domingo, julio 29, 2007

El mito americano.

La cáscara y el grano en la cosecha cultural del consenso

I. El legado de la Independencia.
II. La Promesa Democrática
III. El Sueño Americano
IV. Ërase una Vez en América
IV. Una Tragedia Americana

Aunque siempre ha estado bajo el lente analítico, periodístico e investigativo, la sociedad norteamericana ha sido objeto de creciente y recurrente atención en nuestro país en los últimos tiempos, por razones más que obvias. La renovada vitalidad editorial nacional ha puesto en las manos del lector cubano una serie de obras que, de modo oportuno, han propiciado amenas y diversas opciones de lectura. Entre ellas se encuentran desde las que comprenden selecciones de breves artículos tomados de la prensa internacional y de los sitios de internet, organizados de manera oportuna y ágil en torno a un tema central de máxima relevancia (como los que conforman el pequeño volumen titulado El Mensaje del 11 de Septiembre, que vería la luz en el mismo año 2001), hasta voluminosos libros, sobre la historia global de los Estados Unidos (de Howard Zinn), sus relaciones con América Latina (de James Cockcroft), o referidos a episodios específicos de barbarie, como la masacre a la población india nativa (de Dee Brown), por mencionar apenas ejemplos recientes.
Las populares mesas redondas televisivas han venido abordando, por su parte, aspectos específicos --generalmente de la mayor actualidad, si bien, en ocasiones, de índole también histórica, en contextos conmemorativos, como el 4 de julio, destacándose el significado de la independencia norteamericana--, en todos sus ciclos semanales. Espacios de intercambio como los que se repiten cada “Sábado del Libro” aportan opciones que se han convertido en preferencias masivas: en las mañanas, en el Palacio del Segundo Cabo, donde se han presentado títulos como El Talón de Hierro, de Jack London (novela futurista que nos habla del carácter opresivo de la sociedad estadounidense). En las noches, en las que el programa del Canal Educativo denominado “El Espectador Crítico” nos entrega aleccionadores comentarios sobre películas como Crash, Apocalipsis Now, Ragtime, Norma Rae, Buenas Noches y Buena Suerte --por citar sólo algunas--, se han reflejado problemas que conmocionan a dicha sociedad, como la violencia, la doble moral, el racismo, la enajenación, el drama de la migración, las luchas por los derechos civiles, el expansionismo internacional, la represión interna. Por no hablar del tratamiento que mediante destacados comentaristas y columnistas aparece diariamente en nuestros medios de difusión, informando y analizando los temas más candentes. O de los frecuentes eventos académicos, políticos y culturales, en los que se emplaza al ALCA, al terrorismo, la injusta encarcelación de los cinco patriotas cubanos en los Estados Unidos, y se clama por la defensa de la humanidad, en un mundo regido por la globalización neoliberal. Así, nuestra población dispone (como ninguna otra en el mundo), de posibilidades y alternativas de ampliar su cultura política, y en particular, de consolidar su comprensión objetiva y desmitificadora sobre ese vecino país, cuyo lugar y papel resulta de obligado conocimiento para entender la historia de Cuba. No es casual, por ello, el esfuerzo que desde Martí hasta Fidel han llevado a cabo los mejores exponentes de la intelectualidad y la política en nuestro país, aportando claves ideológicas, conceptuales, sociológicas, históricas, culturales, para entender a los Estados Unidos y sus relaciones con Nuestra América. Es el mismo empeño que ha comprometido el pensamiento de muchas figuras, de este entorno. Desde Bolívar y Juárez, hasta Roa y Ché. A Eduardo Galeano, Pablo González Casanova y otros destacados exponentes de la literatura, las ciencias sociales y la política latinoamericana.
Y es que, según lo expresa una metáfora, los Estados Unidos, como nación, constituyen un pueblo mitológico, creado mitad de sueño y mitad de mentiras, que ha vivido (y aún sigue viviendo) en una tierra y en un tiempo legendario. La tradición política liberal, el puritanismo evangelista religioso, el romanticismo literario, el sentimiento patriotero, la ideología industrial norteña, el nativismo algodonero sureño, el individualismo de la propiedad privada, la expansión territorial --“todo mezclado”, como diría el poeta--, no han dejado de alimentar la idealización de una identidad que hace suya una vocación misionera, un papel mesiánico, la predestinación imperial; que troquela una sensación de superioridad racial, étnica, religiosa. Samir Amin lo resumió magistralmente al decir que “Estados Unidos extendió la misión que Dios le otorgó (el Destino Manifiesto), para abrcar el mundo entero”, con lo cual “los norteamericanos han llegado a considerarse como un pueblo elegido”. Y es que, aunque en sentido estricto, esa convicción es patrimonio de la clase dominante en ese país, identificada hoy con la burguesía monopólica y su núcleo, la oligarquía financiera (pero cuyo rol dinámico lo desempeñó en su momento la clase media blanca, anglosajona y protestante), su legitimación cultural la ha hecho creible a escala masiva. Como en otras experiencias populistas, buena parte de la población ha interiorizado y asumido como propios tales arquetipos y aberraciones. Desde esta perspectiva es que se ha extendido esa visión maniquea que nos presenta a los Estados Unidos como una sociedad en la que impera el consenso de la trivialidad, la cultura de la violencia y la discriminación; donde prevalece el individualismo y se reproduce, con una asombrosa credulidad, el mito americano.
Con una aguda combinación de ironía, didactismo, sentido del humor y capacidad de síntesis, en una intervención en la Cátedra de Formación Política “Ernesto Ché Guvera” (invitado por Nestor Kohan y Claudia Korol), Abel .Prieto resumió el trasfondo de estas características al definir la maquinaria política, económica y mediática norteamericana --descodificando la simbología de la conocida película Forrest Gump-- como manipuladora, mutiladora y reproductora de una cultura de la frivolidad, de la superficialidad, de lo vacío, que enlaza la idiotez con la integración al sistema.
El mito americano enmascara, disfraza, las raíces de una secular hegemonía imperial, que impide ver su verdadera naturaleza, a menos que se disponga de algunas advertencias metodológicas, de claves descodificadoras básicas, de determinados conocimientos históricos.
El cómo y el por qué subyacentes en la construcción del mito norteamericano requieren, en consecuencia, de su desmontaje analítico, como lo proponía el citado intelectual cubano. En efecto, desde el preámbulo de ese documento fundacional en la historia de los Estados Unidos, que es la Constitución , los llamados padres fundadores comienzan a argumentar la visión engañosa, adormecedora, al escribir las primeras palabras: “Nosotros, el pueblo...”. Como lo puntualiza Howard Zinn, en La Otra Historia de los Estados Unidos, “con ello intentaban simular que el nuevo gobierno representaba a todos los americanos. Esperaban que este mito, al ser dado por bueno, aseguraría la tranquilidad doméstica. El engaño continuó generación tras generación, con la ayuda de los símbolos globales, bien fueran de carácter físico o verbal: la bandera, el patriotismo, la democracia, el interés nacional, la defensa nacional, la seguridad nacional, etc. Atrincheraron los eslóganes en la tierra de la cultura americana”.
Pero la fuerza desmitificadora de la historia no dejaría lugar a dudas: Ni la Revolución de las trece colonias, ni su Declaración de Independencia, ni la citada Constitución podrían opacar el enorme peso del despojo y genocidio de los indios (presentados como los “pieles rojas” que arrancaban el cuero cabelludo a los “caras pálidas”), ni la esclavización y exterminio de los negros africanos y sus descendientes. Tampoco las enmiendas que introdujo la guerra civil lograron eliminar la discriminación racial. La democracia no era un atributo ni un resultado del capitalismo salvaje. El sueño americano sería más una pesadilla que otra cosa. Los superhéroes que consagró en su devenir la cultura estadounidense, desde el Capitán América hasta Superman, Batman, y toda una amplia gama de figuras dotadas de superpoderes no hacen sino reafirmar el individualismo extremo característico del aludido culto a la banalidad, en una sociedad cuyas raíces históricas --nacionales y clasistas-- no permiten que florezcan héroes colectivos, populares, cual es el caso de Asterix, el galo, o el cubano Elpidio Valdés, como bien lo explica Enrique Ubieta al prologar el libro de Eliades Acosta sobre el neoconservadurismo en los Estados Unidos. La violencia, el segregacionismo, la xenofobia, están incrustados como componentes orgánicos en esa cultura del consenso cuya cosecha ha empezado a ser cuestionada, cada vez más, desde hace varias décadas, pero que en términos de tiempo histórico, no son suficientes para quebrar el hegemonismo de la referida construcción mitológica.
Afortunadamente, entre muchas otras situaciones, circunstancias, ejemplificaciones, las canciones de Bob Dylan, los filmes de Oliver Stone, las obras literarias de Alice Walker, los ensayos académicos de Edward Said, mantienen sus huellas y encuentran resonancia, junto a expresiones de movimientos sociales que se reactivan --aún de manera insuficiente, pero dinámica y creciente, dentro de los límites de la cultura del consenso norteamericana, muy condicionada por la acumulación ideológica neoconservadora, cuya cosecha se prolongó durante los doce años que abarcó el mandato republicano, desde 1980 hasta 1992, y su fecundidad, lamentablemente, se extiende hasta el siglo XXI. Esta paradoja no es necesariamente patética. Los cambios se abren paso siempre, a lo largo de la historia, mediante contradicciones y transiciones.
Quizás convenga, a los efectos de valorar globalmente los procesos descritos, pasar revista a las dimensiones básicas del mito americano, para poder discernir, como diría Ambrosio Fornet, entre la cáscara y el grano, al examinar la cultura del consenso que se ha cosechado en los Estados Unidos.

I. El legado de la Independencia.

El 4 de julio de 2006 los Estados Unidos conmemoraron sus doscientos treinta años de vida como país autónomo. Como es habitual, la celebración del Día de la Independencia es una ocasión para exaltar un hecho trascendental por su significación histórica universal, cuyos alcances desbordan el territorio norteamericano. El acontecimiento es recordado, prácticamente, en todo el mundo. Las miradas, claro está, varían según el nivel de información que se posea y la afectividad con que se asuma el devenir de ese país.
En Cuba, se ha reconocido su relieve de diversos modos, en distintas oportunidades: desde mesas redondas televisivas, con la participación de intelectuales y académicos, que han debatido acerca de su contexto, consecuencias, resonancia o vigencia, hasta actividades culturales, con figuras que han mezclado la danza, la música y la literatura, en conmovedor homenaje, al recrear esas manifestaciones artísticas. Más de una vez se ha proyectado, incluso, la película titulada El Patriota, protagonizada por Mel Gibson, en la que se subraya de manera unilateral y arquetípica el drama del heroico y embravecido pueblo de las trece colonias, en la sangrienta lucha que lo llevó a la independencia, simbolizado --como suele ocurrir en las representaciones culturales que nos ofrece Hollywood--, en héroes individuales, según el patrón ya apuntado.
La conmemoración aludida se suele celebrar en la sociedad norteamericana con festividades apasionadas, de forma jubilosa, mediante reafirmaciones orgullosas de patriotismo, triunfalismo y glorificación. En la Declaración de Independencia dada a conocer un día como aquél, en 1776, se proclamó, por primera vez en la historia la soberanía del pueblo, lo que se convierte desde esa fecha en principio fundamental del Estado moderno. Como se conoce, con ello se reconocía el derecho del pueblo a la sublevación, a la revolución: se declaraba la ruptura de todas relaciones entre las colonias en América del Norte y la metrópoli británica, exponiéndose las bases sobre las que se levantaba, de manera independiente, la naciente nación.
Desde el punto de vista histórico, la Revolución de Independencia en los Estados Unidos, sin embargo, fue un proceso limitado, inconcluso, sobre todo por el hecho de que conservó intacto el sistema de esclavitud, que ya se había conformado totalmente para entonces, con lo cual quedaría pospuesta casi por un siglo la consecución de ese anhelo universal --la abolición--, hasta la ulterior guerra civil o de secesión, que se desatará entre 1861 y 1865.
Anticipando el derrotero de las revoluciones burguesas europeas --aún y cuando sus especificidades impidan catalogarla, con exactitud historiográfica, como un acontecimiento de idéntico signo--, la independencia de las trece colonias que la Corona Inglesa había establecido en la costa este de América del Norte expresó tempranamente la vocación de lucha por la liberación. También reflejó la magnitud de la conciencia nacional que despertaba en la vida colonial y, sobre todo, la capacidad de ruptura con los lazos de dominación que las potencias colonizadoras habían impuesto en las tierras del Nuevo Mundo.
Es cierto que ese hecho no llevó consigo una quiebra de estructuras feudales preexistentes, como las que preponderaban en la escena europea, ante las cuales reaccionarían los procesos que en Francia e Inglaterra le abren el paso a las relaciones de producción capitalistas, lo que sí permite bautizarlas como revoluciones burguesas. No podía ser así, ya que desde que aparecieron los gérmenes de lo que luego serían los Estados Unidos de América, nunca se articularon relaciones feudales como tales. Las trece colonias nacieron definidas con el signo predominante del modo de producción capitalista, es decir, marcadas con el signo de una embrionaria, pero a la vez pujante y dinámica matriz social burguesa.
Roberto Fernández Retamar ha resumido lo esencial de dicho proceso, con su habitual maestría, en trabajo Cuba Defendida. Contra Otra Leyenda Negra: “Es imprescindible considerar la gran aventura que inició un nuevo capítulo en la historia cuando en 1776 las Trece Colonias --señalaba--, entonces sólo un puñado de tierras y de gentes, emitieron una inolvidable Declaración, previa a la francesa de 1789, habiendo desencadenado contra Inglaterra la que iba a ser la primera guerra independentista victoriosa en América. Esa independencia nos parece admirable, a pesar de que aquella Declaración, donde se afirmó desafiantemente que todos los hombres han sido creados iguales, sería contradicha pronto, pues la esclavitud se mantendría durante casi un siglo en la República nacida de esa guerra. Los hombres que en el papel eran iguales resultaron luego ser sólo varones blancos y ricos: no los indios, que en su gran mayoría fueron exterminados como alimañas, ni los negros, que continuaron esclavizados. La nación que entonces surgió era además, para decirlo en palabras de Martí, cesárea e invasora”.
Y es que la Revolución de Independencia de los Estados Unidos se adelantó, no cabe dudas, a la enorme contribución histórica que aportaría, algunos años más tarde, la Revolución Francesa, cuyo impacto es ampliamente conocido, a partir de que abre una época de profundas transformaciones, que cambian de modo definitivo todo el panorama social, cultural, científico, productivo, industrial, en Europa, con implicaciones incluso de índole mundial. Estaría de más insistir en el hecho de que la misma ha sido fuente de inspiración de luchadores contra tiranías, sistemas absolutistas --monárquicos, clericales y feudales.
Con razón se ha insistido por no pocos historiadores y especialistas en el origen burgués y sobre todo, en el carácter antipopular de la célebre Constitución de los Estados Unidos (ese texto jurídico y político que es el más antiguo en nuestro Continente, y que se toma como modelo por otros países, a la hora de concebir sus propios documentos constitucionales, o que en algunos cursos sobre historia de América o mundial se presentan como ejemplos de los más completos), al caracterizarla como el fruto de cincuenta y cinco ricos, entre quienes se encontraban comerciantes, esclavistas, hacendados y abogados, que sin rodeos no hicieron más que defender sus intereses clasistas. Por supuesto, a pesar del tremendo aporte intelectual y político de figuras como Washington, Jefferson, Hamilton, Madison, Franklin, entre otros, ninguno de ellos tuvo proyecciones de beneficio mayoritario, ni incluyó en sus reflexiones a las masas populares. Desde el punto de vista constitucional, lo cierto es que con la conquista de la Independencia, ni los obreros de las manufacturas, ni los artesanos ni los esclavos no lograron sustanciales mejoras en sus condiciones de vida.
El historiador Howard Zinn lo esclarece, en su excelente libro La Otra Historia de los Estados Unidos, cuando señala que “los Padres Fundadores no tomaron ni siquiera en cuenta a la mitad de la población” al referirse a los segmentos sociales que quedaron excluidos del marco de reclamos e inquietudes por los que se preocupaban los documentos fundacionales de la nación estadounidense.
Las bases doctrinales e institucionales sobre las que se levanta el aparato político de los Estados Unidos --y en general, los soportes que sostienen el diseño de la sociedad norteamericana, incluido su sistema de valores-- están contenidas, podría afirmarse, en una serie de documentos, entre los que se distinguen tanto la mencionada Declaración de Independencia, de 1776, como la referida Constitución del país, rubricada unos años después, en 1787, en Filadelfia. El primero sería un texto revolucionario, enfocado hacia la arena internacional, procurando dotar de legitimidad al tremendo proceso que tenía lugar. El segundo fue un documento conservador, dirigido hacia dentro de la sociedad norteamericana, en busca de la preservación o consagración de la normatividad, de la legalidad que sirviera de garantía a los cambios ya logrados.
Para decirlo en pocas y sencillas palabras: la Constitución ponía fin a la revolución convocada por la Declaración de Independencia. Elitismo, exclusiones, limitaciones, restricciones, se levantarían como realidades, desde allí, en contraposición con los ideales y promesas de participación, libertades, posibilidades y derechos, que se proclamaban antes.
¡Qué paradoja! En esta síntesis, que pareciera un juego de palabras --lamentablemente, no lo es-- está contenido el legado real de la Independencia en ese país, que hoy se pretende recrear como símbolo mundial de la democracia. Es un legado de retórica, demagogia, inconsecuencia, plagado de intolerancia, violencia e injusticias. arriba

II. La Promesa Democrática

El tema de la democracia es de la más vieja data en el devenir de los Estados Unidos. Sería difícil encontrar a un interesado en el conocimiento o estudio de la realidad norteamericana (su historia, el cine, la literatura, la música, la vida cotidiana, la política) en cuyo imaginario --al procurar asociar determinados conceptos, valores o cuestiones trascendentes al acontecer de ese país, o al tratar de fijar aspectos identificatorios de esa sociedad--, no le viniese a la mente la palabra democracia. Y es que gracias al papel de la escuela, libros de texto, medios de comunicación (radial, escrita, televisiva, cinematográfica), se difunden y reproducen estereotipos, en virtud de lo cual, la promesa o la aspiración democrática se presenta como un imperativo fundacional de la nación norteamericana.
No importa que el término no aparezca como tal, para sorpresa, seguramente, de muchos, ni en la Declaración de Independencia ni en el texto de la Constitución. Sucede que la democracia es una de las cuestiones más discutidas en la filosofía y el pensamiento social desde la antigüedad. Según los estudiosos, se trata de una de los temas más perdurables en política y se ha convertido en el siglo XX en uno de las más centrales y debatidos; se le atribuyen significados y connotaciones muy disímiles en su larga historia y se le define desde el punto de vista académico en la actualidad con enfoques bien diferentes, acorde con el contexto de los distintos contextos socioeconómicos en los cuales se le ubique. No obstante, la mayor parte de los criterios coincide en destacar que en la base de las diversas definiciones de democracia, está la idea del poder popular o del pueblo; o se enfatiza aquella situación en la cual el poder y la autoridad descansan en el pueblo.
Una de las conceptualizaciones más conocidas de la democracia --quizás la más conocida--, sea aquella dada por Abraham Lincoln, en el siglo XIX, al concebirla como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, en la que también se insiste en la idea anterior, es decir, en la importancia del poder popular o del pueblo, como elemento esencial de la democracia. Con independencia de lo que se entienda por pueblo --cuestión fundamental--, lo cierto es que a lo largo de la historia, la democracia ha sido entendida y asumida, la mayor parte de las veces, bien como forma de gobierno, bien como conjunto de reglas que garantizan la participación política de los ciudadanos, como exigencia moral y humana, de valor como principio universal, o bien como método de ejercicio del poder.
De este abanico, conviene subrayar la variante que distingue la democracia cual forma de gobierno en la que el poder político es ejercido por el pueblo, lo que lleva consigo el principio de la participación popular en los asuntos públicos y en el ejercicio del poder político. La participación, por tanto, es primordial a la hora de comprender y asumir la democracia. No obstante, no siempre existe consenso acerca de lo que se define como participación, como tampoco con la manera de entender el concepto de pueblo. Y es que de ello se desprenden consecuencias trascendentales a la hora de determinar el alcance real de la democracia.
En los Estados Unidos, durante el período de la guerra de las trece colonias contra Inglaterra, hacia finales del siglo XVIII, la discusión en torno a la democracia tuvo lugar entre contradicciones y conflictos, a través de un proceso que no fue lineal. En ese contexto se desarrollaron las dos tendencias ideológicas fundamentales que influirían posteriormente en las nuevas instituciones políticas y jurídicas y en la formación del Estado norteamericano moderno: la antipopular , liderada por los federalistas Hamilton, Madison y Jay; y la democrática, encabezada por Jefferson y Paine. En cuanto a la forma de gobierno que debía adoptar el Estado norteamericano, los federalistas se pronunciaban a favor de la monarquía constitucional a semejanza de la inglesa, mientras que los partidarios de la tendencia democrática abogaban por la república democrática burguesa. Como se sabe, finalmente se impuso esta última posición.
A partir del siglo XIX, con el famoso libro de Alexis de Tocqueville, La Democracia en América, en 1835, se incorpora un nuevo término al lenguaje político en los Estados Unidos: el de democracia representativa, cuyo efecto sería trascendental. Se comienza a utilizar el término acuñado por dicho autor, concediendo al sufragio y al sistema electoral en general, el papel esencial dentro del ejercicio democrático y relegando a un segundo plano la participación ciudadana en la toma de decisiones y en el ejercicio del poder. Esta idea, de la representación liberal burguesa que se plasma en la sociedad norteamericana --que no rinde cuenta, que no es revocable, que se desvincula cada vez más de los intereses populares--, es, desde luego, la negación misma de la democracia.
Con el desarrollo del capitalismo se producen cambios radicales en la concepción de la democracia y de la participación que se había establecido, a través de la sociedad esclavista y feudal. La vida social se hace más compleja, toda vez que se amplían las esferas de participación ciudadana, y que se incrementan las personas con derecho a participar. La participación en el ejercicio del poder y en los asuntos del Estado, bien directamente o por medio de representantes, es consagrada jurídicamente como uno de los derechos fundamentales del ciudadano, extendiéndose a grandes capas de la población. Se convierte en un atributo de las masas, sobre la base de la idea de la soberanía popular.
Anticipándose un poco a la célebre revolución francesa, que consagra tales principios, la que tiene lugar en los Estados Unidos, con base en la Declaración de Independencia, de 1776, en la Constitución, de 1787 y sobre todo con las enmiendas que introduce la denominada Carta de Derechos (Bill of Rights), los atributos de la democracia entrar formalmente en vigor en la vida social y política norteamericanas: la libertad de palabra, de prensa, de reunión, de asociación. La historia ha mostrado, más de una vez, los límites reales con que tropieza el ejercicio de tales atributos.
Desde la Constitución, la idea relativa a lo que luego se entronizaría como la forma básica de participación en la vida social y política de un Estado o país --las elecciones, el sufragio—quedaría recogida, en términos del derecho a elegir y a ser elegido. En una sociedad como la estadounidense, la cuestión de la democracia se reduce, como regla, a la institucionalidad de las elecciones. Si existe el derecho al sufragio, hay democracia. Si no existe, ni hablar de democracia.
En el siglo XX, esa concepción específica, restringida, reduccionista, unilateral, se estrecha aún más, en la medida en que según los enfoques norteamericanos, los procesos electorales son expresión de la democracia sólo en aquellos casos en los cuales se reproduce el esquema válido en los Estados Unidos. Si no se lleva a cabo a su imagen y semejanza, entonces los mecanismos democráticos no son reales o son incompletos. Por tanto, fuera de ese patrón, no existe la democracia. Los medios de difusión, el arte y la cultura en los Estados Unidos (e inclusive, también desde muchos otros países) han contribuido, queriéndolo o no, no sólo a difundir los bienes de consumo que simbolizan a esa sociedad, como la Coca Cola, sino el modelo de democracia que se supone es universal.
Teniendo en cuenta la significación o peso que tienen las elecciones para la comprensión de la democracia en una experiencia como la de los Estados Unidos, es que generalmente se unen las dos cuestiones al hablar del sistema político de ese país. No es inusual hallar la expresión de que el mismo es, por excelencia, un “sistema democrático” o un “sistema electoral democrático”, cuando se está haciendo alusión al carácter y contenido que allí asume el proceso electoral.
Nelson P. Valdés --un sociólogo de origen cubano, profesor de la Universidad de Nuevo Méjico--, sintetiza con gran fuerza gráfica y fino sentido del humor lo apuntado, sugiriendo que la democracia norteamericana puede ser calificada como democracia de mercado: “Un aspecto fundamental de la democracia --señala en un artículo publicado en la revista electrónica Radio progreso Semanal-- son las elecciones. Ustedes deben saber que en nuestro sistema democrático los aspirantes presidenciales tienen un límite para lo que pueden gastar si reciben financiamiento federal. Sí, el gobierno federal puede financiar a los candidatos (pero sólo si han obtenido un por ciento determinado de votos en una elección previa. Puede que usted piense que tal práctica no es justa para los nuevos partidos políticos, pero como dijo el presidente Jimmy Carter, el mundo no es justo)”.
Y no hay dudas de que su análisis es persuasivo y bien argumentado: “En las elecciones presidenciales del 2000 --añade el sociólogo nombrado--, la Comisión Federal Electoral (que hace las leyes sobre gastos) estableció que si un candidato a presidente acepta financiamiento del gobierno, el candidato puede gastar $40,5 millones a fin de obtener la nominación de su partido (demócrata o republicano) En Estados Unidos el partido político no selecciona a un candidato, sino que los candidatos se autoproponen al partido --y eso cuesta dinero. Una vez que el partido político selecciona a alguien como su candidato, entonces el candidato puede gastar hasta $67,5 millones durante la campaña presidencial. Es más, cada uno de los partidos políticos puede también gastar hasta $13,5 millones cada uno en la convención de su partido. En total cada candidato tiene un límite de gasto de unos $122 millones. Si uno acepta el financiamiento federal, entonces recibe otros $122 millones del gobierno federal. En otras palabras, cada candidato puede gastar la modesta cantidad de $244 millones para convertirse en presidente de Estados Unidos. Usted puede pensar que es mucho dinero, pero como dijo una vez W.C. Fields, en Estados Unidos obtenemos el mejor presidente que se puede comprar. Sin embargo, debe saber que el límite de gastos no se aplica si el candidato decide no aceptar fondos federales. En ese caso, no hay límite para lo que se puede gastar en una campaña”.
Pareciera que, con estos truenos, aún faltan algunos requisitos para afirmar que los Estados Unidos, en sus doscientos treinta años de experiencia nacional, han satisfecho la promesa democrática. Sobre todo, si quisiera entenderse el asunto a la luz de lo que precisa el historiador norteamericano, Howard Zinn, en las últimas líneas de su ya citada obra. Allí comenta que el principio democrático que puede estar presente, subsumido, en el espíritu de de la Declaración de Independencia, “declaraba que el gobierno era secundario, que el pueblo que lo había establecido era lo primero. Por consiguiente, el futuro de la democracia depende del pueblo, y de su conciencia creciente acerca de cuál es la manera más decente de relacionarse con los seres humanos de todo el mundo”. Compárese esa aspiración con la realidad norteamericana de hoy. Parece obvio que la promesa no se ha cumplido. arriba

III. El Sueño Americano

¿Quién no ha oído hablar o leído del Sueño Americano? ¿O tal vez se ha encontrado con la expresión en inglés, the American Dream?. Como regla, la frase se refiere a las ilusiones que se crean en esa amplia gama de personas que, motivadas por expectativas derivadas de libros y películas, basadas en historias de otros, junto a las dificultades y reveses con que tropiezan a diario en sus países de origen, desean cambiar sus vidas, sueñan despiertos, y hasta deciden un buen día orientar sus caminos hacia una sociedad que les abra sus puertas y les brinde opciones de trabajo, vivienda, consumo, bienestar; que les ofrecezca un futuro; donde puedan materializar aspiraciones, triunfar. En fin, alcanzar sus sueños. Algo así como aquél destino onírico que buscaban exploradores, aventureros, descubridores, soñadores, ilusos, desde todos los tiempos: El Dorado. O la Tierra Prometida.
Según lo comenta Michael Moore, se trata de una droga dulce, que nos la recitan de niños, en forma de cuentos de hadas --de los que pueden hacerse realidad--, siguiendo el mito creado por un popular escritor norteamericano del siglo XIX, Horacio Alger. “Sus historias presentaban personajes de ambientes empobrecidos que --dice Moore--, echándole agallas, determinación y trabajo duro, eran capaces de alcanzar grandes éxitos en esta tierra de oportunidades sin límite. El mensaje era que cualquiera puede triunfar en EE.UU., y triunfar a lo grande. En este país somos adictos a este mito feliz de que se puede pasar de la pobreza a la riqueza”.
De alguna manera, la imagen que aparece y reaparece a través de manifestaciones como la literatura y el cine, o de la tradición oral --muy extendida en los países latinoamericanos y en la cultura hispana, a través de los cuentos o historietas “del que vino de allá”--, reproduce el prototipo de los Estados Unidos como un país de oportunidades, al que basta llegar con juventud, energía, iniciativa, espíritu de empresa, capacidad de sacrificio.
Esa visión idealizada, desde luego, tiene su fundamento, responde a condicionamientos reales, que han alimentado la sensación y la meta de que allí --como se decía en otra época--, “usted también puede tener un Buick” (en referencia a un tipo de automóvil norteamericano, que se popularizó en la década de 1950, cual símbolo de éxito y ascenso social). Con esa frase se tipificó durante buena parte de los decenios siguientes la esencia de las motivaciones que llevaban a muchos a migrar con rumbo a los Estados Unidos, en busca de empleos, de buena suerte, de posibilidades de realización personal, ocupacional, profesional.
Luego del triunfo de la Revolución Cubana, se hizo común que los migrantes que se establecían sobre todo en el Estado de la Florida, en las áreas de Miami y Hialeah, enviaran fotografías a los familiares, vecinos y amigos que quedaban en la Isla, donde aparecían sonrientes al lado de viviendas confortables y atractivos autos, que simbolizaban que, por fin, habían llegado; es decir, que habían triunfado, alcanzado “el Buick”. No importaba, siempre que no se supiera, que la casa fuera la del inquilino de enfrente, o que el coche de la foto fuera uno estacionado casualmente en la calle del barrio. Esa historia era compartida también por puertorriqueños, dominicanos, mejicanos, que procuraban espacios en el mercado de la fuerza de trabajo, o esperaban por un simple golpe de suerte. Pero eso estimulaba, naturalmente, el flujo característico de los países subdesarrollados o del llamado “tercer mundo”, en dirección al mundo desarrollado, industrializado o “primero”; o sea, la tendencia migratoria desde el Sur hacia el Norte, en busca del Sueño Americano.
Es bien sabido que otros países llevaban la voz cantante, y aún siguen manteniendo esa posición de triste liderazgo étnico y cultural --como México, que a pesar de ser reconocido como “socio” privilegiado de los Estados Unidos mediante el Tratado de Libre Comercio, sufre aún hoy una política discriminatoria en la frontera. Este es un caso ejemplar, ya que los migrantes legales e ilegales que proceden de ese país se han ido acumulando en territorios estadounidenses, fundamentalmente en aquellos cercanos a la frontera del Suroeste norteamericano, en proporciones crecientes y muy significativas en el siglo XXI, como mano de obra barata, recibiendo los efectos del racismo, la segregación y la intolerancia norteamericana, a pesar de su presencia económica, sociocultural, y hasta política.
Pero más allá de esta experiencia, puede añadirse la de los centroamericanos, sudamericanos, caribeños, árabes, asiáticos, europeos. Todos integran ese mosaico étnico, de minorías nacionales, desde latinoamericanos de casi todos los países, hasta irlandeses, italianos, coreanos, chinos, japoneses, y de muchas otras procedencias. Su presencia en las calles, estaciones del metro, aeropuertos, en las páginas de las revistas, en el cine, o en restaurantes de comidas típicas es, más que numerosa, impresionante. Como lo es también la situación socioeconómica que define, en buena parte de los casos, el deprimido nivel de vida, la marginalidad y la exclusión de que son objeto esas comunidades o grupos.
No por conocido, es obviable que los Estados Unidos, como nación, son el resultado de sucesivas y casi constantes flujos y oleadas inmigratorias, constituyendo el área más importante de inmigración en el mundo actual. Las estadísticas demográficas revelan que entre 1820 y 1990, esa sociedad acogió más de 55 millones de personas procedentes de los más diversos lugares del planeta, manteniéndose el incremento de esa tendencia durante la última década del siglo XX. En el XXI, aumentan las inquietudes por el hecho de que se calcula que, en específico, la población de origen latinoamericano alcanzará pronto una cifra que representa el 25 % (o sea, la cuarta parte) de toda la población del país.
En este fértil terreno para la reactivación de la xenofobia, el racismo, la discriminación étnica, el control fronterizo, se alimentan las ideologías más conservadoras y la universalidad del Sueño Americano se relativiza, de manera muy notable, visible. En estas circunstancias, pareciera que no todos los hombres nacen iguales, y que sus oportunidades de ascenso, éxito, triunfo, realización --como se le quiera llamar-- tampoco son iguales. Unos son más iguales que otros. Depende del color de la piel, del origen nacional, del acento con que se hable el idioma inglés.
La inmigración norteamericana presenta rasgos muy peculiares. La sociedad norteamericana ha nacido de la inmigración, y se ha desarrollado con el aporte y por el esfuerzo de los inmigrantes. En este sentido, es muy importante tener claro que uno de los componentes esenciales de la imagen que los Estados Unidos tienen de sí mismos es su historia como nación de inmigrantes. El fenómeno de la inmigración forma parte sustancial de su mitología nacional, al contrario de lo ocurrido, pongamos por caso, en Europa, donde la esencia y el origen de las diferentes naciones se ha justificado a través de la homogeneidad cultural. En sociedades que se consideraban perfectamente configuradas, como la francesa, el aporte de los inmigrantes no se ha valorado nunca como una contribución a la creación de su pueblo, que desde la Revolución de 1789 se presentaba ya como un todo acabado.
En la sociedad norteamericana, por el contrario, el asunto ha sido visto más bien como una suerte de ayuda pasajera, o de alivio temporal, para su desarrollo; y como un problema a largo plazo, que atenta en el fondo contra la unidad cultural y la identidad nacional. A pesar de que casi todos los estadounidenses son o descienden de inmigrantes de mayor o menor antigüedad --o precisamente por ello--, la historia de los Estados Unidos ha vivido permanentemente sumida en un debate interminable sobre la inmigración: a quienes admitir, cuántos, con qué características. Estos debates se han reavivado en momentos de aumento del flujo migratorio y, sobre todo, a partir de los cambios en su composición, junto a las oscilaciones de las demandas laborales, dando lugar a conflictos y tensiones entre diversos grupos etnoculturales, así como a contradicciones entre éstos y la política inmigratoria del gobierno norteamericano, que se ha ido ajustando acorde con las épocas.
A lo largo de la historia, principalmente hacia mediados y finales del siglo XX, la discusión en torno a la asimilación, a la integración o al multiculturalismo ha sido intensa en el seno de la sociedad estadounidense, adquiriendo el tema proporciones sobresalientes en determinadas ocasiones. Las reacciones xenófobas de los llamados nativistas, en contra de los inmigrantes se han argumentado en la imposibilidad de su americanización, y en el riesgo que ello supondría para la sociedad americana. En ciertas etapas se ha acentuado el rechazo a los asiáticos, a los latinoamericanos, a los árabes, lo cual se ha manifestado, con frecuencia, mediante la violencia. Ello ha dependido del contexto socioeconómico y político, manipulándose el tema, incluso, de modo oportunista, en ocasiones, con fines electorales.
Como escenario del Sueño Americano, los Estados Unidos contienen un definido y notorio componente de violencia institucionalizada, que reaparece con intermitencia a lo largo de su devenir histórico como nación, evidenciándose tanto al nivel del sistema político como de la sociedad civil y la cultura. De manera regular, el ejercicio de esa violencia se incuba en caldos de cultivo tan saturados de intolerancia, que ésta opera como justificación ideológica de determinadas acciones que promueven entonces el Estado, los partidos o grupos de interés. De aquí que las condiciones que propicia esa sociedad favorezcan más una pesadilla que un sueño placentero. Una película bastante reciente, de 2004, titulada Crash, expone con gran fuerza dramática el mundo de conflictos humanos, insatisfacciones familiares, frustraciones profesionales, tensiones raciales, discriminación étnica, abusos policiales, corrupción administrativa, en una ciudad populosa como Los Angeles, que es un ejemplar crisol de razas, colores, inmigrantes, prejuicios, violencias. Ninguna de las historias que se presentan cataloga como expresión del Sueño Americano. Son pesadillas sin despertar.
La historia norteamericana, con base en determinados hitos y etapas, ha sido un repertorio de excesos, a través de los cuales se han violado una y otra vez derechos constitucionales básicos de los ciudadanos, en el plano interno. Así, por ejemplo, en la década de 1920, prevaleció un clima de racismo y xenofobia, de nativismo patriotero, en el que se ubican el resurgimiento del Ku Klux Klan y la ejecución de Sacco y Vanzeti. En los años de 1950, cuando la tenebrosa era del macarthismo, se impuso una similar atmósfera de persecución contra toda manifestación, intelectual o política, que pudiera “atentar” contra los valores esenciales de la nación y la cultura estadounidenses, en medio de una irrespirable histeria anticomunista, definida por la obsesión conspirativa contra la seguridad nacional. En ese marco se ejecutó a Ethel y Julius Rosenberg. El contexto que se establece luego de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, recrea otro oscuro capítulo en la historia norteamericana, donde se entroniza la cultura de la intolerancia, la violación de los derechos ciudadanos, la paranoia y el fanatismo. La llamada ley de Seguridad Nacional o “Patriótica” es el manto con el cual se refuerzan los controles migratorios, el sentido de la discriminación y en general, un patrón de xenofobia y racismo. ¿Qué tiene ésto que ver con el Sueño Americano? arriba

IV. Ërase una Vez en América

La sociedad norteamericana contemporánea –no es posible ignorarlo--, ha sido escenario de múltiples conflictos y tensiones, al que cada día se añaden nuevos episodios que enriquecen el amplio aval de delito criminal, corrupción administrativa, fraude financiero, clientelismo político, libertinaje gubernamental. Durante los últimos treinta años, la prensa ha divulgado casi a diario hechos de sangre en calles y escuelas, casos de abuso lascivo, actos de violencia racial o migratoria, junto a expresiones de protesta ciudadana o desobediencia civil. Los documentales de Michael Moore de seguro ya están en la mente del lector, toda vez que reflejan con claridad esa cultura que sacraliza las armas de fuego y articula una suerte de adoración mundana ante su tenencia y empleo. Pero eso sería sólo la punta del iceberg.
Esa cultura de violencia, empero, es apenas uno de los componentes del mosaico nacional norteamericano, en el que el desorden y la inadaptación semejan, más que la excepción, la regla. La década de 1970 marcó, tal vez como ninguna otra, la capacidad de estremecimiento de los Estados Unidos, sobre todo por la envergadura integral de la crisis que conmocionaba en aquél momento al país. El denominado escándalo Watergate evidenció las impurezas y manejos turbios de la figura presidencial, propiciando la crisis de la institución ejecutiva central; la derrota en Vietnam demostró a los norteamericanos que la presunta invulnerabilidad militar y mundial del país, asociada al sentimiento de superioridad nacional, no era más que un mito; y la profundísima crisis económica de mediados de aquél decenio puso de manifiesto que la sociedad estadounidense también podía ser reversible, al traer a la orden del día las amargas experiencias de inflación, desempleo, inseguridad, del 29 al 33, cuando la gran depresión.
Durante las tres últimas décadas, algunos acontecimientos sobresalientes reflejados en los medios de comunicación como incidentes escandalosos, de mayor o menor alcance, dibujan arcos de crisis social, política, económica, en las que se mezclan justamente la violencia, el desorden, la incapacidad adaptativa. Algunos ejemplos: el brutal crimen masivo, perpetrado por el tristemente célebre Charles Mason , líder de una secta satánica, que puso fin a la vida de la actriz Sharon Tate, entre otras víctimas; la barbarie terrorista de Oklahoma, cuando el cabecilla de un grupo extremista, Timothy Mc Veigh, lidereó el atentado dinamitero contra un edificio estatal; las situaciones reiteradas de violencia criminal en escuelas, derivadas de la tenencia de armas de fuego, que provocaron la muerte a numerosos jóvenes, de manera destacada, en Arkansas; lo que se conoció como el escándalo Irán-contras, a veces presentado como el Irangate, que implicó desvío de fondos federales; los escandalosos sucesos, asociados a la falta de honestidad de directivos y a delitos contables cometidos por ejecutivos de importantes corporaciones que terminaban en bancarrota, como la de Enron, Global Crossing, WorldCom y Tyco. Es como para asustarse.
Pareciera como si la sociedad norteamericana funcionase según un patrón cíclico, que de modo recurrente, cual movimiento pendular de un reloj antiguo de pared, reprodujera acontecimientos y situaciones notablemente trágicas para la vida cotidiana y la credibilidad de las instituciones públicas y privadas. Ello origina cuestionamientos morales, sensaciones de frustración, crisis de confianza en el ciudadano medio. Y es que no se trata de hechos aislados, coyunturales. Son fenómenos estructurales, insertados de manera orgánica en el tejido social, económico y político de los Estados Unidos. Consustanciales, no hay dudas, al desarrollo mismo del capitalismo allí.
Allá por los años de 1970, se afianzó de modo efímero un estilo en la cinematografía italiana que tuvo un gran impacto circunstancial en la cultura latinoamericana, popularizándose de inmediato. Lo que se conocería como western spaguetti presentaba versiones satíricas de un género que gozaba de gran aceptación entonces, como las llamadas “películas del oeste” o “de vaqueros”, mediante situaciones exageradas que acentuaban la dimensión heroica de sus protagonistas, convirtiéndolos en arquetipos prácticamente inmortales e invencibles., dotados de audacia y eticidad.
En medio de contextos en los que la ambición, la avaricia, la traición, el rencor, la venganza, el sadismo, eran conductas cotidianas, ambientados en condiciones de miseria, deterioro, aislamiento, la mayoría de las veces enmarcados en parajes desérticos, polvorientos, semidestruidos, abandonados, aparecían aquellos superhéroes, enfrentando a supervillanos, encarnados por carismáticos actores, promovidos por el cine norteamericano. En buena parte de ellos, la música de Ennio Morricone y la dirección de Sergio Leone se sumaban como esmerados, cuidadosos, idóneos atributos artísticos que redondeaban visiones satíricas de los filmes de aventuras a los que, con seriedad, nos tenía acostumbrados el estilo de Hollywood.
Con similar filosofía, el propio Leone se movió hacia el siglo XX, entregando uno de los grandes frescos cinematográficos de la sociedad norteamericana de los tiempos de entreguerras mundiales, con el sazón de jóvenes inmigrantes italianos que llegan a la tierra prometida, al suelo neoyorquino, en un afán de triunfo, de éxito, en medio de violentas y conmovedoras escenas en las que la amistad, la honestidad, el amor, los principios y los sueños son sepultados por la ambición, la traición, la mentira, la doble moral y la desesperanza. Érase una vez en América es la otra cara de esa moneda que es el llamado sueño americano; es la desmitificación del exclusivismo estadounidense; en palabras del conocido historiador Howard Zinn, sería la otra historia de los Estados Unidos; en las del popular humorista H. Zumbado, reflejaría el verdadero sentido del American Way of Life.
El drama de los desgarramientos de la sociedad norteamericana se ha hecho notablemente visible en los últimos años, en la medida en que el mito de la sociedad democrática, del país de las libertades ciudadanas, the american dream, no puede seguir siendo simbolizado con la monumental imagen de la estatua de la libertad, la que desde hace mucho ha dejado de dar la bienvenida con los brazos abiertos a los inmigrantes que llegan a la costa del noreste de los Estados Unidos buscando oportunidades.
Gracias a una feliz iniciativa de la Editorial Orbe, se publicó en La Habana, en 1981, el excelente libro de Zumbado, titulado El American Way, en el que mostraba a través de crónicas escritas con fina ironía el auténtico rostro del modo de vida de un país cuyo sistema social --decía—“a estas alturas de finales del siglo XX ya huele un poco a queso rancio y a escombro imperial romano”. Sus artículos abarcan la política, la delincuencia, la discriminación, el crimen, la pornografía, la publicidad capitalista, la guerra contra Vietnam, la prostitución, y , en su palabras, “otros valiosos valores del American Way”.
La naturaleza antidemocrática, represiva, profundamente injusta de esa sociedad la había retratado Jack London, quien a través de su novela futurista El Talón de Hierro --ya mencionada al inicio de este trabajo, y ajena a su habitual trama de aventuras-- había anticipado una madura visión crítica de las estructuras de control tiránico en ese país.
Como bien sabe el lector, son muchas ya las ciudades que de vez en cuando aparecen encabezando las listas de áreas más peligrosas de los Estados Unidos, por el volumen de asesinatos, asaltos, violaciones: Miami, Los Angeles, Nueva York, Washington. El cine ha dado cuenta de estas tendencias en los últimos años, mediante películas de directores como Oliver Stone o Quentin Tarantino. Los cinéfilos no podrán olvidar en estos casos cintas como Asesinos Natos, Pulp Fiction, Perros de Reserva, cuyos cuadros dramáticos no pueden ser más agudos y descarnados. Tampoco sus intenciones de desnudar, acudiendo a la ficción, vicios, excesos, crueldades, inherentes todas a la sociedad que las crea y recrea.
En similar sentido, las populares historietas gráficas de ficción de Frank Miller, recogidas a través de la serie titulada Sin City, llevada al cine en versión homónima por Robert Rodríguez (en ocasiones presentada en español como Ciudad del Pecado) aportan otras perspectivas cuyo mensaje no puede ser más sobrecogedor, sórdido. Son verdaderas antologías de sangrienta violencia, bajos instintos y podredumbre moral.
Las elecciones presidenciales del 2000 evidenciaron con simbolismo el carácter fraudulento del proceso político. Como esfuerzo destacado, Greg Palast, periodista de la BBC y el diario The Guardian, realizó una investigación sobre una purga de votantes de las listas electorales de Florida. Según ésta, hasta 57 mil personas, en su mayoría “afroamericanas” y de afiliación demócrata, fueron privadas de su derecho a voto. Palast cuenta en su libro The Best Democracy Money Can Buy (La mejor democracia que el dinero puede comprar) cómo el estado de Florida contrató a la empresa DBT por cuatro millones de dólares para que eliminara de la lista electoral a delincuentes, pero incluyendo a votantes con nombres similares o nacidos en la misma fecha que los delincuentes, y principalmente a negros y demócratas.
Por su parte, el intelectual y cineasta Michael Moore, a través de sus documentales, Bowling for Columbine (2002) y Fahrenheit 9/11 (2004), así como de su libro Estúpidos Hombres Blancos, publicado en español en 2003, interpela al contexto sociopolítico e ideológico norteamericano, sobre todo después de los atentados terroristas a las Torres Gemelas y al Pentágono, describiendo el clima de temor, la manipulación de la paranoia y la histeria de masas, la violencia latente y manifiesta en ese país.
En una entrevista que se tituló De cómo los estadounidenses llegamos a ser tan odiados, el escritor Gore Vidal se refería hace un par de años a la crisis de confianza, de legitimidad, que sacude a la sociedad norteamericana, a su población, y explicaba el llamado sentimiento “antinorteamericano”, a partir de la carga negativa que se han echado encima los gobernantes de ese país, al promover represión interna y rapiña exterior, casi desde el mismo momento en que promovieron la Declaración de Independencia, hace doscientos treinta años. arriba

IV. Una Tragedia Americana

Las consecuencias del 11 de septiembre de 2001 para los Estados Unidos incluyen, en primer plano, las tremendas reacciones de supuesta defensa de esa nación, dentro y fuera de la misma, mediante apelaciones a la represión ideológica e institucional y al uso ilimitado de la fuerza militar. Así, el mundo se interroga y atemoriza ante la descomunal capacidad de asumir los valores y principios el país que domina, en el Siglo XXI, con unilateralidad imperial, las relaciones internacionales.
Los valores y principios que definen a la sociedad norteamericana tienen su raíz, como en cualquier país, en las simientes de su historia nacional. Si uno quiere entender las bases que sostienen el proceso de integración de una cultura, no puede obviar la mirada hacia su etapa fundacional. Es en la articulación inicial de los factores y condiciones que se mezclan e interactúan, en esa secuencia, que se vertebra la armazón del sistema de valores, el conjunto de concepciones, que caracterizará luego la psicología nacional, la idiosincrasia, la cultura política de una nación. De ahí que los soportes de los Estados Unidos en el siglo XXI se encuentren en el proceso mismo de su formación como país independiente. En ello, como se conoce, confluyen las herencias de la sociedad inglesa que llega junto a la dote geográfica y cultural que conforma el entorno norteamericano que sirve de anfitrión.
El impacto británico, a través de la colonización, se traslada a la temprana vida de las trece colonias, originando formas peculiares de implantación en el Nuevo mundo de relaciones mercantiles, principios de apropiación privada, expresiones de individualismo, puritanismo religioso, rígidos patrones morales, mentalidad expansionista. El rico y amplio medio natural que aportaban los territorios coloniales, junto al bajo nivel de desarrollo civilizatorio de las comunidades indígenas autóctonas, permitían, en la interacción resultante, que la naciente sociedad --embrión de la nación estadounidense que surgiría con relativa rapidez-- se saturara del espíritu de aquella población blanca, emprendedora, que creaba su estructura de propiedades con sentimientos de una precaria clase media, forjando una visión del mundo marcada con individualismo, sentido de superioridad étnica e identidad puritana. El tradicionalismo conservador proveniente de una sociedad absolutista que quedaba atrás en Europa se afirmaba también, junto a un no menos definido enfoque ecléctico, en el que se superponían el inevitable el liberalismo ligado a las nuevas relaciones capitalistas en ascenso, que aún no se extendían a plenitud.
La vida de las colonias, primero, y la de la joven nación, después, tenía como uno de sus ejes básicos la extensión de la frontera, la expansión territorial, lo que como es bien conocido, se manifiesta tanto con la ocupación creciente, despojo y genocidio de los asentamientos de las tribus nativas, como con el arrebato de propiedades a otras potencias coloniales y en particular, al vecino país mejicano. En ese proceso, se alimenta en sus protagonistas la falta de principios y de escrúpulos. Ya lo decía Marx: el hombre piensa de acuerdo a como vive, no a la inversa. De ahí que, entre otras cosas, esas ausencias estén marcando también, además de las características ya apuntadas, el imaginario de los norteamericanos (dicho de otro modo, la psicología nacional, la idiosincracia, la cultura política de los Estados Unidos, para utilizar los términos que ya se mencionaron, y referirlo más que a conductas individuales, a una escala social). Por eso es que, parafraseando a Gore Vidal, sería válido aseverar que los norteamericanos han llegado a ser tan odiados hoy. Así se entiende el grado de antinorteamericanismo que existe en la actualidad. Es que además del individualismo, el puritanismo, el espíritu de empresa, el liberalismo-conservador, la filosofía maquiavélica de que el fin justifica los medios --la ética de la falta de principios y de escrúpulos-- definen a nivel sociocultural a los Estados Unidos.
Una conocida novela titulada Una tragedia americana, de Theodore Dreiser, narra una de esas historias que reflejan de modo paradigmático el peso de la conducta individual en ese país. Se trata de un joven ambicioso e impaciente, procedente de una familia religiosa, de un pequeño poblado, de esos que quieren saltar etapas y alcanzar el éxito cuanto antes, al llegar a una gran ciudad. Luego de varios tropiezos e incidentes consigue entrar como empleado en una fábrica y cultiva un romance fugaz con una obrera, que quedará embarazada. A la par, resulta que se enamora de la muchacha más bella, deseada y rica del lugar, lo que pareciera garantizarle una rápida llegada a la meta, Sin embargo, ante la presión de la otra joven, quien le exige matrimonio o le amenaza con desenmascararle ante la alta sociedad, se le despiertan sentimientos bajos, llegando a imaginar incluso su asesinato. Como ironía de la vida, antes de ejecutar la acción, lleno de contradicciones internas y vacilaciones, el bote en que navegan por el río se voltea y la muchacha se ahoga, accidentalmente. El protagonista no llega a cometer el crimen, pero ha hecho gala de su falta de principios y de escrúpulos a lo largo del drama. Las pruebas lo acusan de forma abrumadora. Y como resultado de un juicio rutinario, es condenado finalmente a muerte.
Probablemente, el lector recuerda el libro de Dreiser o disfrutó de su versión cinematográfica, que gracias a lo oportuno de las iniciativas de Hollywood, llevó la historia al celuloide, no de manera totalmente fiel, con un título menos simbólico (aunque tal vez más gráfico, al acentuar con sarcasmo lo pretencioso de los fines que perseguía el protagonista y lo inescrupuloso de sus medios): Un sitio en el sol (A Place in the Sun). No obstante, en los países de habla hispana, se le conoció con un sentido de crítica moral mucho más agudo: Ambiciones que Matan.
Lo que no se resalta en la novela ni en la película, como suele suceder, es la conexión entre esa historia individual o drama personal y el tejido socioeconómico, histórico-cultural, que le sirve de telón de fondo, que es el terreno fértil para la germinación y crecimiento de actitudes tan maquiavélicas, oportunistas, ambiciosas, egoístas. Este desconocimiento, subestimación, ceguera, olvido, es la que ha impedido ver que las causas que conducen a la exacerbación de la violencia, las reacciones de intolerancia y discriminación, tienen sus propias raíces dentro de la sociedad norteamericana. No hay que buscar los motivos ni los ejecutores “fuera” del país, como se pretende hacer ver, sobre todo después del 11 de septiembre de 2001.
Los atentados terroristas al Wold Trade Center, en Nueva York, y a instalaciones del Pentágono, en Washington, fueron el nuevo punto de inflexión para un viraje conservador, que colocaba la intolerancia y sus expresiones múltiples en la orden del día de la política interna. Los aires del macarthismo se renovaban. El pretexto ya no sería, claro está, el anticomunismo, sino la lucha, aún más difusa, contra el terrorismo. Aquí radica la “nueva” tragedia americana.
La sociedad norteamericana es fruto de un proceso histórico que no ha sido lineal. En él se conjugan, de manera zigzagueante, valores progresivos y regresivos, avances y retrocesos, momentos de luz y de sombras. La historiografía ha establecido que en la trayectoria política y cultural de los Estados Unidos, algunos de ellos, como los relacionados con el sentido de la democracia, la libertad, los derechos humanos y la justicia, tal y como son formulados por las tradiciones y la retórica de los llamados Padres Fundadores, promotores de la Revolución de Independencia, se relativizan y se niegan, a menudo, a partir de su contrapunteo con las acciones de gobiernos posteriores, como el de George W. Bush.
Este ha sido el caso, si se quiere, del lugar y papel de las tendencias conservadoras dentro de la vida política y la sociedad norteamericanas, con frecuencia manifiestas y visibles en reacciones de intolerancia, como las tratadas con anterioridad, y en otras ocasiones latentes y sumergidas, aunque lamentablemente, no desaparecidas del mapa político-ideológico en Estados Unidos. Esa cultura de la violencia se superpone o solapa con concepciones de seguridad nacional como las manipuladas al calor del 11 de septiembre de 2001, reiteradas en las diversas intervenciones públicas de Bush en el marco de la reciente conmemoración del quinto aniversario de aquél siniestro. Ellas son parte --como lo demuestra Eliades Acosta en El Apocalipsis según Saint George-- del entramado tejido por el pensamiento neoconservador, que en sus expresiones actuales amplifica el ideario que se advertía desde la administración Reagan, en la década de 1980.
La seguridad nacional de los Estados Unidos, al operar ideológicamente en un plano de legitimación interno, y en otro, de apuntalamiento doctrinal de la política exterior, propicia excelentes razones o pretextos para justificar su defensa --real o artificial--, acudiendo a todo tipo de acciones, incluidas las militares, siempre que su propósito sea proteger al territorio nacional o a los intereses del país, estén donde estén. Esta manipulación se deriva de la funcionalidad que como “sombrilla”, posee la referida concepción. Se trata de una noción resbaladiza, de una etiqueta de usos múltiples y universales, para connotar cualquier situación, interna o externa, que requiera la acción inmediata, priorizada, por parte del gobierno norteamericano. También se le utiliza con efectividad para justificar cualquier atmósfera represiva y paranoica.
Los reajustes internos posteriores al 9/11 amplían las prerrogativas federales para combatir el terrorismo, incluyendo el control de las comunicaciones individuales, con la consiguiente violación de derechos civiles y judiciales de los ciudadanos. Se rescatan viejas prácticas, paradójicamente, como las de autorizar el asesinato de líderes extranjeros, contratar asesinos e incluso a terroristas para la supuesta lucha antiterrorista, reforzando un ambiente sórdido, marcado por la represión y el belicismo. En su segundo período, Bush ha procurado remozar su lenguaje, trasladando el énfasis situado en el terrorismo hacia temas como la defensa de la libertad, la democracia y la lucha contra las tiranías en todo el mundo. Si bien este esfuerzo por ganar credibilidad dentro y fuera de su país ha hecho más evidente la naturaleza hipócrita, perversa, de la política de los Estados Unidos --en tanto su presencia militar en el medio Oriente se hace cada día más compleja y los resultados electorales de medio término favorecieron al partido demócrata, en medio de contradicciones ideológicas y partidistas--, la situación actual no alcanza la magnitud crítica que, de seguro, adquirirá mayor profundidad en las próximas décadas.
Los Estados Unidos atraviesan, desde hace no poco tiempo, por un proceso de conmociones, crisis, ajustes, transiciones y reacomodos, que se expresan en sus diferentes esferas --incluida su cultura--, aunque sus manifestaciones en curso aún no rompen el consenso interno ni la hegemonía mundial. Quizás lo más complejo y peligroso (o mejor, lo trágico) de las concepciones aludidas acerca de la seguridad nacional sea el hecho de que ellas desbordan el marco estrecho de la ideología política imperialista (entendida como representación teórica clasista de intereses de la oligarquía financiera y grupos de poder hegemónicos) y su expresión consciente al nivel de la conciencia de clase. Ellas se extienden o ramifican como parte de la cultura política en ese país, expresándose con frecuencia, de manera inconsciente, en amplios sectores de la sociedad norteamericana de la mayor diversidad clasista. Esto es lógico, dada la capacidad del sistema educacional y de los medios de difusión masiva, para expandir esa ideología hasta los terrenos de la psicología nacional y de la cultura. La mencionada funcionalidad de las concepciones de la seguridad nacional se podrían resumir así: en el plano doméstico, es el crisol o matriz del consenso; en el internacional, es la plataforma o base doctrinal de la hegemonía mundial. Es decir, constituye un arma de doble filo, como legitimación interna y externa.
Así ocurrió después de la segunda guerra mundial, cuando en los años de 1950 la guerra fría se expresaba, hacia fuera, en la política de la llamada contención al comunismo, en la doctrina estratégico-militar de la represalia masiva, en el bipolarismo geopolítico; y hacia dentro, se traducía en el clima represivo, en la cultura del miedo y la paranoia, en la “cacería de brujas”, que establecía el tristemente célebre macarthismo. Por encima de las distancias históricas, luego del 11 de septiembre, lo que caracteriza, hasta hoy, a la sociedad, la política y la cultura de los Estados Unidos es un fenómeno similar. Una nueva bipolaridad, que apuntala una “nueva” percepción de la amenaza externa; un “nuevo” enemigo global. Ahora no es, claro está, el comunismo, sino el terrorismo. En la vida interna, una atmósfera definida por un “nuevo” macarthismo. El 11 de septiembre permitió que --siguiendo el mensaje estremecedor que nos trasladaba al final aquella película de Bergman, ubicada en la antesala del fascismo alemán--, bajo la fina cáscara del huevo se empezara a ver a la serpiente, ya formada, a punto de nacer.
El mito americano se mantiene vivo, justamente, y una vez más la historia demuestra que en ese país la perversión no sólo es posible, sino real, y que del cascarón emerge un reptil aún más monstruoso. Su renacimiento tiene como comadrona a esa maquinaria que, como ya se ha expresado, manipula y mutila, más consigue reproducir, pautas de comportamiento y representaciones que sirven de terreno fértil para que la cultura del consenso --aún por algún tiempo-- siga cosechando frutos. Con el cinismo y la doble moral que mantiene encarcelados en condiciones de excepcional dureza a los cinco cubanos, por enfrentar el terrorismo, mientras facilita el tratamiento privilegiado y la liberación de un terrorista como Posada Carriles. Ello ocurre en una nación en la cual sus estructuras políticas han decidido nada menos que levantar un muro fronterizo que lo separe de su vecino del Sur, y legalizar todo un sistema de torturas.
En una intervención realizada en Dos Ríos, conmemorando la caída en combate de nuestro Héroe Nacional, Abel Prieto, recordaba que Martí había sido un anticipador, como crítico demoledor de los valores negativos del capitalismo que propugnaban desde entonces los Estados Unidos, y resaltaba la significación de sus análisis desmitificadores acerca de aquella sociedad, signada por el culto al egoísmo y la corrupción, por un modelo económico competitivo y consumista. Y lo ilustraba con palabras martianas: “los hombres no se detienen a consolarse y a ayudarse. Nadie ayuda a nadie. Nadie espera en nadie... Todos marchan, empujándose, maldiciéndose, abriéndose espacio a codazos y a mordidas, arrollándolo, todo, todo, por llegar primero”… en este pueblo suntuoso y enorme, la vida no es más que la conquista de la fortuna; ésta es la enfermedad de su grandeza. La lleva sobre el hígado; se le ha entrado por todas las entrañas; lo está trastornando, afeando y deformando todo. La prosperidad es un cáncer sin los gozos del espíritu”.
El pensamiento crítico, es obvio, tiene aún mucho por hacer, con el hilo de Ariadna martiano y fidelista en sus manos, identificando los verdaderos componentes de la cultura norteamericana en la actualidad y en el porvenir, separando la realidad del mito. O, parafraseando de nuevo a Fornet, distinguiendo de modo laborioso entre la cáscara y el grano.

Jorge Hernández Martínez. Investigador y Profesor Titular. Director del Centro de Estudios sobre Estados Unidos (CESEU), de la Universidad de La Habana

13/07/2007

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