Blog marxista destinado a la lucha por una nueva sociedad fraterna y solidaria, sin ningún tipo de opresión social o nacional. Integrante del Colectivo Avanzar por la Unidad del Pueblo de Argentina.
domingo, marzo 16, 2014
Hipólito Etchebéhère, jefe militar del POUM
Para volver a pegar los trozos de su corazón, que quebró en seco la bala de Atienza ese 16 de agosto de 1936, busqué sus cuadernos. Miré su letra enhiesta como su voluntad, clara como su mirada. Hay un sumario del libro que pensábamos escribir sobre la derrota de la clase obrera alemana en 1933; páginas y más páginas con los testimonios que recogimos en 1928, en el terreno mismo de los sucesos, acerca de la huelga de los obreros ganaderos de Santa Cruz, en la Patagonia argentina; notas de lectura, apuntes para artículos.
En España, me dice en una carta fechada el 27 de mayo de 1936: "El espíritu político ha prendido de manera vivísima. Más aún que en Alemania. Hasta los niños hacen política. Jeanne Buñuel me ha contado que estando ella en el parque con su niñito se le acercó una pequeña pandilla de chicos que jugaban allí cerca y le preguntaron (debido sin duda a que llevaba un pañuelo rojo al cuello): "Es usted también UHP ,¿no es verdad, camarada?", -"Sí". "¿y el chavalín también?" (tiene año y medio, creo). -"Sí". Entonces se hicieron mutuamente el saludo con el puño en alto: -"Salud, camarada". ..
De los 36 años que tenía Hipólito Etchebéhère cuando cayó en Atienza, 17 estuvieron totalmente dedicados a esa lucha revolucionaria que se le metió en el corazón un día de enero de 1919, cuando desde el balcón de su casa vio a la policía montada arrastrar atados a sus caballos a judíos de barba blanca sacados del "gheto" de Buenos Aires.
A los judíos se les llamaba todavía por entonces rusos. Ser ruso era ser bolchevique, responsable de la lucha que llevaban los obreros de vasena en una huelga que por su magnitud y firmeza hacía temblar a la burguesía.
En esa "semana trágica" de enero que quedó en los anales de la represión argentina como un hito sangriento, Hipólito Etchebéhère entró en la revolución como otros entran en una orden religiosa, por siempre, hasta el último latido de su corazón, con un odio lúcido y razonado, alerta siempre, afilado cada día, tenso como la cuerda de un arco listo para disparar contra ese orden social absurdo, asesino, rapaz.
Sus primeros pasos de militante fueron anarquistas. En lo días que siguieron ala "semana trágica" escribió afiebradamente un folleto titulado "Escucha la verdad", y lo fue repartiendo a los policías que hacían guardia en las calles. Pocas horas después estaba en la cárcel por delito contra la seguridad del Estado.Por ser hijo de una familia bien considerada y estudiante universitario, no lo enviaron al siniestro presidio de Ushuaia, en el extremo sur argentino.
Cuando salió en libertad abandonó la casa paterna para no comprometer más a los suyos y con un puñado de estudiantes formó el grupo universitario Insurrexit, núcleo tan ardiente, tan combativo, que en dos años de existencia marcó a toda una generación, no sólo argentina, sino de toda Sudamérica.
El marxismo y la revolución rusa lo llevaron a las filas del partido Comunista. Por su inteligencia y su temple se destacó enseguida. Orador apasionado, conocedor como ninguno de los jefes del Partido Comunista del marxismo y el leninismo, el comité central hizo cuanto pudo por ganarlo a sus puntos de vista.
Cuando empezó en Rusia la lucha contra Trotski, Etchebéhère, fervoroso admirador del jefe del Ejército Rojo, abrazó su causa. Y era tal su dimensión revolucionaria, tan íntegra su conducta, tan entregada su vida de militante, que al ser expulsado del partido lo fue únicamente por trotskista, labor fraccionalista y antibolchevique.
Su salud delicada -una tuberculosis incipiente- muy quebrantada por los años de privaciones y actividad desmedida, exigía una temporada de reposo, que él aprovechó para intensificar sus estudios marxistas. ..y militares. En sus cuadernos aparecen constantemente rastros de esta preocupación militar: una serie de dibujos pequeñitos ilustrando el despliegue en guerrilla, descripción comentada de una ametralladora aérea, plan de un cursillo abreviado para oficiales, etc.
Vinieron luego nuestros años patagónicos, la mayor tentación de nuestras vidas para quedarnos en esas tierras bravías, solitarias, barridas por los vientos en la costa, remansadas en los paisajes de la pre-cordillera y la cordillera de los Andes. Eran esas tierras por entonces todavía tierras de aventura, con la fortuna fácil al cabo de tres o cuatro años de trabajo, y una existencia ancha, sin trabas ciudadanas, junto a seres que parecían salidos de los libros de Jack London.
Tentación digo, y muy grande, pero los votos pronunciados en la extrema juventud nos la vedaban, y con los pesos ganados en una temporada de intenso trabajo marchamos a Europa en busca de la lucha que parecía más próxima en esos países de sólidas organizaciones obreras.
Desembarcamos en España dos meses después de proclamada la República. Nos calentamos el corazón al fuego de aquellas manifestaciones tumultuosas que reclamaban la separación de la Iglesia y el Estado, comprobamos que la guardia de asalto republicana ya sabía dar palos como cualquier policía veterana, aprendimos a querer al pueblo español y emprendimos viaje a Francia.
En París, libres de preocupaciones materiales, dedicamos todo nuestro tiempo a estudiar economía política, sociología y cuanto nos parecía necesario para completar nuestra formación de militantes revolucionarios.
En octubre d e 1932, seguros de hallar en Alemania una tierra abonada para la lucha decisiva, llegamos a Berlín. Para perfeccionar el idioma y acercarnos a los obreros nos inscribimos en la Escuela Marxista del Partido Comunista, que era también una escuela a secas con clases para adultos, y que fue para nosotros la escuela donde aprendimos a juzgar la política paralizadora, nefasta, de la Internacional Comunista, fielmente ejecutada por los jefes del PC alemán.
Los militantes repetían como autómatas la burda interpretación del nacional-socialismo que difundía la Internacional Comunista; trataban a los obreros social-demócratas de social-fascistas, pero eso sí, desfilaban en manifestaciones tan densas, tan disciplinadas, tan evocadoras de un verdadero ejército revolucionario por las escuadras de combate que marchaban a su frente, que estremecían a la burguesía.
Sabíamos que el Partido Comunista tenía armas, que los barrios rojos estaban organizados por bloques de casas para la lucha: asistimos en las elecciones de 1932 a la pérdida de un millón de votos sufrida por los nazis; pero asistimos también, cuando Hitler subió al poder, al tremendo desconcierto, a la pasividad que había engendrado la política criminal de la IC.
Y la batalla revolucionaria no se dio en Alemania. Los escasos conatos aislados de resistencia fueron chispazos de cólera desesperada que no alcanzaron a propagar el fuego.
Ya no servía de nada quedarse en Alemania. Regresamos a París a comienzos de junio de 1933. Bajo el seudónimo de Juan Rústico, Etchebéhère relató en dos artículos publicados por la revista francesa Masses la tragedia del proletariado alemán.
Y nos pusimos a esperar de nuevo, no de brazos cruzados. Con el compañero Kurt Landau, el magnífico militante revolucionario austriaco asesinado por los estalinistas en Barcelona, empezamos la lenta tarea de reanudar los contactos con el grupo de oposición comunista llamado de Weding, que había dirigido Landau en Berlín.
Cuando estalló la lucha de los mineros asturianos preparamos nuestros pasaportes, decididos a marchar a España. La represión sangrienta del movimiento cortó nuestro impulso. Etchebéhère escribió sobre los sucesos de Astucias unas páginas magníficas, que desgraciadamente se perdieron en Barcelona cuando el estalinismo saqueó las oficinas del POUM.
Fundador con el compañero Landau y otros militantes extranjeros y franceses de la revista Que faire, Etchebéhère seguía viviendo, pese a los altibajos de su quebrantada salud, únicamente para su misión revolucionaria.
Porque el clima de Madrid era mejor para él que el clima de parís, y porque en España estaba subiendo la marea de la lucha proletaria, a comienzos de mayo de 1936 Etchebéhère llegó a Madrid. Yo me reuní con él dos meses después, el 12 de julio. No habíamos terminado de contarnos nuestra ausencia cuando estalló el movimiento y desapareció el pasado y nació una esperanza.
En la tarde del 18 de julio empezó nuestro andar en busca de armas y de alistamiento, de un sindicato de la UGT a otro de la CNT, entre grupos de jóvenes casi niños y hombres casi ancianos, entre rumores y discursos, entre canciones y consignas, mezclados a la marea que subía de todos los barrios y se echaba en oleadas sobre la Puerta del Sol.
A todos nos temblaban las manos ansiosas de un arma. Nadie preguntaba a nadie a qué partido pertenecía. La voluntad de luchar había roto las barreras que ayer todavía separaban a los trabajadores. Los que aún marchábamos con las manos vacías, mirábamos con ojos de mendigo a quienes ya llevaban un fusil, una escopeta, una pistola, un cinturón de cartuchos.
-Dicen que dan armas en la calle de La Flor, o en Cuatro Caminos, o en los locales de las JSU o en la UGT...
-Con los pies hinchados de tanto caminar, los ojos ardidos de no dormir, el corazón apretado de tanto ansiar vimos disolverse en la noche ese 18 de julio y nacer el alba del 19. El 20 ya teníamos destino entre los compañeros del POUM, la organización política que estaba más cerca de nuestro grupo de oposición. Ya pertenecíamos a una formación de combate: la columna motorizada del POUM. Hipólito Etchebéhere era su jefe.
A su mando salimos por primera vez el 21 de julio, montados en tres coches de turismo y dos camiones, armados con treinta fusiles y una ametralladora sin trípode que quedaba muy bonita en lo alto de un camión. Íbamos en busca de la columna de Mola que, según se decía, marchaba sobre Madrid. Felizmente no lo encontramos.
Al día siguiente, incorporados a la columna que mandaba el capitán Martínez Vicente, tomamos un tren que resultó ir solamente a Guadalajara y no a Zaragoza como creían los milicianos. Durante el largo viaje se nos sumaron algunos hombres de otras organizaciones, entre ellos el maravilloso Emilio García, solo nombre que recuerdo.
De Guadalajara pasamos a Sigüenza. La columna del POUM ya había ganado laureles de guerra por haber combatido contra las fuerzas fascistas que se disponían a atacar Sigüenza, causándoles muchas bajas. El ascendiente de Etchebéhère sobre sus hombres y sobre muchos otros de los que componían la guarnición de la zona crecía rápidamente. Era un jefe vestido con un mono roto en los codos y en las rodillas. Sus ojos eran cada vez más luminosos como si llevase por dentro una antorcha encendida. Una tarde le escuché al viejo Quintín decir "El jefe tiene como un sol en la frente".
La hora del gran combate había llegado. La Revolución estaba por fin al alcance de sus manos ávidas. Ya no se trataba más de lecturas, de tesis teóricas: ahora tocaba luchar con las armas por lo que había elegido a la edad de 19 años. y luchó 29 días dichosos, alegre de exponer su vida a cada rato, burló o serio cuando yo le pedía que no se hiciese matar antes de lo necesario.
-"Aquí, el que manda no debe agacharse cuando silban las balas, me respondía. Ya sabes que el valor físico es la cualidad máxima en España. Para que los demás avancen, el jefe tiene el deber de marchar el primero, aunque sepa que puede morir".
Le vi por última vez en ese amanecer que era casi noche todavía del 16 de agosto, cuando nos acercamos a Atienza. Cumpliendo sus órdenes yo no iba con él, sino con el médico, para organizar en la retaguardia un puesto de primeros auxilios.
Las primeras luces del día nos trajeron hasta los ojos el peñón bravío de ese castillo de Atienza que había que tomar a toda costa, a golpes de granadas que habrían de lanzar los guerrilleros del POUM cuidadosamente adiestrados por Hipólito Etchebéhère. Él los guiaba entre las ráfagas de ametralladora que volaban del castillo. Una bala lo quebró como se quiebra un árbol herido por el rayo. "¿Sabes -me dijo la Abisinia tendiéndome un pañuelo tinto en sangre-, sonreía, no parecía muerto. Guarda este pañuelo; es su sangre, yo le limpié los labios. La bala le partió el corazón; te digo que no sufrió".
Tenía al fin el corazón en paz, callado para siempre.
Mika Feldman
Texto publicado en La Batalla n° 153, año 1965.
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