Larisa Shepitko estuvo entre las primeras mujeres del cine soviético que conquistaron su sitio en el detrás de cámara. Aun así, «Znoy» (a.k.a. «Calor»), su ópera prima de 1963, fue desoída por la visión unidimensional del realismo socialista, la doctrina impuesta por la burocracia estalinista para el arte.
Los ecos de la época resuenan, sí, en su obra, pero al arte de esta creadora -cuya biografía truncó tempranamente un fatal accidente automovilístico- no lo subyugaron las premisas de turno.
Tratándose del llamado séptimo arte, nunca es vicioso el repaso de rupturas y sus consecuencias; el antes y el después ubicados a ambos lados del corte desmienten la apariencia de un desarrollo rectilíneo, a resguardo de pujas y conflictos. Para ejemplificarlo: se debió aguardar a que el intrépido esplendor de la británica Ida Lupino (quien en un mismo año -1953- se desquitó con dos títulos imborrables que apuntalaron la importancia que adquiriría su filmografía: The Hitch-Hicker y El bígamo) trastocase el brillo compacto de Hollywood, para que figurase en la dirección de un largometraje ficcional, sin pasar inadvertido, el nombre de una mujer -demasiado lejos y borrosas se encontraban las piezas fílmicas de tanteo e indagación primaria que hizo la francesa Alice Guy.
Y es también en ese hiato que se empezó a demarcar donde, casi una década más tarde, puede posicionarse a la realizadora belga Agnès Varda galvanizando, con su aclamada Cleo de 5 a 7 de 1961, la fábrica de experimentación conocida como Nouvelle Vague. Y así, desperdigadas por puntos disímiles de la superficie del globo terráqueo, aparecieron obras que hasta hoy evidencian una tremenda vitalidad disruptiva. Tal es el caso del documental iraní La casa es negra (1963) de Forugh Farrokhzad, que dio cuenta, valiéndose de un tono desgarradoramente poético y con una duración ceñida a rigurosos veintidós minutos, de qué manera transcurría la realidad cotidiana en el interior de un lazareto; y de Sedmikrásky (a.k.a. Las margaritas), el golpe inaugural de inusitada maestría que Věra Chytilová asestó, en 1966, desde la entonces Checoslovaquia, y a partir del cual se produjo la largada de su prolífico recorrido en la producción cinematográfica. Asimismo, en 1968 se estrenó la película debut de la cineasta húngara Márta Mészáros, donde discurre por una temática en la que a posteriori volverá a ahondar: la orfandad.
Con ciertos lazos comunes que la vinculan a las dos últimas creadoras citadas (y terciando la referencia a Yuliya Solntseva, continuadora de la labor de trasladar a la pantalla grande los guiones que Aleksandr Dovzhenko legó a su muerte), proporcionados por un estado de cosas geográfico-político y una coyuntura histórica de la que ningún quehacer cultural tenía permitido abstraerse, se sitúan Larisa Shepitko (1938 – 1979) y su ópera prima de 1963 intitulada Znoy («Calor»).
Desde su concepción como proyecto, Znoy fue prodigiosamente atípica. Se trata nada menos que el trabajo práctico final con el que Larisa Shepitko se recibió en el Instituto Pansoviético de Cinematografía, cuando la novel directora, oriunda de Ucrania, no superaba el cuarto de siglo. Concretarlo la obligó a emplazar el rodaje en un árido valle de Kirguizistán, obedeciendo a uno de los rasgos que más se acentúa en el relato del que extrajo el núcleo argumental para su propia película (un texto de Chinguiz Aitmátov, escritor consagrado de ese mismo país centroasiático): la imposibilidad -planos de una amplia profundidad de campo la corroboran- de no reconocerle al severo paisaje de la estepa el papel protagónico que desempeña.
Sin embargo, el nudo dramático se dirimirá entre dos generaciones; o entre el desencanto de una de ellas y el anhelo recién nacido de la otra. (Conversaciones tangenciales colaboran a inferir en qué período de la Unión Soviética se desenvuelve la trama. Que se confiese como un recuerdo añorado el haber comandado una tropa de combatientes señala que corren los tiempos de la posguerra. ¿Y ya se libró, además, la competencia por conquistar el espacio intergaláctico?: se transmite el rumor de que a los pies de las montañas se erigen las plataformas de despegue de los cosmonautas).
Kemel es un joven egresado de la educación formal, a quien se ha aprovisionado, junto a conocimientos técnicos, de la entusiasta meta del progreso y, por lo tanto, de la convicción de no arredrar ante las rudas tareas que ella exige. De ahí que, bajo los dictados del Komsomol, haya preferido sacrificar el descanso estival e integrarse a las faenas de un koljós (una granja colectiva), que sólo reúne a cinco personas hasta su llegada a dicho confín -que, según insinúa uno de los personajes, obviaron las líneas del tendido eléctrico. Abakir, por el contrario, se mostrará como alguien empujado a sobrellevar una cerrada incredulidad. El tractorista que otrora cumplió con la disciplina estajanovista, dueño de un apellido -Dzuraev- que el aparato de propaganda convirtió en sinónimo de entrega inagotable, y cuyas ilusiones, igual de secas que las hectáreas de tierra que labra, el presente cubre de polvo (Larisa Shepitko no ahorró crudeza al retratarlo: diversos tramos del film patentizan los modos brutales que ejerce contra Kalipa, una abnegada compañera).
Kemel aspira a maniobrar un remolcador pero Abakir le impone el rol de aguatero, lo que refuerza aún más la mutua antipatía. A través de este enfrentamiento sordo que se desata, y que a lo largo del metraje exhibirá momentos de choque rabioso, Larisa Shepitko transparentó el doloroso diálogo al que renunciaban los repetidos ciclos de frustración a causa de la estratagema oficial de huir hacia adelante. La metáfora se revela estremecedora: poco ayuda que voluntades impostadas rieguen una cosecha que se sabe estéril de antemano, y tal falta de esperanza se paga -sugiere la escena que se funde a negro para que irrumpa la palabra «fin»- con el ostracismo.
Znoy arrostró las condiciones materiales que la rodearon hasta su culminación, pero el pantano ideológico alimentado durante el estalinismo obturó que tomase contacto con el público. El realismo socialista únicamente aprobaba las obras que suscribiesen los burdos preceptos que lo constituían. (Del cruento silencio que atenazó la vida artística soviética persiste el testimonio de otra mujer, también oriunda de Ucrania: la poeta acmeísta Anna Ajmátova. Acallada, soportando la censura que prohibía la publicación de sus libros, absorbió los atroces castigos que le infligió el régimen -encarcelamientos, deportaciones, ejecuciones sumarias- para confeccionar, de 1935 a 1940, con una estructura que imitó del canto litúrgico que acompañaba a la misa de difuntos, los versos elegiacos que agrupó en Réquiem.)
Algo que Larisa Shepitko, se deduce, no ignoraba en absoluto. Lo demuestra un pasaje memorable, casi digresivo, sumido en una vaga atmósfera de sueño. Kemel deambula hasta cruzarse con una flota de camiones que efectúa actividades de prospección -el chófer que lo acoge en su cabina habla de la próxima instalación de una represa (¡la insistencia del elemento agua!)-, registradas mediante angulaciones vertiginosas de la cámara que remiten a Dziga Vértov. En pleno trajín, sin que se apaguen los motores o se reduzca la velocidad, asomándose a las ventanillas, Kemel y el resto de los copilotos inician un gesticuloso intercambio de gritos que resultan tapados por la monótona e intermitente música extradiegética. Contundente: un manto de sonidos ajenos se tiende encima de las imágenes y enmudece a aquellas bocas. Pero, ¿qué buscaban decir(se)?
Gastón Rama
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