en una fábrica de zapatos, electricista y obrero de la construcción. Los encuentros con otros expatriados lo mantenían vivo. En sus reuniones había discusiones, lamentos, y se sentía olor a sopa, mbeju o vorí vorí. Todos los domingos a las 16 horas aguardaba la llegada del ferrocarril que venía desde Asunción para conocer noticias de sus pagos. Así se enteró que su padre había sido apresado y golpeado en la comisaría por no apañar el adherir al régimen colorado.

Premoniciones terrenales

En 1948 retornó a Asunción por dos años. Repartía el tiempo entre la construcción de su casita (la cual demoraría más de veinte años) y el trabajo como albañil. Una mañana le advirtió a su compañera de vida: “soñé con una jaula”. “Eso significa cárcel”, respondió ella rápidamente. Su presagio no era divino, estaba dictado por una vida de opresión y desobediencia.
Ese día, por la tarde, un hombre desconocido fue a la casa de Agilio y consultó por su paradero. Él mismo lo recibió. Osado, como siempre fue, se presentó como un amigo de la familia ante el hombre que, por suerte, no conocía su cara. Luego de que el intruso se fuera, consiguió un arma y se instaló en la casa de su hermana Ana. Ésta, a la vez, fue a la embajada de Argentina buscando asilo. Le respondieron que no existía tal prerrogativa “en tiempos de paz”.
Disfrazado de guarda, sobre un colectivo que manejaba su cuñado, Agilio decidió trasladarse nuevamente. Junto a él se encontraba también su otra hermana, quien se hacía pasar por enferma para que los policías no requisaran el vehículo.
A pesar de que llegó a destino, por pecar de inocente, fue capturado. Entre trompadas y patadas, transcurrió un tiempo indeterminado en el calabozo. En una ocasión, cuando se resignaba a sufrir una nueva ronda de torturas, un oficial se acercó a él y le habló. “¿Me conocés?, preguntó el mercenario. Algo había su tono de voz. “¡Aníbal Rojas! Sos de Luque, compartimos estudios”, exclamó Agilio. Al tiempo, fue liberado y regresó a la Argentina.

La tragedia, la farsa

Sus precedentes, oposición a los colorados y diversas acciones consideradas como subversivas (que van desde la construcción clandestina de pozos de agua para los vecinos de su barrio hasta la puesta en pie de un centro cultural), convirtieron a Agilio en un pasajero asiduo del ya extinto Ferrocarril Central del Paraguay. Su vida, al igual que la de tantos hombres y mujeres anónimos, estuvo envuelta por el remolino de la lucha de clases. Y nos recuerda la historia que se pretendió enterrar en el olvido.
En 1954, mediante otro golpe de Estado, Alfredo Stroessner se hizo con el poder. Permaneció en su cargo por 35 años, convirtiendo a la suya en la dictadura más larga de la región. En ese período, más de 30 mil paraguayos debieron abandonar su país, otros miles fueron secuestrados y cientos perecieron en los centros clandestinos de detención. Nunca se había visto mayor concentración de tierras.
Cuando cayó el stronato en 1989, Agilio lloró. El ANR-PC, de todas formas, gobernaría ininterrumpidamente hasta el 2008. Actualmente el coloradismo conduce bajo la presidencia con Horacio Cartes. Se trata de un empresario y narcotraficante multimillonario, famoso por su machismo y homofobia, que reivindica la tradición de su partido.
Queda pendiente que nuevas generaciones retomen la fuerza desplegada por los rebeldes en el pasado, y pongan fin a este régimen de explotación y oprobios.

Jazmín Bazán

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