N°154.
En la mañana del 9 de septiembre de 1973, el presidente Salvador Allende se reunía con el jefe del Ejército, Augusto Pinochet, para analizar el plan de defensa del gobierno frente a un inminente golpe de Estado. Pinochet asegura que el grueso de las tropas se mantendrán leales a las autoridades constitucionales y aconseja no tomar ninguna medida contra los conspiradores. Allende acepta y confía. Había incorporado 10 días antes a cuatro nuevos ministros militares al gabinete, declarando que “las Fuerzas Arma-das frenarán la ofensiva desatada por los sectores fascistas», y ofrecía también llamar a un plebiscito (reclamado por la derecha) como última salida política.
En todas partes se vivía cómo la contrarrevolución procuraba imponer la Iniciativa. El transporte estaba semiparalizado por una huelga de camioneros, el desabastecimiento de alimentos era insoportable y las provocaciones terroristas habían creado un estado de pánico generalizado. Un promedio de 20 bombas por día habían estallado en las últimas semanas. “Hemos tenido, tenemos y tendremos confianza en las Fuerzas Armadas”, repetía -sin embargo- el diario “El Siglo» (8-7-73), del Partido Comunista. Y no era una frase al pasar. La UP le había entregado al ejército el control directo de todos los resortes del país. Desde hacía meses regía el “estado de emergencia” y la “ley de control de armas”. Los locales de la izquierda eran allanados cotidianamente por las fuerzas armadas y los pocos fusiles recolectados espontáneamente por los obreros habían sido incautados por la Marina.
Entre los trabajadores reinaba una espantosa desorientación. Nadie les decía qué hacer, incluso si estallaba el golpe. En la última manifestación (el 4 de septiembre en Santiago) ningún dirigente habla respondido a las inquietudes de los 800.000 obreros presentes. Eran ellos, los explotados, los que percibían en carne propia la tragedia que se avecinaba. En la fábrica textil Summa habían resistido al registro de armas y las tropas habían disparado. En el canal 9 de televisión, el allanamiento casi termina en un baño de sangre. Durante toda la jornada del 10, los uniformados habían multiplicado la ocupación de los lugares estratégicos. ¿Pinochet (durante 10 años agregado militar en Washington) iba a detener a los golpistas?
En la madrugada del 11 llegaban las primeras noticias. La marina había tomado Valparaíso y lanzaba una proclama contra el gobierno. Allende corrió al Palacio de Gobierno para informarse del alcance del levantamiento. Le dicen que todos los mandos militares están comprometidos con el golpe, que los “leales» no existen y que el jefe supremo de la asonada era nada menos que el propio Pinochet. La carnicería había comenzado. Desde “La Moneda», Allende intenta una negociación desesperada, proponiendo reanudar las conversaciones sobre la base del plebiscito. Pinochet contesta que no y exige la rendición. Luego bombardea el edificio y asesina al presidente. En la calle los fascistas actúan brutalmente, sin vacilaciones, contra todos los focos de resistencia. Centenares de baleados y detenidos son reunidos en el Estadio Nacional, antesala de la tortura y la muerte. A los militantes solo les queda salvarse como puedan. Escapar y ocultarse porque no hay directivas. Los dirigentes de la UP no tienen ningún plan de acción. Su gobierno está acabado y han comenzado en Chile los 13 años de Pinochetismo.
La derecha golpea, la UP desmoraliza
Según confesó posteriormente Pinochet, el golpe comenzó a gestarse en abril de 1972. Pero el conjunto de la burguesía se sumó definitivamente al levantamiento recién después de los comicios legislativos de marzo del ’73. Tanto la Democracia Cristiana como el Partido Nacional habían apostado hasta esa fecha a la derrota electoral de la UP, y al derrocamiento constitucional de Allende. Los resultados electorales, sin embargo, fueron una sorpresa para todos. La UP conquistó el 44% de los sufragios en medio de la total desarticulación económica del país y de la violenta protesta callejera de la derecha. En comparación al 51% de los votos obtenidos en 1971 y al 36% logrado un año antes, la UP había acrecentado su histórica base electoral. Y era mayoría aplastante entre los oprimidos y los sectores activos del país. La derecha estaba dividida. Los trabajadores, que habían salido a enfrentar las provocaciones patronales construyendo sus órganos de “poder popular” (cordones, consejos comunales, juntas de abastecimiento), no estaban desesperanzados. No había margen para un golpe constitucional de Frei y Alessandri.
Allende interpretó la elección, no como un síntoma de la polarización entre la revolución y la contrarrevolución, sino como una oportunidad para armar una salida intermedia con la DC. Nombró un nuevo gabinete con los hombres más conciliadores de la UP y reinició las tratativas con los representantes de Frei. Pero el escenario político se había trasladado definitivamente a la calle y en ese terreno la burguesía asumió plenamente la iniciativa contra las masas. En abril, los transportistas iban nuevamente a la huelga, los grupos de “Patria y Libertad” se movilizaban y el ejército irrumpía contra la población. Allende desmoralizaba a las masas con reacciones completamente ridículas: en vez de destrozar a los fascistas, declaraba que no otorgaría más audiencias a los dirigentes del Partido Nacional. Dejó actuar a la derecha y en cambio criticaba violentamente a los obreros de la mina “El Teniente» que iniciaban una huelga de 77 días.
En junio se produce el “Tancazo», un ensayo general del golpe en preparación. Se sublevan algunas guarniciones, pero la mayoría de los conspiradores permanece en reserva, y el jefe del ejército, Prats, logra disuadir a los amotinados. No se adoptan medidas de represalia contra nadie, Pinochet declaró luego que este movimiento le permitió completar su diagrama de acción. Con la «ley de requisa de armas” se había asegurado que los obreros carecían de toda defensa seria y con el “Tancazo” pudo observar que los “Cordones” serian impotentes frente a una agresión militar. Siguió ultimando los detalles del golpe en las narices de Allende, enviando diagramas y órdenes a todos los regimientos del país. Solo guardaba las apariencias, sin necesidad de actuar clandestinamente, ya que la UP había prometido no interferir en el carácter autónomo y jerárquico del ejército y cumplía su compromiso. En pleno “Tancazo” el ministro de defensa, Toha, exigió a los obreros movilizados contra la derecha que “no se metieran en los problemas internos de las Fuerzas Armadas”. Las multitudinarias manifestaciones de la central sindical concluían sin pena ni gloria y el “poder popular» se diluía al no adoptar ninguna medida de organización de masas y de armamento popular.
A esta altura, los líderes de la UP no eran prisioneros inocentes del mando militar, sino que toleraban la represión gorila. El “caso de los marineros” fue una prueba contundente de esto. En Valparaíso, 34 suboficiales democráticos entregaron al PS los planos del golpe y las pruebas de la complicidad norteamericana. Fueron descubiertos, detenidos y torturados, sin que el gobierno abriera la boca para defenderlos. La UP sepultaba a sus propios seguidores en el ejército. Allende pretendía sostenerse en Pinochet, y no en la masa de soldados y suboficiales.
En agosto se produce la ofensiva final de la burguesía. Las cámaras empresarias se pronuncian por el golpe y desatan el caos comercial e inflacionario. Los hospitales dejan de funcionar y la radio transmite cada 5 minutos una tanda publicitaria que pide la renuncia de Allende. El día 24, el jefe del Ejército, Prats, da el último paso: presenta su renuncia y Allende lo sustituye por Pinochet. Su comportamiento es la radiografía de un “Institucionalista». Bloqueó toda deliberación en las FF.AA., encubrió todos los movimientos del fascismo, desarticuló la autodefensa de los obreros y al final cedió el mando al carnicero principal. En septiembre estalla el golpe y se impone rápidamente en todo el país.
La democracia al servicio del “Pinochetazo”
Desde marzo a septiembre Allende esperó concretar un pacto con la Democracia Cristiana sobre la base del ‘‘Estatuto de Garantías” suscripto en 1970. Pero el partido de Frei (completamente copado por el ala derecha y profundamente infiltrado por la CIA) trabajaba simultáneamente por el golpe y por la desintegración interna de la UP. El dirigente de los camioneros era un hombre de la DC, así como los empresarios y los estudiantes que preparaban el terreno del «Pinochetazo”. Es una fábula infantil presentar al golpe como una acción exclusiva del ejército y el Partido Nacional. Toda la documentación publicada en los últimos años prueba que la DC contribuyó a su gestación. Desde el Parlamento creó un conflicto permanente de poderes con el ejecutivo suspendiendo y destituyendo sin pausa a los ministros de la UP, hasta el punto de paralizar toda acción de gobierno.
La DC no descartaba, una fractura de Allende y sus “moderados” con el resto de la UP, lo que suponía la transformación del presidente en un títere de los militares. Por eso, los democratacristianos exigían la incorporación de más militares al gabinete en todos los puestos de responsabilidad. Allende aceptó esta exigencia en tres oportunidades (noviembre del ’72, luego del “tancazo” y días antes del golpe). El líder de la UP pretendía remontar la crisis por una línea intermedia apoyada por la DC y los militares “profesionalistas”.
La DC exigía la sanción de una “reforma constitucional” que garantizara el fin de las nacionalizaciones y la devolución de todas las empresas ocupadas por los obreros. Luego de muchos vaivenes, Allende respondió afirmativamente a esta exigencia y hasta aceptó un paquete de privilegios para el partido de Frei, como el subsidio a las empresas periodísticas de la DC. En cada fase de estas tratativas Allende chocaba con un amplio sector de la UP. Su principal aliado era el PC, en tanto que se oponían el MIR y el ala izquierda del PS. A último momento. Allende estaba lanzado a imponer una salida bonapartista de disciplinamiento del proletariado (gobierno extraconstitucional con los militares). Había reclamado «plenos poderes» a la dirección de la UP para promover el plebiscito pedido por la DC. Su trágico final el 11 de septiembre lo hizo entrar en la historia con laureles de héroe, falsificando su papel político real. La apología de Allende es una forma de impedir el progreso de la conciencia revolucionaria de la vanguardia obrera.
La conducta de la DC durante todo este período ilustra cómo funciona la democracia burguesa. Cuando había que golpear a las masas se olvidaron de las “libertades públicas” y el “pluralismo político”. Posteriormente pusieron el Parlamento al servicio del “Pinochetazo” y desaparecieron de escena cuando empezó el fusilamiento masivo de los obreros.
Balances, pretextos y justificaciones
Pocas semanas después del triunfo golpista, los partidos de la UP hicieron el balance de la derrota. El PC atribuyó el fracaso al “aislamiento de la clase obrera de las capas medias” y a la adaptación del gobierno a presiones “sectarias y ultraizquierdistas”. Para el stalinismo, el “pinochetazo” se lo hubiera podido neutralizar con mayores concesiones a la derecha, como si no hubiera sido ésta la política que Allende intentó y no pudo llevar hasta sus últimas consecuencias; los stalinistas, proponían que se consumara el objetivo del imperialismo por “vía pacífica”. Chile vivía una situación de crisis revolucionaria y no quedaba ya ningún margen para una salida política indolora dentro del cuadro del régimen capitalista. El stalinismo fue el enemigo principal del desarrollo del “poder popular» y del gobierno de los trabajadores (única solución alternativa a la contrarrevolución) y con esa política condenó a las masas al fascismo.
La pequeña burguesía no se «aisló” de una salida revolucionaria. Al contrario, se resistió durante un larguísimo período a sumarse a la derecha y solo al final el golpismo arrastró masivamente a sus capas más acomodadas. Empujadas a la desesperación por la crisis social, cayeron en la demagogia fascista porque el stalinismo inmovilizaba al proletariado y le impedía acaudillar a la población explotada.
La izquierda del PS reconoció luego del “Pinochetazo” que el legalismo burgués, el desarme de los obreros y el engrillamiento del «poder popular” fueron las causas de la derrota. Pero reivindicó la posibilidad de recorrer “una parte” de la vía al socialismo por caminos pacíficos y parlamentarios, imaginando que la clase obrera puede saltar mágicamente de una estrategia democratizante a otra de naturaleza revolucionaria, por la simple decisión de la cúpula socialista.
Las revoluciones triunfantes no siguieron nunca esa trayectoria de laboratorio. La victoria es el fruto de un largo proceso de educación de las masas en la desconfianza al democratismo burgués y a toda ilusión en un tránsito pacífico hacia su emancipación. El “Pinochetismo” es el precio que han tenido que pagar los explotados a la ausencia de una preparación revolucionarla.
Sin firma consignada en la edición original.
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