En los últimos años se ha impuesto, por una amplia camada de profesionales del pensamiento, la idea de que la historia la hacen los líderes, cuya capacidad de dirigir resulta determinante. Un segundo lugar lo ocuparían los medios de comunicación, con su notable capacidad de ocultar o de sobrexponer hechos, según convenga. El protagonismo popular, sin embargo, es sistemáticamente ocultado, como si no jugara el menor papel en la historia reciente.
Lo que más llama la atención es que semejante modo de mirar el mundo está siendo defendido por personas que se dicen de izquierdas y hasta muestran simpatía por las ideas de Marx. Para quienes nos inspiramos en este autor, son los colectivos humanos (clases sociales, pueblos, grupos étnicos, géneros y generaciones) los que hacen la historia, pero no de cualquier modo: es a través del conflicto, de la organización y la lucha, como se transforman a sí mismos y transforman el mundo.
Los dirigentes son importantes, sin duda. Pero los cambios, la historia, los hacen los pueblos. Por eso resulta un retroceso en el pensamiento crítico que se oculte la acción popular y se ensalce exclusivamente el papel de los líderes. Días después de la derrota de la re-relección en el referendo, el vicepresidente de Bolivia dijo: Si se va, ¿quién va a protegernos?, ¿quién va a cuidarnos? Vamos a quedar como huérfanos si se va Evo. Sin padre, sin madre, así vamos a quedar si se va Evo (Página Siete, 28/2/16).
La frase fue pronunciada en una pequeña localidad del departamento de Oruro, durante la entrega de viviendas a pobladores aymaras. Podría haber dicho que fue gracias a la lucha histórica de los indígenas que se pudieron construir viviendas dignas y que Evo forma parte de esa tradición de resistencia y lucha. Lo que hizo fue lo contrario: presentar a los pueblos como niños huérfanos, objetos sin otra capacidad que seguir al sujeto/líder. Desde el punto de vista de la emancipación, un verdadero desatino.
Un siglo atrás, el socialdemócrata ruso Georgi Plejánov escribió un ensayo titulado El papel del individuo en la historia, en el que abordaba precisamente el papel de los grandes dirigentes. Reconocía la existencia de personalidades influyentes que pueden hacer variar aspectos de los acontecimientos, pero no la orientación general de una sociedad, que está determinada por un conjunto de fuerzas y relaciones sociales.
“Ningún gran hombre puede imponer a la sociedad relaciones que ya no corresponden al estado de dichas fuerzas o que todavía no corresponden a él (…) sería inútil que adelantara las agujas de su reloj: no aceleraría la marcha del tiempo ni lo haría retroceder” (Obras escogidas, t. I, Quetzal, Buenos Aires, 1964, p. 458).
En suma, los dirigentes ocupan el lugar que ocupan porque fueron llevados a ese sitio por fuerzas sociales poderosas, no por habilidades personales, aunque éstas jueguen un papel importante. Fue la clase obrera argentina la que, el 17 de octubre de 1945, derrotó a la oligarquía, y ella misma ungió a Perón como su dirigente al negarse a abandonar la Plaza de Mayo hasta no escuchar al entonces coronel. Es evidente que el papel de Perón (como otros dirigentes) fue importante –aunque no tanto como el de Evita en los corazones de la clase–, pero lo fue en tanto encarnaba sentimientos, ideas y actitudes de millones.
El problema con el caudillismo es que se trata de una cultura de derecha, funcional a quienes promueven la sustitución del protagonismo de los de abajo por el de los de arriba. También es cierto, todo hay que decirlo, que la cultura de los sectores populares está impregnada por valores de las élites y en casi todos los casos conocidos tienden a revestir a los dirigentes de características sobrehumanas. Para eso existe el pensamiento crítico: para poner las cosas en su lugar, o sea para destacar los protagonismos colectivos.
No hacerlo contribuye a despolitizar, a que los de abajo crean que son objetos y no sujetos de la historia. El capitalismo sólo puede sobrevivir si la gente está persuadida de que lo que ellos hacen y saben son asuntos ínfimos privados, sin importancia, y que las cosas importantes son monopolio de los señores importantes y de los especialistas de los diversos campos, escribió Cornelius Castoriadis en Proletariado y organización (Tusquets, Barcelona, 1974, p. 187).
Sería tranquilizador pensar que la frase del vicepresidente García fue apenas un mal momento, una concesión para mostrar la importancia del presidente y alertar sobre las dificultades que pueden sobrevenir. Sin embargo, todo indica lo contrario. Vamos comprendiendo que los gobernantes realmente existentes, incluso los que dicen ser de izquierda, se sienten superiores a la gente común. ¿Recuerdan que Lenin prohibió que se le erigieran monumentos?
El problema es que al desconsiderar como sujetos a los de abajo, se busca consolidar el poder de los de arriba, elevarlos por encima de las clases y de las luchas que los llevaron al lugar que ocupan. Es una operación política y cultural de legitimación, a costa de vaciar de contenido a los actores colectivos. Es una política conservadora, elitista, que reproduce la opresión en lugar de hacer por superarla.
Castoriadis reflexiona, en general, sobre la realidad particular que encuentra en la división del trabajo en los talleres: Gestionar, dirigir el trabajo de los otros: he ahí el punto de partida y de llegada de todo el ciclo de la explotación (idem, p. 309).
Este es el punto central. O trabajamos para que la gente común se autogobierne, para que sea sujeto de sus vidas, o lo hacemos para dirigirlas, o sea para reproducir la opresión. Insisto: no se trata de negar el papel del dirigente ni del militante, ambos necesarios. El tema es otro. Entroparme con los comuneros, decía Arguedas en uno de sus primeros cuentos (Agua) para explicar su compromiso con los de abajo. Hacerse tropa con otros; no colocarse encima de nadie, nunca. Así funciona el pensamiento crítico.
Raúl Zibechi
La Jornada
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