Los hechos son conocidos. El miércoles 3 de marzo de 1976, Vitoria se levanta paralizada por la huelga general convocada en la ciudad. Por la tarde, varios miles de personas se reúnen en asamblea en la parroquia de San Francisco de Asís, en el barrio de Zaramaga. La policía, que durante la mañana ha hecho uso de las armas de fuego para disolver una manifestación, interviene para desalojar la iglesia. Nuevamente, se oyen disparos. Esta vez, las consecuencias son trágicas: tres trabajadores mueren allí mismo o poco después, dos más lo harán en las semanas siguientes. Los heridos de bala se cuentan por decenas.
Viernes día 5, la Catedral Vieja acoge el funeral por las víctimas. La asistencia es multitudinaria. En nombre de la Coordinadora de Comisiones Representativas de Fábricas en Lucha, Jesús Fernández Naves toma la palabra: “Muchos hemos venido aquí para orar. Pero también muchos hemos venido porque es el único medio que tenemos para reunirnos. […] Todos comprendemos el profundo dolor, que no se puede explicar, que tienen que sentir los familiares de estos compañeros. Pero también queremos decirles: que éstos son hermanos nuestros; estos muertos son nuestros; son de todo el pueblo de Vitoria.” No se trata de palabras vacías: son el reflejo de la solidaridad fraguada a lo largo de dos meses de huelga.
La huelga
La anécdota es también conocida. Preocupado por la evolución de los acontecimientos en la ciudad, el ministro de la Gobernación, Manuel Fraga, manda allí al director general adjunto de Seguridad, José Antonio Zarzalejos Altares –hombre de su máxima confianza y antiguo fiscal de la Audiencia de Vitoria–, para que se encargue personalmente de la situación. El 2 de marzo por la tarde, ante la convocatoria de huelga general para el día siguiente, Zarzalejos se reúne con el gobernador civil de la provincia, Rafael Landín, y con el máximo responsable de los servicios secretos en el País Vasco, Ángel Ugarte. Para cerrar la charla, el emisario de Fraga intenta tranquilizar a sus interlocutores: “Esto es Vitoria. Aquí nunca pasa nada.”
Ciertamente, la ciudad no tenía una gran tradición de lucha. Aun así, las cosas estaban cambiando a pasos agigantados. En las dos décadas anteriores, su población se había multiplicado por tres, crecimiento que la había convertido en el segundo gran núcleo industrial del País Vasco. En cierto sentido, pues, la clase obrera vitoriana era nueva, pero no partía de cero: tanto la trayectoria de militancia previa de algunos de sus integrantes como el contexto general de gran conflictividad que se vivía influyeron decisivamente en su configuración y rápida evolución.
Desde los años anteriores a la muerte de Franco, el país vivía en ebullición. En el País Vasco, uno de los territorios donde más amplia –y radicalizada– era la contestación, el 11 de diciembre de 1974 una convocatoria de huelga general había cosechado un seguimiento muy notorio. La movilización estallaría definitivamente en 1976, una vez desaparecido el dictador: según cifras del Sindicato Vertical franquista, las horas de trabajo perdidas fruto de conflictos laborales a lo largo de aquel año multiplicaron por seis las de 1974, que hasta entonces había sido el más conflictivo. En especial durante el primer trimestre, el gobierno se vio absolutamente desbordado, empujado a militarizar la prestación de algunos servicios públicos tanto en Madrid como en Barcelona y obligado a afrontar huelgas generales de carácter local o regional, como la del Baix Llobregat en el mes de enero o la de Sabadell en febrero.
En Vitoria, como en tantos otros sitios aquel 1976, el origen inmediato de la huelga fue la obligada renovación del convenio colectivo en varias empresas locales. Con la inflación desbocada, el gobierno había decretado la congelación salarial. Desde diciembre de 1975, representantes de varias factorías –principalmente del sector del metal– habían formado una coordinadora para plantear una tabla reivindicativa común. De allí salieron las peticiones posteriormente asumidas por la mayoría de las plantillas: aumento lineal del salario de 6.000 pesetas, semana laboral de 40 horas, 30 días de vacaciones al año, jubilación a los 60 años, cobertura del 100 % del salario en caso de accidente o enfermedad.
El conflicto, iniciado en Forjas Alavesas el 9 de enero, se fue propagando como una bola de nieve. Un papel primordial en la extensión y coordinación de la lucha lo desempeñó la Coordinadora de Comisiones Representativas de Fábricas en Lucha, integrada por delegados de los trabajadores de empresas en huelga. Para impedir la celebración de asambleas en las fábricas, varias compañías impusieron el lockout patronal, y las iglesias se convirtieron en local habitual de reunión. Asimismo, desde mediados de enero proliferaron los despidos y las detenciones, hecho que contribuyó a dotar el conflicto de un fuerte contenido antirrepresivo. Tras dos convocatorias de huelga general solidaria –el 16 y el 23 de febrero– con un seguimiento parcial, el 3 de marzo el movimiento huelguístico alcanzó su clímax. Según la valoración interna del propio Gobierno Civil, aquel día “prácticamente se vio paralizada todo Vitoria”.
El significado
Habitualmente se ha caracterizado la huelga de Vitoria como un conflicto con orígenes económicos que, fruto de la represión, adquirió un contenido político. Esta explicación, sin embargo, resulta claramente insatisfactoria, si no mistificadora. Por un lado, porque simplifica las nociones de reivindicaciones económicas y políticas –como si se pudiera discernir quirúrgicamente entre unas y otras–, sin tomar en cuenta que una reivindicación laboral o económica parte siempre de una toma de posición política: el convencimiento de que se sufre una situación injusta que es necesario revertir a través de la movilización. Y, por otro lado, porque omite el carácter claramente igualitario y de base que tiñó el conflicto desde el inicio.
Así, la reivindicación salarial que se planteaba consistía en un incremento lineal en pesetas, igual para todos los trabajadores, en vez de expresarse en porcentaje del sueldo. De esta forma, una vez materializado el aumento –como en buena medida se consiguió–, se reducían las desigualdades salariales entre las diferentes categorías. Igualmente, un elemento central de la huelga desde un principio fue la lucha por el reconocimiento de la asamblea como máximo órgano decisorio de los trabajadores. La primera batalla que se libró fue para que las direcciones empresariales reconocieran como interlocutoras a las comisiones representativas elegidas en asamblea y, una vez logrado este objetivo, para que aceptaran que las comisiones no podían tener un carácter ejecutivo, sino que la capacidad decisoria residiría siempre, en última instancia, en la voluntad expresada directamente por las plantillas.
En respuesta a los planteamientos de los trabajadores, la actitud de la clase empresarial, acostumbrada a casi cuarenta años de amparo por parte del Estado, fue de confrontación total. Ello hizo que, efectivamente, la huelga se radicalizara y se dotara de objetivos antirrepresivos: no se volvería al trabajo hasta que no fueran readmitidos todos los despedidos y liberados todos los detenidos. No obstante, entender esta evolución como un simple efecto de las medidas represivas sería simplificar: se trataba, también, del fruto de la herencia de años de lucha contra la represión y contra la dictadura misma, de la caracterización del franquismo como un régimen una de cuyas principales misiones era la protección de los intereses patronales y de la asunción, por parte de amplios sectores sociales, de la amnistía –también la laboral– como principal estandarte de la lucha contra la dictadura. Aunque pueda parecer una obviedad, conviene subrayar que la represión solamente engendra solidaridad si previamente existe un sentimiento de clase, un planteamiento político o una experiencia de lucha compartidos.
Además de todo ello, otro factor a tener en cuenta sobre el carácter del conflicto es su extensión mucho más allá de los recintos de las fábricas. Como tantas otras veces en la historia del movimiento obrero, en una huelga protagonizada mayoritariamente por hombres, las mujeres desempeñaron un papel fundamental. De sus asambleas surgió, por ejemplo, la iniciativa de esperar a los esquiroles a la salida de su turno de trabajo para aplaudirlos irónicamente, lo que hizo que más de uno, por vergüenza, acabara por secundar el paro. Asimismo, una de las pretensiones de los huelguistas fue tejer complicidades con otros sectores, objetivo que llevó a la celebración de varias asambleas conjuntas entre trabajadores en huelga y de otras empresas e, incluso, de una asamblea de barrio.
La represión
“J-1 a J-3. Procedan a desalojar la iglesia. […] Desalojen la iglesia como sea.” “No… podemos desalojar, porque entonces, entonces… ¡Está repleta de tíos! […] Entonces por las afueras tenemos… ¡Rodeados de personal! Vamos a tener que emplear las armas.” Varias personas pudieron seguir la conversación al momento a través de la frecuencia modulada y, gracias a la astucia de alguien, quedó registrada. Es por ello que hoy sabemos que, sobre el terreno, el operativo encargado del desalojo lo comandaba Jesús Quintana, capitán de la Policía Armada. Como sabemos que, previamente, Quintana había recibido la orden del Gobierno Civil para efectuar la entrada en la iglesia, teóricamente protegida –como todos los edificios eclesiásticos– por el concordato firmado en 1953 entre el régimen franquista y la Santa Sede. Sabemos también que el jefe superior de Policía de Bilbao, máximo responsable de los cuerpos policiales en el País Vasco, era Claudio Ramos Tejedor, cesado inmediatamente después de los hechos. Sabemos, todavía, que el gobierno había encargado a José Antonio Zarzalejos el control directo de la situación, competencia que, en circunstancias normales, habría correspondido al gobernador civil, Rafael Landín. Y sabemos, finalmente, que el director general de Seguridad era el militar Víctor Castro Sanmartín.
Precisamente desde la Dirección General de Seguridad se habían transmitido órdenes a los gobernadores civiles y responsables policiales, ya en el mes de enero, para desalojar cualquier ocupación de edificios públicos o de iglesias en un plazo máximo de 48 horas, sin necesidad de mandato judicial y “sin el consentimiento de la competente Autoridad eclesiástica”, instrucción que, cuando menos, suponía una interpretación sui generis del concordato con la Santa Sede. En otra circular interna, en este caso emitida por la Dirección General de Política Interior y fechada el 28 de febrero, se especificaba que había que considerar sancionables “conductas no pacíficas” como los piquetes o los “desórdenes”, así como “la expresión apologética de la destrucción violenta o convulsión del orden institucional, político o social de España”. En público, el gobierno había dejado claro que no toleraría muestras ni de “comunismo” ni de “separatismo”.
El proceso huelguístico vitoriano no sólo vulneraba los estrictos criterios establecidos en materia de orden público, sino que, además, prefiguraba posibles vías alternativas de ruptura con el franquismo que el gobierno de Carlos Arias Navarro no estaba de ninguna manera dispuesto a tolerar. Son un claro ejemplo de ello las palabras de un trabajador de Talleres Velasco que entendía que una de las principales características de la huelga había sido la consideración de las asambleas “no como mero órgano de información, sino como órgano de decisión y futuro órgano de democracia obrera”. Las valoraciones internas, tanto desde el ámbito gubernamental como desde el policial, reflejan la alarma que suscitaban tanto este tipo de planteamientos como la amplitud de la conflictividad laboral en todo el país. Así, un documento de la Jefatura Superior de Policía de Bilbao constataba, en referencia a la proliferación de huelgas, que “no se ve solución alguna por el momento, a menos que una enérgica medida de la Autoridad fuerce a una solución de compromiso para la vuelta al trabajo”.
Escritas a finales de febrero, cuesta no ver en estas palabras una trágica premonición de los acontecimientos del 3 de marzo. Nada fue casual, ni fruto únicamente de la orden aislada de algún mando policial. El mantenimiento, una vez finalizada la huelga de Vitoria, de la línea fijada desde Gobernación corrobora esta tesis. El 18 de marzo, por ejemplo, una nueva circular de la Dirección General de Política Interior reafirmaba las órdenes para desalojar “inmediatamente” concentraciones en iglesias y lugares de culto, “aun las que excluyen cualquier actitud violenta”. Y todavía a finales de 1976, un texto utilizado en la formación de los agentes de la Policía Armada especificaba: “La represión no alcanza su fin si es blanda; se debe actuar dura y enérgicamente, empleando desde la carga con la defensa hasta el fuego con toda clase de armas. […] El policía armado, por ser agente de la autoridad, puede obrar tranquilamente en la realización de sus obligaciones, vayan o no revestidas de fuerza, porque la Ley le respeta y trata de favor.” Zaramaga fue más norma que excepción: entre la muerte de Franco y las elecciones de junio de 1977, alrededor de cincuenta personas murieron víctimas de la represión policial.
El legado
En respuesta a la represión del 3 de marzo, el día 8 el País Vasco era escenario de una nueva huelga general. El seguimiento fue masivo. En días inmediatamente anteriores y posteriores, los paros y movilizaciones proliferaron por doquier: en Vitoria, la actividad fue prácticamente nula desde el día 3; en Navarra, la huelga comenzó el 4, y en Bizkaia, se produjeron paros desde el 5. Durante una manifestación en Basauri el día 8, los tiros de la Guardia Civil provocaron una nueva muerte. Mientras tanto, en Tarragona un trabajador había muerto el día 5 mientras huía de la carga policial contra una manifestación de rechazo a los hechos de Vitoria. Finalmente, en Roma, durante la dispersión de una protesta contra la embajada española convocada el día 14, un viandante moría víctima de la acción policial.
El 9 de marzo, un día después de la huelga general que había paralizado el País Vasco, se hacía público que, fruto del laudo arbitral dictado por un magistrado, Forjas Alavesas aceptaba readmitir a todos los despedidos. Se lograba, así, la principal reivindicación de la huelga del día 3, pero no precisamente como consecuencia de la buena voluntad empresarial: según el testimonio de Ángel Ugarte, fue la presión ejercida por los servicios secretos en nombre del gobierno –altamente preocupado, y decidido a conseguir que la movilización remitiera– lo que acabó por convencer a la dirección de la compañía de aceptar las readmisiones. No fue la única cesión a que se vieron obligadas las empresas concernidas. Una vez materializada –entre el 15 y el 23 de marzo– la vuelta al trabajo de los huelguistas, hubo de permitirse que se realizaran asambleas dentro de las fábricas y en horario de trabajo, y las comisiones representativas fueron reconocidas como órgano de interlocución con los trabajadores. En la mayoría de los casos, además, se concedieron aumentos lineales, si bien no siempre se lograron las cantidades a las que se aspiraba. A principios de agosto, durante las fiestas mayores, los últimos trabajadores que permanecían encarcelados a raíz de su participación en la huelga eran recibidos en la ciudad. Todos ellos fueron también readmitidos.
Tiempo después, Manuel Fraga, para quien la huelga de Vitoria había constituido una mezcla “entre los soviets de 1917 y el 68 parisino”, hacía balance de esta forma de su actuación como ministro de la Gobernación en aquel primer gobierno de la monarquía: “El orden fue mantenido, y, si se tienen en cuenta las circunstancias, a un coste razonable; […] el serio intento que algunos habían realizado de volcar el carro y de crear las condiciones para un Gobierno provisional, del tipo de abril de 1931, no podría tener éxito.” Con todo, la pérdida de legitimidad que el gobierno sufrió a raíz de los hechos de Vitoria contribuyó a profundizar de manera determinante la crisis en que estaba sumido y, en última instancia, fue uno de los acontecimientos que explican la caída de Arias Navarro, a principios de julio de 1976. Al mismo tiempo, la huelga supuso una contribución de primer orden al proceso de conquista efectiva de derechos que se estaba produciendo en aquellos meses. Como constataba uno de los condenados en el proceso de Burgos, Gregorio López Irasuegui, al salir de la prisión en septiembre de 1976: “Al salir he notado un cambio en la calle importante. Cuando entré todo estaba prohibido. […] Ahora […] se están imponiendo asambleas obreras multitudinarias. Se han impuesto formas de lucha que antes no podíamos imaginar.”
Igualmente, la experiencia marcó profundamente los propios huelguistas. En un texto de valoración de los meses de lucha, un grupo de trabajadores de Forjas Alavesas lo expresaban así: “Compañeros, recordemos cómo en los primeros días hacíamos problema de la legalidad-ilegalidad, recordemos cómo aquella mentalidad patronal que teníamos de que si la huelga era o no legal, de que si la asamblea era o no legal, lo hemos ido superando ampliamente, hemos ido rompiendo poco a poco todas esas ideas que teníamos dentro de nosotros y que no eran nuestras. […] Los obreros de Forjas ya no somos los de antes, somos nuevos, ya nos hemos quitado el vendaje y no nos lo volveremos a poner.” Ello no impedía, sin embargo, que en este mismo escrito fueran capaces de hacer autocrítica: “Otro dato a tener en cuenta es que […] el peso de todo lo que se ha venido haciendo ha estado en manos de unos pocos, llegando a posiciones lideristas por parte de algunos y de falta de participación por parte de otros.”
Ambos elementos, tanto el proceso de empoderamiento de los trabajadores como la capacidad para valorar la propia experiencia de forma autocrítica, expresan mejor que ninguna otra característica el legado de la huelga de Vitoria. Una huelga cuya fuerza residió en el acierto de saber conectar con los intereses de una mayoría y, al miso tiempo, hacerlo de un modo horizontal, que posibilitara la participación de todos en el proceso y el aprendizaje a través de la lucha.
Pau Casanellas
La Directa
Traducido del catalán para Rebelión por el autor
Pau Casanellas es historiador. Ha publicado ‘Morir matando. El franquismo ante la práctica armada, 1968-1977’ (Catarata, 2014) y, en coautoría, ‘Gobernadores. Barcelona en la España franquista (1939-1977)’ (Comares, 2015).
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