domingo, marzo 23, 2014

El “Gallego” Antonio Soto en la Semana Trágica argentina



Se cumplieron estos días, el 95 aniversario de la Semana Trágica argentina. Uno de los acontecimientos más importantes de la historia de este país durante el siglo XX. El mítico dirigente sindical y comunista Antonio “gallego” Soto, fue uno de los protagonistas anónimos de esta heroica historia.

Antonio y Paco trabajaban de metalúrgicos en la zona de Nueva Pompeya, en la zona sur de Buenos Aires. Hacía pocos meses que había triunfado la Revolución Rusa y ambos hermanos estaban entusiasmados con todo lo que sucedía en la Rusia de los Soviet. En la Argentina gobernaba Hipólito Yrigoyen, al que la oligarquía presionaba para que ejerciera con mano dura ante los reclamos de los trabajadores.
En aquella barriada obrera de Nueva Pompeya estaban instalados los Talleres Metalúrgicos Pedro Vasena e Hijos, una de las empresas fabriles de mayor importancia en la Argentina, cuyo paquete accionario estaba mayoritariamente en manos de capitalistas británicos. Éstos se habían asociado con el industrial italo-argentino Pedro Vasena unos años antes.
Por la noche, al llegar a su casa, Antonio llevaba los periódicos obreros y allí, casi a diario, después de cenar, se suscitaban interesantes debates entre la madre y sus hijos sobre la situación política. María Concepción estaba al tanto de las ideas de sus dos hijos mayores, a tal punto que ella también simpatizaba con los ideales obreros.
Antonio traía ya desde Ferrol sus simpatías por las ideas socialistas. Cuando podía, se acercaba por el local que quedaba en Sáenz y Almafuerte y que frecuentaban militantes del ala izquierdista del partido. Con la ruptura de éste, comienza a vincularse con el recientemente fundado Partido Socialista Internacional, cuyos miembros, como él, simpatizaban con la Revolución Rusa. Entre sus compañeros de aquellos años estaba Albino Arguello, un año mayor que Soto y con quien compartía los mismos ideales. El Partido Socialista Internacional estaba dirigido, entre otros, por José F. Penelón, el chileno Luis Emilio Recabarren, Rodolfo Schmidt, José F. Grosso, Carlos Pasceil, Juan Greco, Juan Ferliní, Rodolfo Ghioldi, Aldo Cantoní, Emilio González Mellén, Augusto Khun, Victorio Codovilla, etc. También formó parte de la fundación del partido el sadense Ramón Suárez Picallo.
El dirigente Florindo Moretti recordará en el libro Tiempo de Huelga su impresión sobre Soto:
Arguelles era un peón que cuando estaba en la Capital Federal trabajaba de albañil o de changador[1] en la zona de Parque Patricios y Nueva Pompeya. Él ha sido uno de los fundadores del PC en esas zonas junto a Pedro Chiarante. Conocí esporádicamente a Argüelles en uno de mis primeros viajes a Buenos Aires. Fue el mismo Chiarante quien me lo presentó. Me dio la impresión de que era un hombre sereno, reflexivo. Soto, en cambio, daba la impresión de tener mayor cultura; más lector de los trabajos sociales, había leído a Gorki.
Pedro Molina, cuñado de Soto, señalará:
Según los comentarios que siempre se hicieron en la familia, Antonio Soto había simpatizado con la Revolución Rusa. Por sus posiciones políticas, estaba mucho más cerca del comunismo que del anarquismo.
Las condiciones laborales en aquella gran empresa eran de enorme explotación. Los trabajadores realizaban jornadas de más de once horas. Por otro lado, las condiciones de vida en los alrededores de la empresa eran de gran precariedad: casas de latas, conventillos. En el verano sufrían el calor, que la chapa de cinc mantenía y aumentaba, y en el invierno el frío calaba hasta los huesos. En aquella empresa, una de las más grandes de la Argentina, trabajaban 2.500 trabajadores, donde se entremezclaban hombres del interior con muchos inmigrantes.
Las condiciones para que estallase el conflicto estaban dadas. La explotación era tremenda. Los trabajadores sentían que era posible enfrentarse a la patronal para exigir mejores condiciones laborales. Por otro lado, la reciente Revolución Rusa los alentaba para empezar la lucha. Sólo faltaba la chispa que encendiera el gran incendio o, mejor dicho, una auténtica revolución proletaria.

2 de diciembre de 1918

La empresa Vasena rechazó la solicitud de los delegados para que fueran incrementados los salarios y las condiciones laborales. Dicha empresa consideró en rebelión a sus trabajadores, los castigó con despidos y tomó nuevo personal en el lugar de éstos. El personal de la empresa se declaró en huelga el 2 de diciembre y exigió a la patronal la reducción de la jornada de trabajo de once a ocho horas, aumentos escalonados de jornales, la vigencia del descanso dominical, etc.
La empresa no cedió a las demandas obreras; por el contrario, endureció su posición despidiendo a los delegados y apelando a la Asociación del Trabajo, organización patronal cuyo fin declarado y público era el de romper los movimientos huelguísticos mediante la utilización de elementos desclasados. Esta organización parapolicial de los terratenientes estaba presidida por un hijo predilecto de la oligarquía, Joaquín de Anchorena, mientras que la Liga Patriótica Argentina estaba dirigida por el ultrarreaccionario Manuel Carlés.
Ambas entidades se dedicaban a la tarea de asaltar sindicatos y redacciones obreras, crear “sindicatos libres”, reclutar rompehuelgas, etc. La huelga y el enfrentamiento con la patronal se prolongaron durante todo el mes de diciembre.

4 de enero 1919

El gerente de Vasena solicitó al Ministro del Interior que le enviara refuerzos policiales. Aducía para tal pedido el argumento de que existía entre los huelguistas un estado de "abierta rebelión". Ponía como ejemplo el hecho de que éstos habían cortado los cables eléctricos, interrumpido el aprovisionamiento de agua y lanzado ataques diarios contra los carros en los que la empresa traía los materiales a la fábrica desde un depósito externo.

5 de enero

Este día produjo una escaramuza entre varios huelguistas y una de las patrullas policiales que el gobierno había destacado para proteger el perímetro externo de la empresa. Un cabo resultó muerto.

6 de Enero

En el sepelio del cabo, el Jefe de Policía pronunció esta amenazadora arenga:
La situación por la que se atraviesa no debe alarmar al elemento sano: las fuerzas de esta capital son suficientes para restablecer la normalidad. Es necesario, sólo, la cooperación de los ciudadanos; por ineludible deber patrióticono interrumpir su actividad ordinaria, denunciar a los malos elementos, para que sufran la justa sanción que su inicua conducta los hace acreedores. ¡Argentina: no desmintáis la tradición de nuestros padres!

7 de enero

El día amanece caluroso. La temperatura estaba en aumento, así como también el ambiente político. Por la mañana, Antonio desayuna como de costumbre con algunos mates y las típicas galletas de grasa. Antes de salir para Pompeya, la madre le recomienda que se cuide. Al mediodía, los termómetros marcaban los 35 grados de temperatura.
Aquel día se produce un hecho que va a hacer estallar el conflicto: un convoy de chatas[2] conducidas por rompehuelgas marchan nuevamente en busca de materias primas esenciales para el funcionamiento de la fábrica. La Asociación del Trabajo, además de haber contratado a los carreros, reclutándolos entre el elemento más desclasado del arrabal, había dispuesto una fuerte custodia de éstos mediante una difusa guardia de matones y policías.
A medida que la formación se adentraba en las barriadas obreras del sur porteño, los obreros huelguistas, acompañados por sus familias, intentaron detener pacíficamente a los crumiros. La crónica publicada al día siguiente por La Nación, un órgano periodístico al que no se puede acusar de obrerista, recoge los hechos iniciales del Gran Incendio:
Al penetrar en el barrio obrero, los peones que iban en los carros del convoy eran a cada momento interpelados por los huelguistas. Hombres, mujeres y niños los seguían a pocos metros de distancia, los incitaban a abandonar el trabajo y les gritaban “carneros”[3]. Los huelguistas siguieron así hasta que los carros pasaron frente al destacamento policial, pero a medida que estos se iban alejando del destacamento y aproximándose a los talleres, crecía la indignación de los obreros.
El convoy siguió avanzando y entonces, tras los gritos de “carneros” que le propinaban estos hombres, mujeres y niños agobiados por el calor y por la injusticia, empezaron a caer sobre la anatomía de los rompehuelgas piedras y maderas.
Antonio y Paco fueron parte de aquellos obreros indignados que intentaron darle una lección a aquellos traidores a su clase que no hacían otra cosa que hacer fracasar la huelga. Ante esto, la policía que custodiaba las chatas cargó contra los huelguistas a sablazos y con armas de fuego. El saldo de esta desmesurada represión fue el de cuatro obreros muertos y más de treinta heridos, algunos de los cuales, debido a la gravedad de sus heridas, fallecieron poco después.
El Partido Socialista Internacional, en un comunicado señala:
…protesta enérgicamente contra la masacre realizada el martes en avenida Alcorta contra los obreros de Vasena. Solicita la solidaridad de todos los trabajadores con dichos obreros y hace augurios para su triunfo. Invita a la clase obrera a concurrir al sepelio de las víctimas…
El suceso conmovió a los obreros metalúrgicos porteños en particular, y en ese estado la Sociedad de Resistencia Metalúrgica (“Sociedad de Resistencia” era la usual denominación de los gremios en esa época) lanzó un paro general para todo el gremio. Los obreros marítimos, que en ese momento también estaban en huelga, apoyaron a sus compañeros metalúrgicos, al igual que sectores ferroviarios en conflicto salarial con las empresas extranjeras; también se solidarizaron los trabajadores del calzado, los municipales, los telegrafistas y los empleados postales.

8 de enero

Pese a esta reacción en cadena, tanto el gobierno como la prensa minimizaron en un principio los hechos del día 7. Aun la representación parlamentaria de izquierda reformista no tomaba cabal conciencia de la entidad de la represión y la aceleración que ésta impondría al conflicto social. Así, el 8 de enero, en la Cámara de Diputados, el socialista Nicolás Repetto propone que en el temario de las sesiones extraordinarias se incorpore el debate sobre los sucesos del día anterior, pronunciando esta alocución:
Un importante barrio de la ciudad ha sido teatro ayer, señor presidente, de un episodio sangriento que debe haber producido una impresión muy desagradable, dolorosa para todos los argentinos que se interesan en el progreso real de la cultura colectiva... Los conflictos sangrientos en las huelgas se deben principalmente a estas causas: primero, a la falta de serenidad por parte de la autoridad encargada de mantener el orden; segundo, a la falta de comprensión e impermeabilidad cerebral de algunos que se resisten obstinadamente a aceptar de una vez las buenas prácticas gremiales y obreras que ya están difundidas en el mundo todo; y por último, a la falta de serenidad de los obreros.
El parlamentario socialista es coherente con la postura de su partido. Aunque señala como grandes culpables de lo sucedido a la empresa Vasena y a la policía, también los obreros son culpables “por su falta de serenidad”. El Partido Socialista Argentino es decididamente bernsteiniano y juega sus cartas a la evolución y la integración pacífica de la clase obrera mediante reformas sociales progresivas dentro del sistema capitalista, antes que a la lucha de clases. Si esa es la postura del bloque de izquierda en la Cámara de Diputados, se puede entender por qué los representantes del centro y la derecha (radicales y conservadores) terminen negando el quórum necesario para que la sesión avance en busca de una solución que imponga leyes de urgencia a un incendio que amenaza con extenderse fuera de toda previsión. La sesión es levantada en la madrugada del día 9 de enero, la jornada que marcará un hito en la historia argentina moderna. Aquel día de enero, en talleres y fábricas, en calles, plazas o lugares públicos de los barrios proletarios, se suceden asambleas convocadas por los “Sindicatos de Resistencia” de los distintos oficios, adheridos o no a alguno de los dos agrupamientos en que se encuentra dividida desde 1915 la Federación Obrera Regional Argentina (FORA): el sector anarquista nucleado en la FORA del V Congreso, y el sector sindicalista que conduce la FORA del IX Congreso.

9 de Enero

El jueves tanto la ciudad de Buenos Aires como la vecina Avellaneda vieron recorrer sus calles por piquetes de huelguistas que garantizaban la efectividad del paro. Incitaban a los trabajadores que se encontraban cumpliendo tareas a que las abandonaran. En el caso de los empleados de comercio, fue una mezcla de coerción y convicción lo que los hizo desertar de tiendas y mostradores. Al mediodía, los negocios habían cerrado sus puertas. A esa misma hora, tras ser atacados algunos tranvías, los transportes dejaron de funcionar. Buenos Aires se había quedado paralizada. La huelga general alcanzaba una proporción de acatamiento nunca vista en la historia reivindicativa del movimiento obrero.
Desde horas de la mañana, los huelguistas habían rodeado los Talleres Metalúrgicos Vasena. Dentro de la planta, directivos de la empresa negociaban con delegados de la FORA del IX Congreso la posibilidad de establecer las condiciones que pusieran fin al conflicto. Inquietantemente, también participan en la reunión miembros de la Asociación del Trabajo, a la cual habían concurrido con un ejército de matones a sueldo que, pertrechados con armas largas, se habían posicionado estratégicamente en los techos de la fábrica. La tensión dentro y fuera del establecimiento fabril era evidente.
Mientras tanto, a las tres de la tarde comenzó a marchar el cortejo fúnebre que acompañaba hasta el cementerio de la Chacarita los restos de los trabajadores caídos el día 7. Miles de personas de la clase obrera, sin distinción de edad ni de sexo, integraban la mortuoria procesión. Al pasar cerca de la empresa Vasena ocurrió la primera agresión a la columna: los matones de la Asociación del Trabajo hicieron fuego contra ella desde la azotea. El grueso continuó su marcha hacia la avenida Corrientes para dirigirse por ésta hacia la necrópolis, mientras que algunos grupos se desprendían y, uniéndose a los sitiadores, intentaban incendiar las instalaciones de la empresa embistiendo los portones con carros de basura a los que habían prendido fuego. Los obreros tenían grupos de autodefensa pero estaban en inferioridad de condiciones con relación a policías y bomberos. Cada vez que el cortejo pasaba frente a una armería, un pequeño grupo se desprendía y tomaba por asalto el comercio para apropiarse de revólveres, carabinas, cuchillos y municiones. Al llegar la columna a Yatay y Corrientes, una parte de la manifestación penetró en el convento del Sagrado Corazón de Jesús gritando consignas anticlericales. Fueron recibidos a balazos por policías y bomberos que estaban dentro y que mataron a varios manifestantes.
Reiniciada la marcha, se produjo un nuevo tiroteo al pasar frente a la comisaría 21. Finalmente, hacia las cinco de la tarde el cortejo llegó al cementerio de la Chacarita. Este es el lugar y el momento en que se produce la gran matanza. Mientras hacía uso de la palabra un delegado de la FORA del IX Congreso, los trabajadores fueron atacados por la policía y los bomberos que se habían atrincherado en los murallones. Las balas partían de todas partes. Fue una masacre. La prensa burguesa registró doce muertos, dos de ellos mujeres; los periódicos obreros elevaron la suma a cincuenta víctimas fatales.
La represión enfureció a los trabajadores y potenció su combatividad. Grupos de huelguistas que retornaban del cementerio atacaron a cuanto policía o bombero se les cruzaba por el camino. Hubo tiroteos en casi todos los barrios, e incluso fueron atacados a balazos los trenes que partían de las terminales ferroviarias de Retiro y Constitución.
Frente a la fábrica Vasena, una vez conocida por los sitiadores la masacre perpetrada en el cementerio, éstos, ardiendo de odio y venganza, comenzaron a disparar contra los matones apostados en los techos. Entonces, la policía atacó con armas largas y ametralladoras a los huelguistas. Lejos de dispersarse, los obreros resistieron y sólo la llegada de un destacamento del ejército logró ahuyentarlos.
Al caer la noche, la ciudad estaba en manos de los trabajadores y en completa oscuridad, ya que una de las tareas que fervorosamente cumplieron en ese anochecer los chicos proletarios, con la alegría inconsciente propia de su edad, fue la de, a gomerazo[4]limpio, no dejar farol de alumbrado en condiciones de iluminar. La policía, desbordada por los acontecimientos, se replegó en las comisarías en completa confusión y temor. En las seccionales policiales de la Boca y Barracas los uniformados entraban en pánico cuando algún pibe se acercaba a apedrear las lámparas que iluminaban el entorno de las comisarías y luego, a la carrera, se perdía por los pasillos de los conventillos cercanos.
Parecía que la tan esperada revolución estaba a la vuelta de la esquina. Así parecieron creerlo los anarquistas cuando en la madrugada del día 10 emitieron la siguiente declaración:
Reunido este Consejo con representantes de todas las sociedades federadas y autónomas, resuelve: proseguir el movimiento huelguístico como acto de protesta contra los crímenes del Estado, consumados en día de ayer y anteayer; fijar un verdadero objetivo al movimiento, el cual era pedir la excarcelación de todos los presos por cuestiones sociales; conseguir la libertad de (Simón) Radowitzky y (Apolinario) Barrera, que en estos momentos puede hacerse, ya que Radowitzky es el vengador de los caídos en la masacre de 1909; y sintetizar una aspiración superior. (...) En consecuencia, la huelga sigue por tiempo indeterminado. A las iras populares no es posible ponerles plazo: hacerlo es traicionar al pueblo que lucha. Se hace un llamamiento a la acción.
Reivindicaos, proletarios. ¡Viva la huelga general revolucionaria!
El Consejo General. Manifiesto FORA del V Congreso.
Esta declaración derramaba optimismo y reflejaba de modo prístino las irrealidades a las que eran tan propensos a caer los comunistas libertarios. Sus rivales sindicalistas hacían una lectura más adecuada y real de los hechos que se estaban viviendo.
La noche del 9 al 10 de enero la ciudad de Buenos Aires escapó al control del Estado y se registraron ataques a sus representantes, si bien lo cierto es que estas operaciones fueron realizadas exclusivamente por grupos restringidos. La masa obrera que había participado en el cortejo fúnebre seguía dispuesta a continuar con la huelga, pero se mostraba renuente a aceptar el “llamamiento a la acción” que le efectuaba la central obrera anarquista. Los ataques a las patrullas policiales y luego a los efectivos del ejército tendrán a partir del día 10 como protagonistas esenciales a esos grupos selectos antes que a grandes masas que dominan las calles a fuerza de número, como sí había ocurrido el día 9. Los obreros, en líneas generales, mirarán con simpatía a estos grupos de acción directa pero no sabrán (o no querrán) participar en escaramuzas y combates contra las fuerzas de represión.

10 de Enero:

En la mañana del día 10, la ciudad de Buenos Aires aparecía cubierta por un ominoso silencio en sus zonas céntricas y en los barrios privilegiados, mientras que en las barriadas proletarias hombres, mujeres y niños iban y venían en evidente estado de agitación, cumpliendo y haciendo cumplir el paro de actividades. La huelga por tiempo indeterminado declarada por los anarquistas sumaba ahora también ese carácter sin término de finalización a la declarada por la FORA del IX Congreso, medida ésta dispuesta en la madrugada por los sindicalistas en repudio a la represión y la matanza de obreros de la víspera, y a la persistencia en la negativa de los directivos de la empresa Vasena de acceder al pliego de condiciones.
También se sumó a la huelga el gremio más poderoso del país, la Federación Obrera Ferroviaria, que agrupaba a la mayoría de los trabajadores del riel. De tendencia sindicalista con fuerte presencia socialista, su adhesión paralizaba el transporte a lo largo y ancho de la República, lo que constituía un factor más de alarma para el gobierno.
La situación era realmente complicada para el Poder Ejecutivo. Desde la noche anterior, las calles habían quedado en poder de los obreros, quienes dispusieron que los únicos vehículos autorizados para circular deberían estar identificados con la sigla de la FORA pintada en una bandera roja. Los canillitas voceaban solamente los dos periódicos proletarios más importantes: La Protesta (anarquista) y La Vanguardia (socialista). Grupos de trabajadores recorrían las panaderías fijando los precios máximos y confiscando la mercancía donde encontraban resistencia. En los barrios obreros, señala un cronista, se improvisaban mítines para dar rienda suelta a la verba revolucionaria. Parecía, comenta otro, que todo el mundo aguardaba la producción de algo que debía suceder.
A lo largo de la mañana de ese 10 de enero, nuevas malas noticias llegaban a la Casa Rosada. La huelga se había extendido a las principales ciudades argentinas y a las zonas rurales del sur de la provincia de Santa Fe, este de la de Córdoba y el centro-norte bonaerense, y se transformaba en internacional al solidarizarse el movimiento obrero uruguayo que protagoniza, en una paralizada Montevideo, violentas escaramuzas contra la policía oriental.
Pero, mientras tanto, se iba concentrando un formidable aparato represivo. A las fuerzas policiales del escuadrón de seguridad y los bomberos armados se habían sumado ya las tropas de la 1ª y 11ª División del Ejército, y en Dársena Norte atracaban los acorazados Belgrano y Garibaldi y desembarcaba marinería en alerta de zafarrancho de combate. Dellepiane contó pronto con más de diez mil hombres perfectamente equipados y una reserva de otros tantos efectivos listos para actuar como tropas de apoyo y recambio.
Cuando aparecieron las primeras patrullas por las calles céntricas, fueron recibidas con vítores y aplausos. No ocurría lo mismo en los barrios obreros:
Se nos hacía fuego desde varios lugares a la vez -recuerda un inspector de policía destacado en la Boca-, desde lo alto de las azoteas, por las ventanas abiertas de las casas de madera, y aun desde los zaguanes. Pensé que la revolución, que habíamos adjudicado a un sector circunstancial de la población, tomaba las graves proporciones de una insurrección armada de todo el pueblo.
Por todas partes se levantaban barricadas con adoquines arrancados de la calle, tranvías y carros volcados, y otros elementos. Sus ocupantes las defendían tenazmente, y cuando después de violentos combates eran desalojados por las tropas, se refugiaban en otras para reanudar la lucha desde allí.
Muchas calles se convirtieron en verdaderos campos de batalla, pero las tropas se imponían y comenzaban a practicar numerosas detenciones; para liberar a sus compañeros, células anarquistas se lanzaron al asalto de las comisarías.
Una excepción a los ataques de pequeños grupos a las seccionales policiales lo constituyó hacia las tres de la tarde el asedio a la comisaría 9ª por parte de medio millar de obreros, con el objetivo de liberar a los presos. Fallaron en su intento al ser repelidos desde el interior del local con nutrido fuego de armas largas, lo cual produjo varios muertos y el desalojo de los trabajadores. Sin embargo, no todos los declarados ataques a comisarías fueron reales: el pánico policial, agravado por la constante tensión, la falta de sueño y los alarmantes rumores, generó en las fuerzas estatales de represión una notable psicosis que los hizo protagonizar numerosos incidentes. Ante la más mínima sospecha de peligro, los comisarios seccionales ordenaban abrir fuego a diestra y siniestra, aterrorizando a los vecinos y contribuyendo a la confusión general. El caso más grave ocurrió ya entrada la noche en el Departamento Central de Policía, convertido en cuartel general de las fuerzas represivas. Con el marco de una completa oscuridad, sus ocupantes se balearon entre sí y acribillaron las viviendas circundantes durante más de media hora, hasta que llegó el general Dellepiane y logró poner fin al caos desatado. Algo parecido ocurrió en el Correo Central, y ambos "asaltos" fueron publicitados como pruebas de la peligrosidad del movimiento huelguístico y de su intención de tomar el poder.
A última hora de esa agitada jornada, las fuerzas estatales de represión comenzaron muy lentamente a dominar la situación, lo que dio cierto alivio al Gobierno. Éste, por su parte, desde temprano trataba apresuradamente de encontrar un camino de acuerdo con los sectores menos recalcitrantes del movimiento obrero, y se ofrecía a mediar de manera compulsiva para resolver el problema inicial que había desatado el caos que se estaba viviendo.
Es en ese sentido en el que se entiende la forma intempestiva en que a mediodía del día 10 es conducido a la Casa Rosada el empresario Alfredo Vasena, quien desde el fallecimiento de su padre Pedro en 1916 era el principal directivo de la conflictiva empresa metalúrgica. Acompañado por el embajador inglés, se presenta ante un Hipólito Yrigoyen que lo conmina a acceder a las reivindicaciones de sus obreros. El presidente le manifiesta que esto era una necesidad imperiosa no solo para el gobierno, sino para la propia clase capitalista, que veía azorada cómo un pequeño conflicto había desembocado, a partir de la intransigencia patronal, en una huelga revolucionaria con formas embrionarias de lucha armada que estaba poniendo en peligro al sistema en su conjunto. Presionado, Vasena accedió a las demandas.
Entre tanto, los dirigentes de la FORA del IX Congreso realizaban consultas con delegados de algunos gremios, y resolvían reducir al mínimo las condiciones para el levantamiento de la huelga: aceptación de la demanda de los obreros de Vasena, liberación de los presos sociales y prescindencia del gobierno en el conflicto que sostenían los marítimos. Una comisión transmitió esas condiciones al Jefe de Policía, Elpidio González. A primera hora de la tarde fueron recibidos en la Casa Rosada. Yrigoyen les comunicó el acuerdo al que minutos antes se había comprometido Vasena.
En virtud de ello, hacia las 21 horas la asamblea de delegados de la FORA del IX Congreso, convocada de urgencia, resolvió levantar la huelga general. Sin embargo, algunos trabajadores se mostraban renuentes a cesar la lucha. Muchos consideraban que no había que levantar la huelga a cambio de tan ínfimas concesiones en momentos en que ésta estaba en su apogeo y mientras se sufría una sangrienta represión. Incluso aquellos que se adherían al sindicalismo acusaban a los dirigentes gremiales de esta corriente de traición, negándoles potestad para liquidar un movimiento que no habían iniciado.
A partir de las 22 horas, pequeños grupos armados se acercaban a las comisarías protegidos por la oscuridad circundante e intentaban su asalto, lo que producía largos tiroteos en donde los grupos atacantes llevaban la peor parte. Destacamentos del ejército fuertemente pertrechados hacían un llamamiento para que la misma unión mantenida durante el grandioso movimiento sea mantenida al volver al trabajo. En igual sentido se manifestaban los partidos de izquierda: Socialista, Socialista Argentino (una escisión del primero originado en 1915 por una disidencia de Alfredo Palacios con la conducción justista) y Socialista Internacional (que poco tiempo después cambiaría su nombre por el de Partido Comunista). Este último partido distribuye un manifiesto que señala:
Frente a la huelga general, el Comité Ejecutivo exige al gobierno: retirar las fuerzas armadas del ejército y de la policía de los lugares públicos, terminar con las represalias contra los obreros, apoyar la proposición de la FORA y terminar la huelga mediante la admisión de todos los obreros despedidos y la libertad de todos los presos por causas sociales. ¡Basta de sangre!
De una crónica callejera, publicada en un boletín de La Protesta, tomamos estos apuntes del primer día de paro:
El pueblo está para la Revolución. Lo ha demostrado ayer al hacer causa común con los huelguistas de los talleres Vasena. El trabajo se paralizó en la ciudad y barrios suburbanos. Ni un solo proletario traicionó la causa de sus hermanos de dolor. Entre los diversos incidentes desarrollados en la tarde de ayer, citamos los que siguen: el auto del jefe policial fue incendiado en San Juan y 24 de Noviembre. Los talleres Vasena fueron incendiados por la muchedumbre. En la manifestación a la Chacarita, fue desarmado un oficial de policía. En San Juan y Matheu fue asaltada y desvalijada una armería. En Prudán y Cochabamba se levantó una barricada con carros y tranvías volcados, en la que quince marinos ayudaron a los obreros. En Boedo y Carlos Calvo fue asaltada otra armería. Las estaciones del Anglo, Caridad, Central y Jorge Newvery se paralizaron por completo. En Córdoba y Salguero, los huelguistas volcaron un tranvía, otro en Boedo e Independencia, y en Rioja y Belgrano otro. Hay otra infinidad de tranvías abandonados en medio de las calles, y las calles en los barrios de Rioja y San Juan se atestaron de gente del pueblo. Doscientos mil obreros y obreras acompañaron el cortejo fúnebre con demostraciones hostiles al gobierno y a la policía. Las manifestaciones obligaron a las ambulancias de la asistencia pública a llevar banderita roja, y se impidió que se llevara en una de ellas a un agente policial herido. En la calle Corrientes, entre Yatay y Lambaré, a las cuatro de la tarde, quemaron completamente dos coches de la compañía Lacroze. Se arrojaron los cables al suelo. Aquí también un soldado colaboró con el pueblo después de tirar la chaquetilla. En la esquina de Corrientes y Río de Janeiro se intercambiaron varios tiros entre los bomberos y el pueblo, y se logró ponerlos en fuga; se refugiaron en la estación Lacroze, Corrientes y Medrano. Por la calle Rivadavia el pueblo marcha armado con revólveres, escopetas y máuseres. En Cochabamba y Rioja fue volcada una chata cargada de mercancía y repartida entre el pueblo. En las calles San Juan y 24 de Noviembre, un grupo de obreros atajó e incendió el automóvil del comisario de la sección 20. Todas las puertas del comercio están cerradas. Los ánimos se encuentran excitadísimos. En Rioja y Cochabamba un oficial de policía, en un tumulto, recibió una puñalada bastante grave. Estalló un petardo en el subterráneo de la estación 11, con lo que el tráfico quedó interrumpido completamente. Un automóvil de bomberos fue incendiado en la calle San Juan. Los bomberos entregaron las armas a los obreros sin ninguna resistencia. La policía tira con balas dum-dum. Buenos Aires se ha convertido en un campo de batalla. Sigue el cortejo fúnebre rumbo a la Chacarita. Los incidentes se repiten con harta frecuencia.

11 de enero

El gobierno dio a conocer por todos los medios de prensa el acuerdo alcanzado el día anterior con la FORA del IX Congreso y con la empresa Vasena. Como resultado, ésta última recolocaría en sus puestos de trabajo a todos los trabajadores despedidos a la vez que otorgaría un sustancial aumento de sueldo e implantaría la jornada de 8 horas, eliminando el trabajo a destajo.
El poder Ejecutivo Nacional, por su parte, se comprometía a liberar a los presos políticos y gremiales (con la notoria y expresa excepción de Simón Radowitzky y Apolinario Barrera) y a no emplear el uso de la fuerza en el conflicto de los trabajadores marítimos. Conseguidos en apariencia ambos objetivos, la FORA sindicalista había resuelto dar por terminada la huelga general. Pero la huelga seguía. Sólo retornaron en esa jornada al trabajo determinados sectores de asalariados: los obreros de los frigoríficos, en su gran mayoría centroeuropeos recientemente llegados al país o criollos provenientes de la profunda Argentina mestiza, ambos sin gran conciencia de clase; y los empleados de comercio, un gremio de “cuello blanco” integrado por sectores que se identificaban, pese a la explotación que sufrían, con los usos y costumbres de la clase media, y que se habían adherido a la huelga general más por temor que por convicción.
Estos retornos al trabajo de esos puntuales sectores no impedían que nuevos sindicatos en toda la geografía de la República se sumaran a la medida de fuerza, en contra de lo resuelto por la FORA del IX Congreso. También seguían en huelga, aunque por motivos particulares, los marítimos y los ferroviarios, a los que se sumaron los tranviarios, que obtuvieron la solidaridad de carreros y chóferes. La circulación continuaba entonces paralizada, lo que dificultaba la reanudación de otras actividades. Se agravaban los problemas de abastecimiento de productos básicos, ya que no llegaba leche, verduras ni hortalizas; tampoco se faenaba carne y frente a las panaderías se formaban largas colas. En las desoladas calles, la basura seguía sin ser recogida, lo que provocaba, gracias a las altas temperaturas, un hedor insoportable. Los tiroteos, mientras tanto, no cesaban, y los registros de locales y domicilios provocaban frecuentes enfrentamientos entre obreros y policías en los que los primeros, cada vez con mayor frecuencia, llevaban la peor parte.
Hacia el día 11 se torna evidente que el sector sindicalista ha sido sobrepasado por las masas, que no acatan su orden de levantar el paro. Pero, al mismo tiempo, la huelga está llegando a un cénit que es paradójicamente su límite. Cuanto más descontrol dimana de la praxis huelguística, más circunscriptos a su propia clase social quedan los huelguistas. Si al comienzo del conflicto en los Talleres Vasena, y hasta el entierro de las víctimas obreras del enfrentamiento ocurrido el 7 de enero con los crumiros y matones de la Asociación del Trabajo, realizado el día 9, algunos sectores de la pequeña burguesía vieron con simpatía la lucha de los trabajadores, a partir de lo acontecido en esa última jornada y en las subsiguientes, esa mirada desapareció dando lugar a una sensación de terror frente a una inminente “revolución social”. La clase media estaba convencida de que los anarquistas acabarían con las libertades individuales y con el derecho de propiedad. Así se entiende el aplauso generalizado de la pequeña burguesía a las tropas de Dellepiane que venían a restaurar el orden.

12 de enero

A partir del 12 también disminuyó notablemente el número de enfrentamientos entre las fuerzas de represión y los huelguistas. Estos estaban a la retirada y ahora sufrían de manera asimétrica la persecución de fuerzas policiales que no dudaban en disparar “preventivamente” ante cualquier esbozo, real o supuesto, de trabajadores reunidos con fines combativos en la vía pública. Las razzias "patrióticas" que mantenían el terror blanco en los barrios obreros contribuían a la perduración del ambiente de violencia. A todo esto, el gobierno no cumplía con su promesa de liberar a los presos y una delegación de la FORA del IX Congreso se entrevistó con Yrigoyen para reclamarlo. El gobierno comenzó a ordenar liberaciones a partir del día 16, pero éstas se producían por resolución del Poder Ejecutivo Nacional, de modo que si el encarcelado era extranjero era deportado, por aplicación de la Ley de Residencia; y si era argentino con antecedentes prontuariales, quedaba en la cárcel a disposición de la justicia ordinaria.

Victoria proletaria

A mediados de mes, la Semana Trágica había terminado. El precio de la victoria fue muy elevado: 800 muertos, 4.000 heridos y millares de presos. El intelectual anarquista Diego Abad de Santillán establece en 20.000 los encarcelados en la ciudad de Buenos Aires y 30.000 más en el resto de la República.
Tras el triunfo proletario comenzaron las detenciones masivas sobre muchos trabajadores. La policía, con el apoyo de las organizaciones parapoliciales, organizaba grandes redadas en sus propios barrios. Pasaron por la amarga experiencia de la detención y la tortura no sólo los anarquistas que se habían constituido en el blanco predilecto de la represión, sino también sindicalistas y militantes de partidos de izquierda.
Tanto Soto como su hermano Paco tienen que escapar de la barbarie de las hordas fascistas, que asolaban los barrios obreros.
Mi cuñado y su hermano Paco -nos cuenta Pedro Molina, cuñado de Soto- tuvieron que esconderse en un tanque de agua que estaba vacío, para evitar que fueran detenidos y asesinados. Los grupos de la Liga Patriótica los estaban buscando para vengarse de su participación en la Semana Trágica. Después de algunos días de ocultamiento, Antonio decidió marcharse para el sur patagónico, hasta que pasara el terror establecido.
Es así como Antonio Soto se embarca rumbo al sur argentino. Contacta seguramente en el viaje con una compañía de teatro española que iba haciendo representaciones por los puertos patagónicos.
Luego vendran los acontecimiento de la Patagonia Rebelde, pero esa es otra historia.

Lois Pérez Leira

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