domingo, septiembre 13, 2020

George Orwell: siempre presente



Transcurren los años, cambian los ciclos históricos, se olvidan autores que antes ocupaban escaparates, pero se vuelve a editar a Eric Blair, mucho más conocido como George Orwell, seudónimo literario de fama mundial al que sus detractores contextualizaban como un “producto de la guerra fría”. Estas ediciones que se suman sobre otras anteriores, confirman una vez más la persistencia del autor de Rebelión en la granja como una figura canónica en la poderosa literatura británica del siglo XX, que tiene además, por decirlo así, un pie en España. Esta proyección es la consecuencia de una biografía personal bastante singular (la de alguien que por decirlo en palabras de Max Ernst, se busca a sí mismo pero que nunca acaba de encontrarse), y una vocación literaria singular, una síntesis que ha acabado ocupando un lugar singularizado en el imaginario colectivo.
De ahí que haya sido objeto de tantos ensayos biográficos, buena parte de los cuales han sido vertidos al castellano1. No estoy tan seguro como parece estarlo el controvertido y recientemente fallecido Christopher Hitchens en afirmar que Orwell “acertó” en relación a los tres grandes “ismos” que marcaron el siglo XX, y que acertó en su antiimperialismo, su antifascismo y su antiestalinismo (La victoria de Orwell, Emecé, 2003), porque creo que su visión política es tan cuestionable como cualquier otra, entre otras cosas porque Orwell careció de una formación de primer orden, y muchas de sus apreciaciones fueron, en mi opinión, justamente criticadas por contemporáneos suyos tan sólidos como lo fueron Isaac Deutscher o Raymond Willians, desde luego mucho más rigurosos que Hitchens.
Lo cierto es que Orwell ofreció un testimonio lo máximo riguroso posible de estos grandes “ismos”, que su destino le llevó a vivir en primera fila en el fragor de estas tramas, y lo hizo siempre críticamente, alejándose del rebaño y del pensamiento dominante. Orwell denunció de manera despiadada el racismo y la crueldad del imperialismo británico, hasta el punto de compararlo con el fascismo en las páginas que dedicó a Birmania, y sus denuncias contra las autoridades británicas por sus complicidades con el franquismo fueron muy enérgicas en un tiempo en el que pocos lo hacían. De hecho, Orwell había roto desde muy joven con las aspiraciones de su clase social para acercarse y encontrarse con la clase obrera –siempre “a su manera”–, para recalar en la izquierda radical del momento, el Independent Labour Party2, una militancia que le llevó a invertir sus ahorros para marchar como voluntario a la guerra de España para recalar en un partido, el POUM, el más implantado de los partidos comunistas de signo antiestalinista.

De un frente a otro

Este hijo del Imperio, nacido de un probo funcionario imperial y de una maestra, vino al mundo en un remoto destacamento de India del Raj en 1903, pero al cumplir cuatro años, sus padres lo llevan a Inglaterra para asegurarle una buena educación. El niño se educa en consonancia con los “cuadros” que buscan servir a la Inglaterra eduardiana. Gracias una beca puede acceder a la Universidad en Eton, un colegio tradicional y elitista en el que aprendió que lo último que había que ser en esta vida era una buena persona. El contraste entre sus origines sociales –altos en apariencia, bajos desde el punto de vista económico–, así como su sensibilidad crítica, llevan a Orwell a una creciente empatía con los marginales, fuesen vagabundos urbanos, trabajadores sometidos, mineros combativos o milicianos revolucionarios.
No obstante, por razones que no quedan claras, Eric acabó en Birmania enrolado como soldado profesional al servicio de la policía imperial británica. La consecuencia será una radicalización: Orwell descubre la cara más odiosa y repulsiva del imperio, y sobre esta experiencia escribirá una novela, Días de Birmania, publicada en 1934, y que figura entre las más emblemáticas del pensamiento anticolonialista británico que vive en los años treinta, tiempos de rechazo. Deja el ejército colonial a los cinco años, y se propone reanudar el camino que antes había soñado. Quiere ser escritor, y explorar las condiciones de vida de lo que su admirado Jack London llamaba el “foso social”. A tal efecto, sigue el camino del autor de Gente del abismo, y se interna disfrazado literalmente de vagabundo por las casas de caridad del East End londinense, y por el Paris de los “clochards”, en un plano cercano al del Jack London, descrito en Gente del abismo. El resultado de este descenso a los infiernos será su primer libro, Sin blanca por París y Londres (1933), y la adopción del pseudónimo George Orwell, nombre con el que conocerá una intensa carrera que va a durar tan sólo 16 años, con un punto final que contiene todo lo que odia: 1984, una obra que ya no podrá defender ni explicar, ya que fallecerá pocos meses después, en enero de 1950, con 46 años.
Entre el primer y el último título publica tres, muy propios de un autor comprometido con su tiempo.
El primero fue El camino a Wigan Pier, un encargo de Victor Gollancz, animador del “Left Book Club”, y un trabajo en línea del primero, solo que ahora se trata de las condiciones de vida de los mineros en el norte industrial de Inglaterra, una experiencia primordial para entender su paso siguiente, su aproximación al ILP, a pesar de todas sus dudas, y su compromiso con la lucha antifascista, que se inscribe en el soberbio plantel de voluntarios británicos que intensamente asqueados con la política “liberal” y apaciguadora de su gobierno, marchan a España. De esta experiencia saldrá Homenaje a Cataluña que a su vez, preludia su obra maestra, Rebelión en la granja. No hay que decir que Orwell no sería tan celebrado aquí sin su “guerra de España”. Su testimonio sigue provocando una enconada polémica. Tanto Homenaje a Cataluña como sus numerosos artículos y cartas sobre la guerra española le han convertido en el escritor más leído de todos los que pasaron por aquí, incluyendo algunos tan célebres como Ernest Hemingway, John Dos Passos, André Malraux o Georges Bernanos. Esta proyección comporta un desafío, por cuanto su testimonio aborda el trasfondo de las contradicciones republicanas como un conflicto entre la revolución y la Realpolitik republicana, paradójicamente representada sobre todo por el Partido Comunista (PCE), sección española del partido de la revolución mundial, el Komintern.

La guerra

Pero empecemos por el principio. El desconocido Eric Blair llega a Barcelona el día de San Esteban de 1936, y descubre la ciudad que había sido llamada “La Rosa de Foc” por sus agitaciones obreristas de signo anarquista3, y en la que flamea todavía el fervor revolucionario que se había desatado a partir de las jornadas de julio. En un principio, Orwell venía “a matar fascistas”, y desde su punto de mira, ve con estupor lo que está sucediendo. No es desde luego el único, y los testimonios que abundan en este sentido son tan rotundos como el suyo. De hecho se trata de algo muy sencillo: mientras que el gobierno del Frente Popular temía más a una acción anarquista que a los golpistas cuyos pasos eran conocidos, fue el pueblo en armas el que se impuso, obviamente arrastrando tras de sí a los cuerpos de seguridad, ya desbordados. La teoría no es lo suyo, hasta entonces había permanecido ajeno a los debates que se estaban dando, sobre todo en relación al ascenso nazi en Alemania. En cuanto a su opción por el POUM, no fue premeditada.
Inicialmente buscó la complicidad del PC británico, pero siguió el curso de su partido, el ILP, una conexión que daba a las puertas del POUM.
Como escritor, podía haber escogido el espacio propio de los cronistas, pero eligió el papel de soldado anónimo, el último de la fila en la célebre foto Agustí Centelles. Entonces nadie lo conocía fuera del reducido grupo de británicos cultos, y nadie lo reconoció entre sus compañeros del POUM por más que luego lo recordaran. La foto ilustra la primera frase de Homenaje a Cataluña: “En el cuartel Lenin de Barcelona, un día antes de alistarme en las milicias populares…” Cuando regresa a Barcelona de permiso a finales de abril de 1937, está animado por la firme decisión de lograr un cambio de destino que tendría que llevarle directamente a las Brigadas Internacionales. Como soldado que conoce el oficio, comparte la posición comunista de reorganizar el ejército popular de una manera militarmente más estricta y de concentrar los esfuerzos en el objetivo de ganar la guerra, y piensa que la revolución puede esperar para después, y observa con cierto desdén las polémicas entre los milicianos más politizados, aunque es evidente que comparte sus ideales.
El azar le lleva a vivir en primer plano los acontecimientos de Mayo de 1937, y entre la policía y los obreros que erigen barricadas no tiene dudas. Se trata del panorama de una Barcelona que presenta un cuadro muy diferente al que percibió a su llegada.
Todo comenzó cuando las fuerzas de orden público dirigidas por Rodríguez Sala, militante del PSUC, trata de tomar por la fuerza la Telefónica, empresa gestionada por los sindicatos, sobre todo por la CNT.
Para los trabajadores es la gota que desborda el vaso, y la ciudad se cubre de barricadas. Es el final de una lucha por la ciudad que había comenzado mucho tiempo atrás. Desde la Generalitat se baraja la posibilidad de bombardear los barrios obreros, y otro veterano comunista, José del Barrio, espera las órdenes del presidente Companys para hacerlo. La grieta entre la revolución y el orden re publicano que apenas si resultaba visible en 1936, se ha abierto, y se abrirá todavía más con la campaña contra el POUM, el rapto y el asesinato de Andreu Nin4. Éste no era un personaje más; había sido secretario general de la CNT, y luego hombre clave en la Internacional Sindical Roja así como uno de los líderes más cultos e inteligentes de la izquierda marxista española. Detrás de todo esto está la contrarrevolución dentro de la revolución en la URSS, donde paralelamente Stalin estaba exterminando todas las oposiciones, sobre todo a los que llama “trotskistas”, al tiempo que había apostado por encajar la URSS en un pacto con las potencias democráticas, las mismas que han optado por la política llamada de no-intervención que les llevaría a darle la espalda a la República, y a reconocer tempranamente a Franco.
Orwell acaba escondiéndose en Barcelona, donde la policía estalinista lo tiene fichado como “un fanático trotskista”, hasta que consigue huir. Toda esta experiencia –su viaje a la España, la Barcelona del 36, las historias del frente, mayo del 37 y todo lo que sigue–, le llevan a escribir Homenaje a Cataluña, una auténtica obra “maldita” en vida del escritor –cuando fallece todavía queda un stock de ejemplares de una primera y dificultosa edición–, y en la que logra combinar sus mejores estrategias narrativas al servicio de una causa sobre la que pesará el ambiente de la II Guerra Mundial y el apogeo del estalinismo que le seguirá. No será hasta los años sesenta que el homenaje será recuperado, e incluso vertido al catalán y al castellano, aunque con un buen número de pasajes censurados o modificados. No ha sido hasta fechas muy recientes que ha conocido una edición completa5, y esto ocurre en un momento en el que el libro ha sido traducido a todos los idiomas cultos y se ha convertido en uno de los clásicos de la literatura.

Testimonios y polémica

La guerra española de Orwell –en la que, según sus propias palabras, “desempeñé un papel tan irrelevante”, y que en conjunto fueron unas “vivencias que no han disminuido sino aumentado mi fe en la decencia del ser humano”–, ha acabado siendo algo así como una maldición para la historia tal como la concebían los partidos comunistas que (desde 1956) tendían a separar el estalinismo de su propia historia. Así en Cuando éramos capitanes (Dopesa, Barcelona, 1974), Teresa Pámies escribe que Orwell era un señorito inglés que no creía en la revolución de los parias, y que vino a España en busca de su “heure lyrique” como André Malraux, aunque, en un texto ulterior, Teresa reconocerá que aunque Orwell no era propiamente un revolucionario, sí se comportó como tal (Romanticismo militante, ed. Galba, Bar celona, 1976, pg. 92-93), si bien lo más propio es omitir cualquier referencia en un tiempo en el que el problema básico para la izquierda insumisa es demostrar que los comunistas disidentes fueron las principales víctimas amén de los primeros críticos del estalinismo. Cuando el estalinismo ya resulta indefendible, se trata de deslindar la URSS de los años treinta –¿paraíso o infierno?, se pregunta inocentemente Pierre Vilar sobre el momento más oscuro de su historia– de la actuación política nacional, sea en relación al Frente Popular francés, a la guerra de España o a la resistencia antifascista. Obviamente, no era lo mismo ser “comunista” en la URSS en pleno apogeo del estalinismo, que serlo en cualquier país en lucha contra el fascismo.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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