Otras democracias son posibles
Acaban de cumplirse 143 años de la proclamación de la Comuna de París, una de las experiencias de democracia obrera participativa más iluminadoras de la historia contemporánea de Occidente, pero también, y al mismo tiempo, una de las más trágicas que se han conocido.
Al final de la guerra franco-prusiana, con una Francia derrotada, su primer ministro, Adolphe Thiers, advirtió la importancia de desarmar inmediatamente París para imponer el humillante armisticio firmado con Prusia. El 18 de marzo de 1871, bajo el pretexto de que las armas eran propiedad del Estado, Thiers ordenó al ejército la retirada de los cañones que la Guardia Nacional tenía en las colinas Montmartre. Entonces una multitud indignada de mujeres y hombres de clase trabajadora se opuso al desarme, que dejaría indefensa la ciudad. Una parte de las tropas enviadas por el Gobierno se negó a disparar contra la gente y muchos de los soldados acabaron confraternizando con el movimiento de resistencia, que se alzaba en armas contra la Asamblea Nacional, desencadenando un proceso revolucionario que enfrentaba al proletariado parisino con la gran clase de terratenientes, rentistas y campesinos ricos que dominaba la Asamblea francesa.
Tras el intento fallido de desarme, el gabinete de Thiers huyó a Versalles. Los sublevados instituyeron un gobierno municipal provisional que después de las elecciones del 26 de marzo se transformó en la Comuna de París. Se constituía, así, una alcaldía rebelde de fuerte base obrera. El ejemplo de París se extendió por otras ciudades y pueblos provinciales, como Lyon y Marsella, donde se proclamaron comunas insurgentes rápidamente aplastadas por Versalles.
Más allá de sus tropiezos, la Comuna de París nos legó uno de los ejercicios de construcción de poder popular desde abajo más relevantes de la historia reciente. ¿Qué aprendizajes de la Comuna en materia de democracia pueden contribuir a iluminar las actuales luchas por democracias reales? ¿En qué medida estas luchas pasan por una práctica política revolucionaria que amplíe el poder efectivo de las clases populares y otros colectivos históricamente afectados por la discriminación? A mi juicio, como embrión de democracia revolucionaria, la Comuna de París proporciona algunas enseñanzas clave que abren caminos poco explorados para el avance de democracias al servicio de la emancipación social:
Democracia de base: la pretensión era la creación de un Estado desde la base formado por autogobiernos municipales federados entre sí con un gobierno central con escasas funciones de coordinación. Un Estado nuevo que contribuyera a deshacer la relación entre gobernantes y gobernados, donde obtener mejores condiciones de vida y trabajo, en el que la gente se sintiera reconocida y que estuviera dispuesta a defender.
Democracia obrera de inspiración socialista. Los comuneros eran conscientes de la necesidad de romper con las viejas formas de dominación política (el parlamentarismo liberal y el Estado capitalista burgués), lo que los llevó a experimentar formas alternativas de política y sociedad. Aunque la Comuna no acabó con el Estado capitalista, su gran mérito fue arrebatar completamente su control a la burguesía, transformándolo en un organismo nuevo que permitía el acceso al poder a quienes tradicionalmente habían sido apartados de él. Ya no era el gobierno de las clases elitistas dominantes, sino de las mayorías populares no representadas, los obreros, cuya bandera roja, símbolo de la fraternidad internacional de los trabajadores, ondeaba por primera vez en la sede del Gobierno, el Hôtel de Ville.
En este punto adquiere especial relevancia el componente socialista de la Comuna, presente en el tipo de democracia que estableció: una democracia no meramente formal, sino sustantiva, participativa, que combinaba democracia representativa con democracia directa. Una democracia que representaba un proceso más allá de la toma coyuntural del poder, ya que aspiraba a sustituir el aparato burgués del Estado por otro en correspondencia con los intereses de la clase trabajadora. En otras palabras, la democracia obrera de la Comuna permitió la inversión del poder, desplazando el poder político clasista y elitista acaparado por propietarios para poner en manos de la clase trabajadora la capacidad efectiva de deliberar, decidir y organizar la sociedad.
La democracia de la Comuna se articulaba en torno a cinco principios:
1) elección por sufragio universal de todos los funcionarios públicos.
2) Limitación del salario de los miembros y funcionarios comunales, que no podía exceder el salario medio de un obrero cualificado, y en ningún caso superar los 6.000 francos anuales.
3) Los representantes políticos estaban umbilicalmente ligados a los electores por delegación y mandato imperativo.
4) Cualquier representante podía perder la confianza de los electores y ser depuesto de inmediato; de ahí que la Comuna instituyera la revocabilidad del mandato, acabando con la perversidad de un sistema representativo liberal que, como en la actualidad, permitía suplantar la voluntad de los representados y promovía la profesionalización de la política. La Comuna se cuidó, de este modo, de hacer un uso contrahegemónico de la democracia representativa en el que los representantes obedeciesen y no, a diferencia de lo que ocurre hoy, donde los que mandan no obedecen y los que obedecen no mandan. Este tipo de democracia representativa consagraba el derecho popular a pedir cuentas, exigir responsabilidades y controlar a los representantes, lo que asestó un duro golpe a la aún tan en boga comprensión parasitaria de la política, vista como un trampolín para obtener privilegios, hacer carrera profesional y olvidarse del electorado.
5) Transferencia de tareas del Estado a los trabajadores organizados, como la promoción de la autogestión obrera mediante la socialización de las fábricas abandonadas por los patrones.
Nuevas medidas emancipadoras. Las iniciativas para socializar el poder político no fueron las únicas. También se acompañaron de atrevidas medidas de carácter social, entre las que cabe destacar la separación entre la Iglesia y el Estado, garantizando el carácter laico, obligatorio y gratuito de la educación pública; la expropiación de los bienes de las iglesias; la supresión del servicio militar obligatorio; la aprobación de una moratoria sobre los alquileres de vivienda que abolía las anteriores leyes en esta materia, confiscaba las viviendas vacías y cancelaba las deudas por alquiler, poniendo la vivienda al servicio de las necesidades sociales y el bienestar general; la supresión del trabajo nocturno en las panaderías y la prohibición de la práctica patronal de multar a los empleados, una estrategia habitual para reducirles el salario.
Sin embargo, la burguesía francesa no permitió que el nuevo sistema político prosperase. Con la colaboración de las tropas prusianas que cercaban París, el gobierno de Versalles envío más de 130 mil soldados que el 28 de mayo de 1871, tras 72 días intensos y fugaces de autogobierno popular, aniquilaron la Comuna. Se estima que en la batalla murieron más de 20.000 parisinos y que unos 43 mil combatientes fueron capturados; unos 13 mil fueron condenados a prisión, 7 mil de los cuales fueron deportados a Nueva Caledonia.
La Comuna de París representa no sólo la última de las grandes revoluciones populares del siglo XIX, sino también el primero de los democraticidios de la era moderna, algo apenas mencionado en la historia “oficial” de la democracia. Lamentablemente, hoy también son tiempos de democraticidio, de exterminio de saberes y prácticas democráticas. El capitalismo ha fulminado la democracia representativa en buena parte de Europa, donde los Parlamentos y las elecciones, como en Italia, son prescindibles. Pero también son, entre otras cosas, tiempos de experimentalismo político, de grietas abiertas en el poder constituido, de protestas populares, de organización colectiva y de luchas por un poder popular constituyente que, como nos recuerda la Comuna de París, nace en las calles como exigencia de cambio de las viejas estructuras políticas y económicas que oprimen a la gente y coartan la construcción de otras democracias posibles.
Antoni Jesús Aguiló
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