La inflación se ha reinstalado en nuestra vida cotidiana. Los economistas ortodoxos la aprovechan para exigir 'la vuelta a los 90'. Desde el gobierno se oscila entre negarla y tomar medidas ineficaces. Los trabajadores la sufren al ver bajar su capacidad de compra.
En la Argentina opera, quizás más que en ningún otra parte, el mito del 'eterno retorno'. Vuelven temas que aparecían enterrados por la historia, como si con su persistencia quisieran llamarnos la atención sobre nuestro secular estado de subdesarrollo. Quizás no haya otro que pueda adjudicarse mejor ese título que el debate sobre la inflación en nuestro país.
Acompañando diversos momentos de la historia de los últimos cincuenta años, ríos de tinta han corrido al compás de subas generalizadas de precios, momentos de estabilidad e hiperinflaciones. La discusión se había tornado aguda por última vez a comienzos de los 90, al calor de buscar causas (y culpables) para la hiperinflación de 1989. Lamentablemente, como la economía no es más que una forma de presentar las cosmovisiones políticas e ideológicas, el debate se cerró abruptamente con un ganador: el pensamiento ortodoxo liberal, que nos impuso su receta mágica: 'la convertibilidad'.
Tras la crisis de fines del 2001, y ya 'devaluada' no sólo esa explicación, sino el propio peso convertible, la reaparición de la suba generalizada de precios vuelve a poner el tema sobre el tapete.
¿De qué estamos hablando?
Es importante aclarar que el término 'inflación' no se refiere a la suba ocasional, por importante que fuera, de un bien o un conjunto de bienes. Los economistas de todas las corrientes acordamos en definirlo como 'suba generalizada del nivel de precios'. Por supuesto diferimos en cuál es el mejor indicador estadístico para expresarlo: si el Indice de Precios al Consumidor, el Indice de Precios Mayoristas, algún indicador de Canasta de Bienes, o cualquier otra herramienta que nos permita medir el siempre escurridizo 'costo de vida'. Pero cuando todos ellos coinciden en un sendero de crecimiento no tenemos dudas: nos encontramos frente al temido fenómeno 'inflacionario'.
Claro que aquí terminan los acuerdos. A partir de que comenzamos a discutir sobre las causas se abre un arco de posiciones que, obviamente, luego decanta en diferentes recomendaciones de política económica. Y a diferencia de otros temas de economía que tienen más conocimiento popular y permite al conjunto de la población opinar y tomar posición rápidamente (como deuda externa o privatizaciones), en esta cuestión el debate permanece oscuro y da lugar, entonces, a que se introduzca con más facilidad el contrabando ideológico.
La explicación 'ortodoxa'
Los economistas del establishment, defensores a ultranza de las políticas monetarias de los 90, tienen una explicación simple para la inflación: se trataría simplemente de un exceso de emisión monetaria. Es el viejo argumento que llegara a popularizar en su hora Alvaro Alsogaray: hay inflación porque el Estado gasta mucho, y para financiar su gasto emite monedas y billetes. De ahí deducen, obviamente, sus recomendaciones concretas: achicar el gasto público y proceder a 'ajustar'. Ya nos podemos imaginar en que áreas concretas se proponen reducir: el candidato es el llamado 'gasto social'.
Hay otra explicación de la inflación que, si bien proviene de una corriente de pensamiento diferente, empalma también con el discurso de la economía ortodoxa: la llamada 'inflación de oferta'. Los precios aumentan porque algunos costos estarían subiendo desmesuradamente. Con muchas reservas podemos acordar en parte con este planteo: ciertamente el incremento del valor de un insumo estratégico obliga al productor a subir el precio final. Pero la trampa ideológica está en que, cuando le preguntamos a estos economistas cuál es ese 'insumo estratégico' que estaría subiendo de precio y generando como consecuencia inflación, la respuesta es unívoca: 'los costos salariales', nos responden. Siendo claros: los trabajadores serían los culpables, ya que estarían ganando 'demasiado'. Ya nos podemos imaginar cuál es entonces la propuesta de política económica que se desprende para frenar el alza de precios.
Otras 'teorías'
Hay otros enfoques, que a primera vista son un poco más complejos, que articulan problemas de 'oferta' con otros de 'demanda'. Vamos a sintetizarlos y simplificarlos para nuestros lectores en un esquema simple: los precios subirían porque la economía está creciendo muy rápido, produciendo una demanda de bienes que no puede ser correspondida por la producción (oferta) por falta de capacidad. No podríamos seguir creciendo a este ritmo. Un ejemplo que está de moda en estos días: los niveles de producción actual demandan una cantidad de energía que el país no está en condiciones de proveer, por lo tanto o se achica por el lado de las cantidades (se racionaliza) o se incrementan los precios (tarifas eléctricas, gas, etc.). Este planteo, que solemos escucharlos en algunos economistas de la city, es el preferido por los organismos financieros internacionales a la hora de exigirle a la Argentina que 'enfríe' su economía y crezca menos. Argumento que parece sumamente perverso en un país que todavía no ha bajado de los dos dígitos su tasa de desempleo y que tiene a la mitad de la población bajo la línea de la pobreza.
¿Quién forma los precios?
Como vimos hasta aquí, este breve racconto de teorías parecerían dar como conclusión que cualquier remedio que se adopte contra la inflación implica medidas que van inexorablemente contra cualquier perspectiva de desarrollo y distribución del ingreso.
Es muy fuerte entonces la tentación a hacer como si el fenómeno inflacionario 'no existiera'. Realmente es la peor de las conclusiones que se puede tomar: la suba generalizada de precios ataca, en primer lugar, al bolsillo del trabajador, que ve descender inexorablemente su nivel de vida. La política oficial de 'acordar' precios que nadie respeta, ya que de hecho no hay sanciones, o, peor aún, de retocar los índices estadísticos para hacer 'como si' la inflación no fuera tal, conduce a un callejón sin salida.
El eje del debate, a nuestro entender, es que la mayoría de los precios estratégicos de nuestra economía no se forman como consecuencia del 'libre juego de la oferta y la demanda'. La Argentina tiene una estructura productiva extremadamente oligopolizada. Si analizamos sector por sector, vemos que en los principales aparece una, dos o a lo sumo tres grandes firmas que controlan la producción. Su poder de fijación de precios es sumamente alto. Nótese que no estamos diciendo que los otros factores mencionados (cuellos de botella en la oferta, algún eventual exceso de demanda, e incluso problemas monetarios, en particular en su relación con tipo de cambio) no existan. Pero su influencia es infinitamente menor frente al poder concreto de definir precios y márgenes de ganancia por parte de las grandes corporaciones. Además, en las últimas décadas este proceso de oligopolización llegó incluso a las redes de comercialización: una parte sustancial de la distribución minorista se hace a través de las grandes cadenas de supermercados e hipermercados, con una logística que alcanza prácticamente a todo el país.
Podemos sacar como conclusión que la verdadera lucha contra el flagelo inflacionario impone disciplinar a estos formadores de precios y controlar que sus márgenes de ganancia no excedan los parámetros normales. La actual crisis energética demuestra que existen herramientas jurídicas, como la Ley de Abastecimiento, que, si hay voluntad política de aplicarlas, sirven incluso para evitar cualquier intento de desabastecimiento, violación a controles de precios o intentos de crear un mercado negro.
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