Con relación al más reciente comunicado del Secretariado Nacional de las FARC-EP y los hechos que lo motivaron, se han expresado un sinnúmero de afirmaciones. Pese a que lo que conocemos de primera mano llega siempre por conducto de los grandes medios de comunicación, campeones universales de la falsificación y la argucia, no deja de causarnos impresión la noticia acerca de la nueva avalancha malintencionada contra nosotros.
Tratamos de explicar la situación que produjo la muerte del mayor y el patrullero de la Policía en la zona rural de Tumaco. Y advertimos de antemano cuán grande sería la reacción de ciertos sectores interesados en la ruptura del proceso de paz que adelantamos con el gobierno nacional. El general Palomino, al igual que el candidato presidencial de Uribe, entre otros, encabezaron otra vez la cruzada contra las FARC, invocando con aullidos feroces la guerra total.
Se nos llama cínicos porque expresamos nuestras condolencias a los familiares y compañeros de las víctimas, como si comprender el dolor ajeno y solidarizarse con él fuera una actitud miserable. Nos duele la vida de cada colombiano o extranjero que muere como consecuencia de esta guerra que nunca quisimos fuera desatada. Que primero los matemos y luego enviemos nuestro pésame, como sugieren nuestros detractores, no es exactamente un modo objetivo de mirar las cosas.
Todo el país y el mundo fueron testigos de cómo el Presidente Santos lloró de felicidad tras la muerte de nuestro comandante Alfonso Cano, y a nadie del Establecimiento o los medios se le ocurrió lanzar el más mínimo reproche por ello. Ni siquiera cuando un Obispo católico expresó su desconcierto por el hecho de que en lugar de haberlo detenido, se hubiera procedido a asesinarlo al encontrarlo solo en la noche, casi ciego e inerme a sus más de sesenta años de edad.
Ni en privado, dentro de los necesarios intercambios que dieron lugar a la iniciación de los diálogos de paz en La Habana, recibimos del señor Presidente la menor muestra de pesar, pese a que los primeros contactos de su gobierno tuvieron lugar precisamente con el Comandante que ordenó matar. Nunca hubiéramos considerado un gesto de cinismo el que lo hubiera hecho, tal vez lo hubiéramos interpretado como la sincera gallardía de quien se apresta a hablar de paz y reconciliación. La actitud suele ser distinta según se esté a un lado u otro del desangre.
Tras la ruptura del proceso del Caguán, como consecuencia necesaria de la implementación del Plan Colombia definido por los Presidentes Bill Clinton y Andrés Pastrana, y puesto en práctica mucho antes del 20 de febrero de 2002, militares norteamericanos y colombianos desataron todas las formas posibles de violencia contra las FARC y la población de las zonas en donde se ejercía nuestra influencia. Hoy se habla del conflicto como si nada de eso hubiera sucedido.
Ni los horrores del paramilitarismo, desbocado y reconocido social y políticamente en el gobierno de Andrés Pastrana, y acrecentados al extremo del terror de Estado durante la primera administración de Álvaro Uribe, ni los millones de desplazados durante esa etapa, ni la represión generalizada, ni los crímenes y la persecución judicial, ni las millares de ejecuciones bautizadas como falsos positivos, ni la muerte de centenares de muchachas y muchachos de las guerrillas a manos de soldados profesionales que a cambio ganaban un pollo al almuerzo o una licencia, guarda según nuestros críticos la menor relación con el conflicto de hoy.
Así ningún análisis puede ser serio. Las fuerzas militares ejecutan un plan de guerra llamado Espada de Honor II, continuación del Espada de Honor I que fracasó tanto como el Plan Patriota o el Plan Victoria que los precedieron en la intención de aniquilar la insurgencia y la inconformidad. Desde los tiempos de Marquetalia y el Plan Laso, todos estos planes contrainsurgentes han combinado la ofensiva militar con una supuesta acción social marginal y precaria, que les sirve a un tiempo para restar influencia a las guerrillas y construir redes de información para la guerra.
El mayor y el patrullero, en ejercicio de sus tareas oficiales, vestían ropas civiles, lo cual incluso podría ser interpretado como más peligroso aún en una zona de guerra. Al detenerlos, los milicianos pensaron en conducirlos hasta donde un mando responsable que decidiera lo que había qué hacer con ellos, o lo comunicara en consulta a una instancia superior. Sólo procedieron contra ellos al sentirse rodeados por una agresiva operación de fuerzas enemigas.
Lo que pasó por sus mentes en esos momentos difíciles no es un misterio. El enemigo venía a arrebatarles por la fuerza los prisioneros. ¿Cómo actuarían militares, policías o guardianes en una hipotética situación semejante? ¿Por qué no es salvaje matar con una ráfaga de fusil, como a Alfonso Cano, y en cambio sí lo es si no se emplean armas de fuego, en un momento en que emplearlas pone en peligro la propia vida?
Sea cual sea la respuesta, si los milicianos tuviesen que responder por la comisión de un delito, tendrían que hacerlo ante la juridicidad guerrillera, de acuerdo con nuestros reglamentos. En ningún caso procedería su entrega a las autoridades enemigas. Así vemos las cosas nosotros, en concordancia con las propias normas del derecho de guerra. Muchos expertos nos darían la razón. El problema en realidad es de otra naturaleza, es político, responde a intereses de momento.
El fin de semana pasado murieron ocho policías en el helicóptero afectado por el minado activado por guerrilleros del 33 Frente de las FARC en Sardinata, Norte de Santander. El hecho ni siquiera mereció un titular de prensa, simplemente porque el Ministerio de Defensa sabe que no puede usar en contra nuestra una acción militar que desprestigia la Fuerza de Tarea Vulcano y pone en ascuas la arrogante presencia militar en el Catatumbo.
Así pasó también con los militares que fallecieron en el helicóptero derribado el 22 de febrero en La Uribe, Meta. No son muertos que puedan ser atribuidos gratuitamente a vileza de las FARC-EP, son en consecuencia muertos de menor categoría, de los que no cabe siquiera informar a la población colombiana o mundial. Después de todo, la propaganda oficial habla de un Ejército que gana la guerra, y esos hechos lo ponen en duda, es mejor ocultarlos.
Cuando por obra de un bombardeo aéreo a una unidad guerrillera sorprendida a altas horas de la noche en la oscuridad de la selva, se produce la muerte de una o dos decenas de combatientes, el ministro de defensa lanza llamas por sus fauces al comunicar exultante el resultado. Aunque se trate de colombianos, de gente pobre del pueblo. No hablemos de no permitir impunidades por hechos de guerra. Firmemos un cese el fuego, Santos, y hagamos la paz posible.
Timoleón Jiménez
26 de marzo de 2014.
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