domingo, febrero 23, 2020

1960. Coordenadas de un año esencial



El año 1960 resultó un escenario de definiciones para la Revolución cubana. La línea radical en curso, esbozada desde el triunfo de los barbudos en enero de 1959 y consolidada por ese Rubicón que fue la promulgación de la Ley de Reforma Agraria, alcanzó en él su consumación absoluta. El camino irreverente de la Isla no tenía ya marcha atrás. La destrucción de la república burguesa y con ella del capitalismo implicó un desafío mayúsculo que el liderazgo revolucionario y la inmensa mayoría del pueblo cubano asumieron con galanura.
Tres aristas definieron el ser del Año II. La demolición de la estructura capitalista insular y del predominio en la economía nacional del capital yanqui, el progresivo acercamiento de la Revolución a la Unión Soviética y la construcción de una nueva sociedad civil se erigieron como soportes del parteaguas que conmovió a la mayor de las Antillas. Debe subrayarse la complejidad que presenta el análisis esos 365 días telúricos que vivió nuestro país. Cualquier segmentación para el examen de los procesos acaecidos en el lapso señalado constituye una mera estrategia metodológica, pues el decurso de esos meses de convulsión resultó una abigarrada sucesión de hechos superpuestos e interconectados.
La muerte del capitalismo cubano llegó de la mano de la confrontación con la administración republicana del general Dwight Eisenhower. Aunque la evolución del nacionalismo radical que sostenía a la Revolución implicaba el choque, más temprano que tarde, entre esta y el sistema capitalista vigente en la Isla, no ha desconocerse que la hostilidad norteamericana aceleró el tiempo histórico. El afianzamiento de una opción anticapitalista en Cuba fue hijo de los procesos ideológicos internos, pero también de la incapacidad de los círculos de poder estadounidenses para modelar una relación relativamente armónica con la nación que comenzaba a defender un camino propio, alejado de la fatalidad del traspatio a la que parecía haber sido condenada. La prepotencia norteña le pasó factura a los propios intereses imperiales. El desafío de Cuba no pudo, no puede, no podrá, ser digerido.
Tras la aprobación de la Reforma Agraria se hizo evidente para Washington que no había arreglo con Fidel Castro. Ello derivó en la aceleración de los planes agresivos que cruzaron con singular fuerza la frontera entre los años 1959 y 1960. En este último, dos caminos fueron validados como rutas hacia esa Roma añorada que era la destrucción de la Revolución.
De un lado se promovieron planes violentos de contenido militar, que avanzaron del impulso a la lucha guerrillera contra el gobierno a la organización de la Operación Pluto, regalo –a la postre envenenado– que le legaron la CIA y la administración Eisenhower al equipo gubernamental demócrata encabezado por John Fitzgerald Kennedy. Del otro, cobró vida la apuesta por la guerra económica que debía estrangular al pueblo y al gobierno cubanos. El embargo petrolero y la suspensión de la cuota azucarera constituyeron las piedras angulares de una estrategia que era vista como infalible. Sin acceso al combustible y cerrado el mayor mercado para el principal rubro exportable de la Isla solo eran posibles dos senderos: la claudicación del liderazgo o la generación de condiciones para un estallido popular.
Empero, la realidad no se configuró según los deseos norteamericanos. Las acciones violentas –a pesar de su gran costo humano– fueron repelidas, mientras la agresión económica logró ser sorteada a partir del anudamiento de nexos crecientes con la URSS. Para colmo de pesares, Washington vio cómo su política hostil brindó combustible a la llama radical de la Revolución, lo cual se verificó en el arco temporal que inauguró la intervención de las refinerías estadounidenses en junio y cerró la nacionalización de las últimas compañías yanquis en octubre. En todo este contexto, el apoyo mayoritario de la ciudadanía a la Revolución se mantuvo incólume.
Otra variable de imprescindible atención en el examen de la muerte del capitalismo cubano es el conflicto dirimido a lo largo del año 1960 entre la burguesía insular y el proyecto revolucionario. La debilidad estructural de la primera le impidió alcanzar la hegemonía dentro del proceso inaugurado tras el colapso del batistato. La Revolución fue la oportunidad fallida, más bien desaprovechada, del grueso de la burguesía para intentar erigirse como clase nacional. De hecho resulta evidente la existencia de vías y espacios para que este proceso se consumara y la incapacidad del núcleo burgués para capitalizarlos. Fuera de la oligarquía azucarera y de los sectores conectados con el gran comercio de importación, el resto de los grupos burgueses y fundamentalmente la burguesía industrial-manufacturera tuvo el chance de sumarse al proceso en curso, o al menos de apostar con fuerza por la posibilidad de su inclusión en el mismo. Sin embargo, otro fue el camino. Cual tragedia griega, varios factores se conjugaron para dinamitar esta posible ruta. La subordinación de todo el universo burgués a los dictados del imperialismo y la oligarquía, los propios intereses de clase, la dinámica ideológica de la Guerra Fría y la mentalidad de la dependencia –el famoso «esto los americanos no lo van a permitir»– derivaron en la asunción por la burguesía en su conjunto de una actitud hostil hacia la Revolución. El boicot económico, la promoción de las actividades violentas de la contrarrevolución, la guerra ideológica a través de los medios de comunicación y la masiva incorporación burguesa al exilio afincado en Estados Unidos catalizaron el conflicto entre esta clase y el proceso revolucionario. Es casi seguro que el destino último de la Revolución era chocar con los intereses de la burguesía, más no caben dudas de que la actitud de esta forzó la colisión.
Antes de cerrar el análisis del colapso del capitalismo cubano en 1960, vale la pena reflexionar en torno a un elemento que hasta la actualidad mantiene validez como problemática. El Año II puso en ejecución y nos legó un proyecto de socialización de los medios de producción que era sinónimo de estatización. En 1960 socializar fue entendido como estatizar, fenómeno comprensible desde las coordenadas de aquel contexto. Empero, hoy podemos hacernos esa pregunta que para el contemporáneo de las épicas nacionalizaciones del «se ñamaba» era impensable. ¿Estatizar es equivalente a socializar? Hace seis décadas la respuesta parecía clara y se movía en una cuerda afirmativa. En el presente –y ante las palabras de un obrero que sin ambages sostiene que trabaja no en su fábrica sino en la del Estado– responder se torna mucho más complejo. Expresión de un escenario histórico-concreto, la destrucción del régimen capitalista en Cuba se sustentó en la construcción de un modelo de sello estatista, que progresivamente expresó las limitaciones prácticas del concepto de socialización asumido. La necesaria liberación de las fuerzas productivas que hoy demanda nuestra economía pasa por dialogar con la interrogante aquí planteada.
La segunda arista definitoria del acontecer cubano en 1960 fue el sostenido acercamiento a la URSS. Este proceso se insertó dentro de la lógica de la Guerra Fría, donde si uno de los grandes polos se tornaba amenazante para una determinada nación, las leyes de gravitación política –y robo la expresión a Quincy Adams– potenciaban el acercamiento del país en cuestión al otro gran centro de poder existente, más si este último le sonreía con afecto. Sin duda alguna, tras examen de la evolución cubana en 1959 la dirigencia soviética decidió apostar progresivamente por la Isla, como expresión de un coherente cálculo geopolítico. En paralelo, el liderazgo cubano consideró prudente explorar las ventajas de un acercamiento con Moscú, en el marco de la creciente hostilidad norteamericana. Al sustento geopolítico de esta relación en ciernes se sumó la ascendente cercanía ideológica derivada de la radicalización de la Revolución. En una interacción biunívoca, los nexos con la URSS viabilizaron, a su vez, la consolidación en el país de una ideología anticapitalista.
La sinergia cubano-soviética tuvo como punto de partida la visita en febrero del viceprimer ministro de la URSS Anastás Mikoyán, quien arribó a la Isla al frente de una exposición dedicada a los éxitos de la ciencia y la técnica de la nación euroasiática. De las conversaciones sostenidas entre el dirigente soviético y altos cargos cubanos emanó el primer acuerdo comercial rubricado por ambos país, el cual estaba centrado en la compraventa de azúcar y petróleo. La firma del convenio fue la coartada esgrimida desde Washington para el reforzamiento de su hostilidad hacia la Isla y, paradójicamente, la base para la conformación del vínculo político que permitió la subsistencia cubana en el marco de la guerra económica declarada por la administración Eisenhower. La sintonía entre Cuba y la URSS quedó reforzada con el restablecimiento en mayo de las relaciones diplomáticas y a través de las acciones de Moscú destinadas a paliar los efectos de la agresión norteamericana en el ámbito del suministro de combustible y de la compra de azúcar.
El acercamiento a la Unión Soviética implicó, asimismo, una modificación en el equilibrio de fuerzas al interior del liderazgo revolucionario. De la mano de los vínculos con la URSS, encontró mayores espacios para la promoción de su línea política el Partido Socialista Popular, quien se benefició de su condición como histórico interlocutor con Moscú, justo en el contexto cuando la radicalización anticapitalista de la Revolución también los aupaba. La posición dominante de cuadros del PSP dentro del Buró de Coordinación de Actividades Revolucionarias creado en el mes de septiembre se explica a partir de la convergencia de los factores apuntados. Una variable externa, el nexo con URSS, alcanzó correlato interno a través del empoderamiento de una fuerza política que con rapidez buscó convertir a la Revolución en manifestación de su estrecho concepto de socialismo. El sectarismo y su cohorte de conflictos se filtraban hacia tejido del proceso revolucionario.
Como tercer eje para entender el devenir del año 1960 se alza el proceso de conformación de una nueva sociedad civil en la Isla. La renovada civilidad de la que era portadora la Revolución corporizó a plenitud al calor de los grandes procesos que aquí han sido esbozados. Si 1959 muestra al analista el contradictorio escenario generado por la confluencia de la sociedad civil burguesa y la revolucionaria –el choque entre la crónica social del Diario Marina y la organización de milicias populares para defender el proceso en curso– 1960 expresa la victoria de las fuerzas del cambio sobre el Antiguo Régimen.
Durante el Año II, el universo asociativo burgués comenzó a languidecer. A la salida del país de la clase que le daba vida, se sumó la cada vez más visible inserción del Estado en los más disímiles espacios de la vida social. Problemas y preocupaciones que antes se discutían y enfrentaban a través del asociacionismo privado eran asumidos como prioridad por instituciones del entramado estatal, al tiempo que el poder revolucionario promovía la aparición de un campo asociativo que le resultaba afín. Los nexos entre la sociedad política y la sociedad civil encontraban vías de confluencia en las nuevas organizaciones que surgían. La Asociación de Jóvenes Rebeldes, la Federación de Mujeres Cubanas y los Comités de Defensa de la Revolución, por citar ejemplos muy ilustrativos, se acoplaron y dieron voz a las ansias de participación de la ciudadanía, al tiempo que canalizaban la agenda gubernamental.
El ciudadano –que desde 1959 había roto con la condición de ente pasivo, apático e indiferente tan arraigada en el marco de la república burguesa– veía reforzase las condiciones que validaban su transformación. Paso a paso, la riqueza del país se convertía –según el espíritu de la época– en su riqueza, justo cuando la patria se tornaba más soberana. La asunción del paradigma heroico se reforzaba junto con la convicción de que había un destino nacional de bienestar para los más que debía ser alcanzado. En busca de un sueño y en defensa de la dignidad convertida en certeza, un vecino cualquiera de un barrio de La Habana o de Santiago de Cuba se alistaba como maestro voluntario o se iba, vestido de miliciano, a combatir a los alzados del Escambray.
La nueva civilidad en construcción gritaba Patria o Muerte tras los atentados de La Coubre y modelaba de conjunto con el liderazgo político los resortes de una democracia de concepción y práctica plebiscitarias. La gente se sentía parte pues notaba su incidencia en el curso de los acontecimientos. El sujeto colectivo popular era el protagonista, el hacedor del cambio radical.
Por supuesto que este proceso no escapó a las complejidades. Las tensiones entre dos amigos por la asunción de opciones políticas antagónicas, el yo me quedo y tú te vas, los cismas familiares, el exilio interior de aquellos como el Sergio retratado por Desnoes y Titón y la frecuente rispidez del choque entre los propios revolucionarios dieron color a un año en el que la refundación nacional emergió de un terremoto. Las placas tectónicas de la Isla se movieron con la suficiente contundencia para que las réplicas nos persigan y nos acompañen, valgan las dos opciones, hasta hoy.
Quizás ningún hecho resuma mejor que la Primera Declaración de La Habana la dimensión del cambio que vivió la mayor de las Antillas hace sesenta años. Más de un millón de hombres y mujeres se fundieron en una voz tronante que convertía en palabras el desafío ya consumado a través de los hechos. En la presencia de la efervescente multitud y en el discurso que esta aupó se condensa el sentido telúrico de un año que todavía nos convoca. Resuene pues como cierre de estos apuntes valorativos el verbo de un pueblo que, a través de la condena a las sombras de la opresión, proclamaba su voluntad de conquistar toda la justicia:
La Asamblea General Nacional del Pueblo de Cuba: condena el latifundio, fuente de miseria para el campesino y sistema de producción agrícola retrógrado e inhumano; condena los salarios de hambre y la explotación inicua del trabajo humano por bastardos y privilegiados intereses; condena el analfabetismo, la ausencia de maestros, de escuelas, de médicos y de hospitales; la falta de protección a la vejez que impera en los países de América; condena la discriminación del negro y del indio; condena la desigualdad y la explotación de la mujer; condena las oligarquías militares y políticas que mantienen a nuestros pueblos en la miseria, impiden su desarrollo democrático y el pleno ejercicio de su soberanía; condena las concesiones de los recursos naturales de nuestros países a los monopolios extranjeros como política entreguista y traidora al interés de los pueblos; condena a los gobiernos que desoyen el sentimiento de sus pueblos para acatar los mandatos de Washington; condena el engaño sistemático a los pueblos por órganos de divulgación que responden al interés de las oligarquías y a la política del imperialismo opresor; condena el monopolio de las noticias por agencias yankis, instrumentos de los trusts norteamericanos y agentes de Washington; condena las leyes represivas que impiden a los obreros, a los campesinos, a los estudiantes y los intelectuales, a las grandes mayorías de cada país, organizarse y luchar por sus reivindicaciones sociales y patrióticas; condena a los monopolios y empresas imperialistas que saquean continuamente nuestras riquezas, explotan a nuestros obreros y campesinos, desangran y mantienen en retraso nuestras economías, y someten la política de la América Latina a sus designios e intereses. La Asamblea General Nacional del Pueblo de Cuba condena, en fin, la explotación del hombre por el hombre, y la explotación de los países subdesarrollados por el capital financiero imperialista.[1]

Fabio E. Fernández Batista | 22/02/2020

[1] http://media.cubadebate.cu/wp-content/uploads/2017/09/primera_declaracion_habana_2-09-1960.pdf

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