La calumnia es un método privilegiado de los sectores reaccionarios, una forma de denigrar toda oposición. A los sectores privilegiados, nada les importa más que mantener sus prebendas, estar entre los vencedores. Desde siempre ha inherente a la lucha de clases, a las exigencias de los poderosos y de sus servidores por aplastar o acallar cualquier crítica y disidencia. Un ejemplo todavía caliente es el del franquismo que trataba de “antiespañoles”, de “agentes de Moscú” a todos los que se le oponían.
Algunos de los casos más famosos se dieron en la Antigua Roma. Los patricios trataron a Lucius Sergius Catalina, el representante más consecuente de los plebeyos, como la encarnación del mal, hasta llegaron a atribuirle adicción a los sacrificios humanos. A Espartaco, el líder de los esclavos insurrectos, los “amos” le atribuyeron toda clase de maldades. No fue hasta la Ilustración que historias como las suyas comenzaron a ser reconocidas en sus contextos.
Esta tradición reaccionaria se reafirmó contra las revoluciones que doblegaron la prepotencia de la aristocracia terrateniente y a las monarquías absolutistas. Cuando Thomas Carlyle se puso a estudiar la figura de Oliver Cromwell, tuvo que rescatarlo de una montaña de perros muertos. En cuanto a Robespierre ni tan siquiera le cupo el reconocimiento que finalmente lograría el Lord Protector. Por mucho que Jean Jaurés –la primera victima de la “Gran Guerra”-, declarara que de haberse sentado al lado de alguien en 1789, habría sido al de Maximilian, a éste todavía no le permiten una mera calle, tampoco una película hagiográfica como Cromwell (RU, 1970); no hay más que ver el retrato oscuro que sobre él ofrece Danton (1982), de Andrzej Wajda.
A Marx le trataron de amargar la vida, y todavía en fecha de su centenario el New York Times lo describió desde el ángulo de sus infidelidades maritales, un enfoque hecho en nombre del feminismo pero cuyo contenido denigratorio era más que obvio. En cuanto a la corriente anarquista, no hay más que darse una vuelta por la historia del cine, el estereotipo del anarquista con una bomba en la mano es, la predominante. La revolución rusa que firmó la paz, dio la tierra a los campesinos y la libertad a las nacionalidades oprimidas, fue mediáticamente infame y maldita desde sus primeros pasos. Aquella frase según la cual, la Primera internacional era “la piedra filosofal del crimen”, al igual que la sentencia de Pío XI para el que “el comunismo era intrínsicamente perverso” y que fueron emblemáticas de la derecha más lóbrega, acabaron siendo recicladas por el neoliberalismo triunfante que se propuso imponer de una vez por todas que toda tentación superadora del orden, contenía una “tentación totalitaria” destinada a engrosar el Imperio del Mal.
A diferencia del tiempo pasado, la calumnia neoliberal pudo desarrollarse urbi et orbe sin una oposición de peso, y todavía sus verdades oficiales siguen apareciendo como verdades bíblicas. La piedra angular de este discurso ha sido el del totalitarismo, un concepto originalmente libertario que fue debidamente manipulado. Así, totalitarios eran los adversarios de los EEUU, mientras que los dictadores amigos eran a lo más, “autoritarios”. Un intelectual orgánico del sistema nunca se olvida de este principio, lo vemos cada día en prensa y televisión.
Situados desde este canon establecido en todas las líneas editoriales de los medios establecidos, la vehemencia atravesó la historia social para condenar la tradición revolucionaria. Las tumbas de Savanarola, Thomas Münzer, de los milenaristas y tópicos varios, fueron saqueadas por profesionales asimilados. La furia contra la tentación totalitaria alcanzó al mismísimo Akenatón con el canon según el cual Stalin y a Hitler eran dos caras de una misma moneda. Estas apreciaciones fueron desarrolladas por un egiptólogo de prestigio, el británico Nicholas Reeves (autor, entre otros excelentes libros, de Todo Tutankamón) al poner por escrito en su nueva obra divulgativa, Akhenaten, Egypt’s false prophet (Thames & Hudson, 2001), y presentadas como el fruto de una investigación arqueológica tan sensacional, como apabullante. De esos documentales arqueológicos que, de tanto en tanto, aparecen en Nacional Geographie como “la última palabra” sobre tal o cual enigma histórico.
Pero el tramo innegociable de este canon está la revolución rusa con todas sus derivaciones, incluyendo a veces a la República española hasta llegar hasta la Bolivia o Venezuela de ahora; de ahí la importancia que esta cobrando ya los trabajos del primer centenario de la toma del Palacio de Invierno en 1917.
Octubre del 17 es el padre y la madre de todas las revoluciones, tanto es así que con ocasión de Bicentenario de la toma de la Bastilla, la Gran Revolución francesa fue condenada por los historiadores consagrados como un mero antecedente del Gulag. De ahí que la propuesta de un debate republicanista partiendo de 1789, planteado desde izquierda alternativa, haya sido cortado de raíz por los tribunalistas y tertulianos que lo reducen todo a la guillotina y a Napoleón; lo mismo que todo lo que comienza en 1917 lo reducen a la medida del Stalin de los años treinta.
En esta guerra cultural la ecuación no puede ser más sencilla: URSS=Stalin=Lenin, etcétera, así hasta llegar a Cuba y Venezuela. No hay lugar para la discusión más académica. Desde los ochenta, la maquinaria ya había silenciados y/o neutralizado la magnífica historiografía conquistado autores como Isaac Deutscher, Moshe Lewin o E.H. Carr, culminando un impresionante esfuerzo historiográfico de que, entre otros muchos, establecieron unas pautas analíticas en oposición a la seudohistoria oficialista propia del estalinismo. Pero también pusieron contra las cuerdas a los “cold warrior” que medían la atrasada y asediada Rusia soviética como un producto del diablo. Por supuesto, en ningún momento se analizan los factores que produjeron el fenómeno estaliniano. Tampoco que a pesar del cerco internacional, de la ocupación alemana, Rusia acabó saliendo de su atraso primordial, de una realidad socioeconómica a años luz del Imperio. De unos Estados Unidos que actúan como gendarmes de sus intereses y de sus multinacionales en los cinco continentes.
La maquinaria no dejó en pie a ninguna de las figuras del Partenón socialista . No hubo piedad para los impíos, la mayor felicidad el matrimonio entre viejos franquistas convertidos en neoliberales a la manera de Esperanza Aguirre y tutti quanti. Situados por encima de toda sospecha, viejos reaccionarios como Horacio Sáenz Guerrero, antiguo director de La Vanguardia, Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades (como Luís Mª Ansón, otro que tal), pudieron disfrutar de una vejez con artículos en los que trataban a Salvador Allende de borracho, corrupto y mujeriego, disfrutar ante el espectáculo de los “arrepentidos” e incluso denunciar –como hicieron los republicanos de Bush- a Clinton por atreverse a viajar a una ciudad dedicada al “totalitario” Ho Chi Minh olvidando, ¡a los soldados norteamericanos muertos por la libertad¡.
El neoliberalismo ha desarrollado la calumnia como un arma sistemática contra sus adversarios, y ello sin descuidar el más modesto medio de comunicación. Sus líneas rojas están claras: los enemigos del imperio son totalitarismos, los amigos, por más corruptos y fallidos que puedan ser (sus Austwiczs en el patrio trasero, México, Colombia, El Salvador…), tienen sus pequeños defectos. Esta es la regla que el régimen de la segunda Restauración ha establecido con todo es ETA, como sí no hubiese existido el franquismo, y lo ha seguido haciendo contra Podemos, no faltaba más. De otra manera habría sido un milagro del cielo. De hecho, esta no podía ser la cuestión, más que obvia. La cuestión está en, sabiendo esto, saber ofrecer las respuestas adecuadas en las condiciones que son posibles.
Esto ya se había hecho bastante bien en la fase inicial, las respuestas a las calumnias de la jauría tertuliana y mediática, Podemos fue ganando credibilidad por más que todavía queda mucha gente de abajo resignada, embrutecida. Es importante tratar el asunto al nivel que requiere, pero sobre todo horizontalizando al máximo las estancias organizativas.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
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