La policía, por su parte, respondió con la misma violencia desmedida contra las multitudes desarmadas, y como se observa en cientos de videos subidos a las redes sociales, dispararon contra quienes protestaban, dejando al menos 13 muertos (casi todos menores de 30 años) y 305 heridos, de los cuales 75 presentaban heridas por armas de fuego. Es decir, la respuesta a una protesta contra la brutalidad policial fue más brutalidad. La conclusión es clara: el 9 de septiembre de 2020, la policía de Colombia en cabeza del gobierno de Iván Duque, ejecutó una masacre de jóvenes en Bogotá, por la que hasta ahora no han asumido responsabilidades.
Días después de la masacre en la capital, y lejos de cualquier acto de justicia o sanción a quienes la cometieron, el gobierno colombiano adelantó una verdadera “cacería de brujas” contra la población movilizada, ofreciendo millonarias recompensas para capturar a los responsables de los desmanes y realizando allanamientos ilegales (sin orden judicial) a distintos dirigentes o militantes de organizaciones políticas de izquierda, acusándolas de estar detrás de las jornadas de protesta.
En lo que va del año, la ONU ha documentado en Colombia al menos 38 masacres y 97 asesinatos de defensores de derechos humanos, mientras que algunas ONG´S hablan de más de mil líderes sociales asesinados desde la firma del acuerdo de paz con las FARC en 2016 y, por su parte, a julio de este año, las mismas FARC (ya desmovilizadas después del acuerdo de paz) reportaban al menos 222 ex combatientes asesinados. A finales del año pasado, en las protestas enmarcadas en el paro nacional, decenas de jóvenes perdieron sus ojos por disparos de la policía y se denunciaron casos de abuso sexual y tortura para cientos de detenidos. Hay que recordar también el caso de Dilan Cruz, quien fue asesinado en una céntrica calle de Bogotá y ante la mirada de todos, con un disparo de un arma poco convencional utilizada por el “ESMAD” (escuadrón móvil antidisturbios). Hoy el crimen sigue impune.
Sin embargo, lo verdaderamente novedoso en la represión de las protestas actuales, no es la descarada justificación de los asesinatos y la impunidad sobre ellos, ya que como vemos, hace parte del comportamiento habitual de la policía y el gobierno colombiano, sino el uso generalizado de armas de fuego contra las multitudes desarmadas y el abierto desacato de la policía a las órdenes de las autoridades civiles locales, como fue el caso de la alcaldesa de Bogotá Claudia López, quien tuvo que aceptar públicamente que la policía desobedeció a sus órdenes de no disparar a los ciudadanos aquella noche del 9 de septiembre. El líder de la oposición, Gustavo Petro, no ha dudado en calificar esto de un “golpe de estado”, una situación donde ninguna autoridad civil responde por las acciones criminales de la policía y sus generales expresan públicamente y sin sonrojarse, que van a seguir disparando si así lo consideran necesario y sin que nadie lo ordene. La policía en Colombia hace parte del ministerio de Defensa, por lo cual es un cuerpo militar que en la práctica constituye otro ejército, cuya acción de represión y vigilancia se concentra principalmente en las ciudades y que en alianza con estructuras criminales de narcotraficantes y paramilitares persigue y maltrata de forma permanente a los jóvenes de los barrios populares, quienes han denunciado que las estaciones de policía se han convertido en centros de tortura, violaciones, extorsión y tráfico de drogas. Esos jóvenes populares representan justamente, la mayoría de la población movilizada.
La crisis desatada por la cuarentena ha dejado millones de personas sin empleo (según cifras oficiales, hablamos de un desempleo del 20.2%) y sin hogar, ampliando la ya indignante desigualdad existente y condenando al hambre y a la penuria a la mayoría de la población, que ha venido acumulando durante décadas, la rabia de vivir en un país donde la salud y la educación son un privilegio, la tierra es robada a los campesinos, los maestros, trabajadores e indígenas son asesinados por reclamar sus derechos y los jóvenes son masacrados en el campo y las ciudades.
Ante este panorama, el gobierno de Duque, heredero y súbdito absoluto del expresidente Uribe (hoy preso por uno de los más de doscientos procesos judiciales en su contra), ha respondido con recrudecimiento de la represión, impunidad para los asesinos y criminalización de la protesta, mientras intenta lanzar salvamentos multimillonarios a grandes empresas quebradas (caso de la aerolínea AVIANCA), y se niega a implementar una renta básica que garantice la supervivencia de millones de personas.
El 16 de septiembre, un grupo de indígenas del pueblo Misak, derrumbaron la estatua del colonizador español Sebastián de Belalcázar en la ciudad de Popayán en un hecho que demuestra que la rabia continúa viva en muchos sectores del pueblo colombiano, que, a pesar de la violencia represiva, se mantienen en lucha y resistencia frente a un estado criminal que hoy más que nunca demuestra su talante autoritario. Hoy en Colombia, podemos hablar sin duda de una dictadura abierta, que ya no se molesta en mantener la falsa careta democrática, que no respeta el derecho a la protesta, ni a la libertad de prensa y expresión, y que nos sume en una situación insostenible. En las machas y jornadas de movilización que se avecinan, asistiremos con la inminente y aterradora posibilidad de que a nuestro lado sigan cayendo jóvenes humildes que morirán bajo la bota del estado colombiano.
Diana Novoa
24/09/2020
Desde Colombia
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