domingo, julio 29, 2007

Berlin-Bagdad-Caracas: 60 años defendiendo a la humanidad

La tarde del sábado 1 de agosto de 1936 resultó ser sumamente calurosa, sobre todo para los 110 mil espectadores que en el estadio de Grünewald asistieron a la inauguración de los Juegos Olímpicos de Berlín.
Adolfo Hitler entró al estadio por la Puerta del Maratón bajo los acordes de “Deustchland Uber Alles”, siendo ovacionado largamente por su pueblo. Una campana de 14 toneladas dio la señal. Once cañonazos precedieron a la alocución del Fürher. Luego, el dirigible Hidemburg sobrevoló el estadio mientras un coro de 10 mil voces entonaba el “Aleluya” de Haendel.[1]
Al día siguiente, mientras un ario puro, el policía Hans Woelke, se convertía en el primer campeón de la XI Olimpiada de la Edad Moderna, al lanzar la bala a una distancia de 16.20 metros, la multitud enardecida atronaba el espacio con un mismo grito: el “Heil” de los nazis. [2]
Aquellas imágenes proféticas quedaron para siempre recogidas en un filme de escalofriante perfección cinematográfica titulado indistintamente “Olympia” o “Los Dioses del estadio”. Leni Riefensthal, la misma directora que en “El triunfo de la voluntad”, rodada dos años antes, durante la Convención Nazi de Nüremberg, logró transmitir al mundo la monumentalidad deshumanizada del poder imperial que se aprestaba a subyugar a buena parte del planeta, fue la escogida para consagrar la imagen que de si mismo tenía aquel extraño movimiento que, contra todos los pronósticos políticos serios, y sorteando las burlas y la subestimación de tantos, había alcanzado el poder, tras aniquilar a sus adversarios y arrastrar a una gran parte de su pueblo.
“Olympia” fue pensada para servir como didáctica del Nuevo Orden. Una aureola de modernidad, higiene, perfección, tecnología, belleza e invencibilidad envolvía en sus imágenes a los exponentes del sistema que se había impuesto en Alemania.[3] A su lado, toda la realidad restante resultaba pasada de moda, débil, anticuada, sucia, imperfecta, degradada, predestinada a desaparecer. Apenas tres años después esto último se intentaría acelerar mediante el inicio de fulminantes guerras contra los países vecinos. A la vanguardia de aquellas tropas tan uniformes, tan disciplinadas, tan elegantes, tan cohesionadas, iban los atletas de Berlín, y las multitudes que los vitoreaban con aquel grito rotundo y maldito.
“Lo que el cine alemán necesita —había sentenciado Josef Goebbels, Ministro de Propaganda del Reich— son muchos “Acorazados Potémkin”.[4] Se refería, por supuesto, a la epopeya cinematográfica revolucionaria de Serguei Eisestein. Entonces, como ahora, se comprendía a la perfección que en el nivel simbólico de la política las ideas y las imágenes son tan o más útiles que las fuerzas armadas, los tanques, los misiles, y los aviones.
Toda lucha armada es precedida, acompañada, y continuada por una feroz batalla de ideas. Pero pocas veces, como tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, las ideas que en ella se enfrentaron han sobrevivido a los ejércitos y los estados que las encarnaron y promovieron. No en vano el fascismo italiano, el nazismo alemán y el militarismo japonés dedicaron tanto esfuerzo en legar para la posteridad una imagen de si mismos como la que se escenificó en las Olimpiadas de Berlín y en el film “Olympia”, de Leni Riefensthal: estaban dialogando con la posteridad, con las generaciones futuras, como si conscientes de la derrota y el naufragio que les esperaba lanzasen al mar un mensaje dentro de una botella.
Los frutos de semejante estrategia están a la vista.
En el terreno simbólico, a pesar de la rotunda carga de verdad, y la inobjetable denuncia que brota de las imágenes del ghetto de Varsovia en llamas, de Leningrado y Guernica bombardeados, de los crímenes de Auschwitz y Buchenwald, de los millones de fusilados, ahorcados, y torturados, de las piras donde ardían los libros prohibidos, de las fosas comunes y los trenes de la muerte repletos con niños y mujeres judíos, del 20% de la población polaca masacrada, el 10% de la de soviéticos y yugoslavos, y del horror revelado en los procesos de Núremberg; a pesar de la epopeya nunca igualada del Ejército Rojo, la Resistencia y los destacamentos guerrilleros en los países ocupados, y la bandera heroica de la hoz y el martillo ondeando sobre las ruinas de la Cancillería berlinesa, la Humanidad no ha sido capaz de borrar para siempre el glamour degradado y la fascinación mortal que sigue emanando del recuerdo de la saga fascista, de la monstruosa idealización del universo kitsch creado por aquella pandilla de criminales enloquecidos al servicio del gran capital. Réplicas de la parafernalia de símbolos nazis conque intentaron dar calado intelectual y esotérico a lo que no pasaba de ser una mitología de pequeño-burgueses espantados ante el ascenso de las fuerzas revolucionarias y comunistas en el mundo de post-guerra, tropa de choque de banqueros e industriales, se consigue hoy, 60 años después, en casi todas las grandes capitales del mundo.
Hace apenas varias semanas, un joven de 17 años llamado Jeff Weise, de Minnesotta, Estados Unidos, que frecuentaba sitios neonazis en Internet, manifestando una inmensa admiración por Adolfo Hitler, asesinó a tiros a sus abuelos y a 7 personas más, entre ellas, 5 estudiantes y una maestra, para terminar suicidándose.

¿Por qué, a 60 años de la derrota del fascismo, estas tragedias siguen ocurriendo?

Simplemente, porque el fascismo fue derrotado militarmente en 1945, pero no ha dejado de ser una carta de reserva en la manga de las mismas fuerzas que lo engendraron.
Mientras se pretenda obtener ganancias fabulosas a costa de los pueblos o surja una amenaza que ponga en peligro las ganancias crecientes de las corporaciones y monopolios transnacionales, las esferas de intereses y el hegemonismo de los imperios; mientras surjan factores de desestabilización que hagan peligrar el dominio mundial del gran capital y del complejo militar industrial global; mientras la emergencia de estados, fuerzas políticas y procesos revolucionarios pueda desafiar el equilibrio de los poderes dominantes, existirá la amenaza latente de que arda algún Reichstag para ilegalizar a algún partido o grupo político, decretar la Ley Marcial, y otorgar plenos poderes al Fürher de turno, como ocurrió en Alemania el 23 de marzo de 1933, con 441 votos contra 81, en cumplimiento escrupuloso de normas reputadas como “democráticas”.
Eso, exactamente, ocurrió en América Latina desde la década de los 60, hasta bien entrada la década de los 90; en el continente donde más victimas ha provocado el fascismo, si exceptuamos a Europa.
En su período más visible, el que se inicia en Chile con el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973, el fascismo latinoamericano provocó centenares de miles de muertos y torturados, de encarcelados y desaparecidos, de perseguidos y exiliados. Juntas militares y dictadores se sucedieron en casi todos los países del continente para intentar frenar y revertir el auge de los movimientos revolucionarios alentados por el triunfo de la Revolución cubana del 1 de enero de 1959. Detrás de todos ellos, dando las órdenes, entrenando a sus verdugos y represores, defendiéndolos en la arena internacional, financiándolos, y beneficiándose con las ganancias generadas por el expolio, se encontraba el gobierno de los Estados Unidos.
Precisamente por eso, porque viven aún las víctimas de tantas monstruosidades; porque los criminales no pudieron borrar la memoria histórica, ni destruir los documentos que atestiguan sobre tantos horrores y violaciones de los derechos humanos, le es sumamente difícil al gobierno de los Estados Unidos mantener una imagen o articular un discurso democrático o libertario, medianamente creíble, en nuestra región geográfica. No pueden creer en su sinceridad los latinoamericanos, especialmente en Argentina, las Madres de la Plaza de Mayo. Y mucho menos después de las tragedias de Afganistán e Iraq, y las escenas dantescas que han visto la luz desde la Base Naval de Guantánamo y la cárcel de Abu Grahib.
Las huellas sangrientas en las manos del fascismo latinoamericano, y en las de sus patrocinadores, que sólo en Argentina costó a su pueblo 30 mil desaparecidos, no las han podido borrar ni el tiempo, ni los esfuerzos estériles de los más talentosos intelectuales a su servicio, como fue el caso del escritor Jorge Luis Borges, quien, tras visitar el Chile de Pinochet, entre el 15 y el 22 de septiembre de 1976, declaró: “En esta época de anarquía, sé que hay aquí, entre la cordillera y el mar, una patria fuerte…Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita… Creo que merecemos salir de la ciénaga en que estuvimos. Ya estamos saliendo, por la obra de la espada, precisamente. Y aquí tenemos: Chile, esa región, esa patria, que es a la vez una larga patria y una espada honrosa…”[5]
El asalto fascista contra las instituciones argentinas comenzó a las 3.30 de la mañana del 24 de marzo de 1976. La proclama de la Junta Militar que se hizo con el poder era la versión porteña de “Olympia”, con un fondo de melancólicos bandoneones: “Las Fuerzas Armadas…por medio del orden, del trabajo, de la observancia plena de los principios éticos y morales, de la justicia, de la realización integral del hombre, del respeto a sus derechos y dignidad, llegarán a la unidad de los argentinos y la total recuperación del ser nacional”.[6]
Para cumplir tan altos propósitos, la Junta argentina censuró y destruyó miles de libros de autores tan disímiles como George Lukacs, Ezequiel Martínez Estrada, Carlos Marx, Pablo Neruda, Alejo Carpentier y Mario Vargas Llosas; expurgó las bibliotecas, clausuró editoriales, periódicos y revistas, y desapareció a 82 autores, entre ellos, 52 poetas.[7]
No puedo dejar de pensar en semejantes antecedentes cuando leo acerca de la destrucción del patrimonio histórico y cultural de Iraq a manos de sus providenciales “libertadores” norteamericanos. No puedo dejar de pensar en “Olympia” cuando recuerdo que con una imagen falsa, la del cabo Ed Chin del Marine Corp cubriendo con la bandera de su país el rostro de la estatua de Saddam Hussein que sería derribada en la Plaza Firdos, de Bagdad, el Imperio pretendió destronar del imaginario popular la de las torres gemelas de New York colapsando, luego de ser impactadas por los aviones secuestrados de American Airline.
Cuando llegue la hora del recuento histórico acerca de esta nueva agresión envuelta en la misma estrategia de desinformación goebbeliana, ¿seremos capaces de romper el ciclo de las fascinaciones perversas, identificando la guerra de Iraq con la imagen trucada sobre el “heroismo”del Cabo Chin, o la de Saddam mostrando los dientes a sus captores, como si fuese la presa de un safari, o por el contrario, legaremos a nuestros descendientes lo verdaderamente sucedido, junto con la condena eterna a los agresores simbolizada en los ojos de Alí, mutilado por las bombas “libertarias” norteamericanas que mataron también a 9 de sus familiares, o la del prisionero de Abu Grahib encapuchado, conectado a cables eléctricos, cubierto con la misma tela de estameña y el mismo capirote infamante conque la Inquisición vestía a los herejes antes de entregarlos a la hoguera?
Acosado por el repudio mundial y el rechazo de una parte del propio pueblo norteamericano a la guerra, el gobierno de George W. Bush y los neoconservadores que son su retaguardia más segura, proclaman ahora que la causa profunda del conflicto no era la existencia de armas de destrucción masiva en Iraq, ni los vínculos de Saddam con Al-Qaeda, sino… “la guerra al terrorismo y al movimiento neofascista que lo utiliza”.[8] Una y otra vez intentan trucar la percepción universal acerca de la realidad, reclamando para sí el papel de agredidos. Para ello han intentado, una y otra vez, por ahora sin resultados palpables, que se identifique como a “islamo-fascistas” a los miembros de la resistencia iraquí, y a los mismos fundamentalistas que pagaron y armaron contra la URSS en los años de la Guerra Fría.
“Algunas naciones en vías de modernización —escribió David Ronfeldt, en “Los Angeles Times”, del 25 de mayo del 2003— experimentan dificultades para adaptarse a la globalización y a otras presiones que las obligan a convertirse en sociedades más abiertas y competitivas. Algunas perciben amenazas internas y externas con las que justifican sus tendencias ultra-nacionalistas, que no son más que un pretexto para distraer la atención de sus ciudadanos. Sobre este suelo florece el fascismo. Eso ocurrió en la Serbia de Milosevic, y ahora en Iraq. También se inspiran en el fascismo los nacionalistas de la India y los seguidores de Hugo Chávez, en Venezuela.”[9]
De la misma manera que hace 60 años en Europa, el verdadero fascismo, el que agrede, invade, ocupa, asesina, tortura, reprime, encarcela, censura y miente, intenta eludir la condena mundial, transfiriendo las culpas de los verdugos a sus victimas, ahora en el Medio Oriente, o en América Latina.
Es tan fascista el actual gobierno de Bush, como el de Hitler, con la admiración de sus ideólogos neoconservadores por la filosofía de Leo Strauss, sus guerras preventivas, la exaltación de la supremacía de las elites sobre las masas, el anti-intelectualismo exacerbado de la cultura norteamericana, el racismo y la xenofobia chovinista, la represión de su propio pueblo mediante instrumentos de vigilancia como el Acta Patriótica, su férreo control sobre los medios de comunicación, las elecciones fraudulentas, el poder ilimitado de las corporaciones, los órganos policiales y de inteligencia, así como la alimentación constante del miedo a peligros exteriores, mecanismo imprescindible para el logro de la unidad interior.
En 1937 en Valencia, España republicana, y ante el avance de las hordas franquistas apoyadas por tropas y armamento alemán e italiano, representantes de la intelectualidad de vanguardia de todo el mundo se reunieron en un congreso “En defensa de la cultura”. Ante peligros similares, en diciembre del 2004, cientos de los artistas, escritores y pensadores de todo el mundo, comprometidos con su época, se dieron cita en Caracas, Venezuela, en un congreso “En defensa de la Humanidad”.
Hace 60 años, ante el avance del fascismo, estaba en peligro la cultura de la Humanidad. Hoy, ante la guerra global desatada por el gobierno de los Estados Unidos por intereses hegemónicos e imperialistas, lo está la Humanidad misma.

Es el mismo enemigo, que se niega a morir, 60 años después.

Lo estamos enfrentando con la misma decisión y heroísmo de entonces, cuando las ideas de avanzada estaban en la trinchera que ocupaban los hombres más valientes y humildes del mundo, los soldados del Ejército Rojo, esos que impidieron el avance de los tanques nazis poniendo sus cuerpos entre las máquinas y el suelo sagrado de la patria; los que leían, entre combates, alrededor de las fogatas, versos sobre Vasili Tiorkin, y cantaban a coro “Ctabai ctrana agromnaia, ctabai na cmertnii boi…”[10]
Estas verdades tan rotundas no pueden ser ocultadas al mundo. No bastan para ello todos los millones de los tanques pensantes norteamericanos, ni la experiencia de sus medios de prensa en el arte de mentir. No lo pudo lograr, hace 60 años, la maquinaria canallesca de Goebbels. Ni con la ayuda del indudable talento cinematográfico de Leni Riefensthal.

Eliades Acosta Matos

Director de la Biblioteca Nacional “José Martí” y

Vicepresidente de la UNHIC

[1] Enrique Asín Fernández: “La política en las Olimpiadas de Berlín, 1936. Centro de Estudios Olímpicos y del Deporte, 1998.
[2] Ibídem.
[3] Ibídem
[4] Ibídem
[5] Volodia Teitelboim: “Los dos Borges”. Editorial Arte y Literatura. La Habana, 2004, p. 219.
[6] Liliana Caraballo, Noemí Charlier, Liliana Garuli: “La dictadura, 1976-1983”. Oficina de Publicaciones UCB. Buenos Aires, 1996, p. 76.
[7] Hernán Invernizzi-Judith Gociol: “Un golpe a los libros”, Buenos Aires, 2003, pp. 276-278.
[8] Clifford D. May: “Why we Fought”. Townhall.com, 24 de marzo del 2005.
[9] David Ronfeldt: “Mussolini’s Ghost”. “Los Angeles Times”, 25 de mayo del 2003.
[10] Traducción literal: Levántate inmenso país. Levántate al combate de la muerte.

Marzo/2006

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