domingo, febrero 09, 2020

Dalton Trumbo, ese rojo pacifista que escribió Espartaco



Hay un par de escenas de la película Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) que se han repetido hasta la saciedad y sobre las cuales se han elucubrado todo tipo de teorías: la de las «ostras y caracoles» y «yo soy Espartaco». La primera, prohibida durante el franquismo por su alusión a la homosexualidad, y la segunda, por ser una metáfora de la solidaridad revolucionaria en tiempos en los que en EE. UU. el comunismo estaba peor visto que en su día lo fuera Sadam Hussein o ahora Bashar Al Assad.
Sin embargo, el rodaje de aquella película, de la que Stanley Kubrik nunca se sintió muy satisfecho —lo cierto es que la cogió a mitad de metraje después de que Anthony Mann fuera despedido—, supuso mucho más que aquellas dos escenas. Principalmente porque su guion partía de Dalton Trumbo, que estaba en las listas negras del macartismo, y porque solo el hecho de que figurara en los créditos significó un puñetazo en la mesa de Hollywood frente a los temerosos de Marx. Eso sí, más de una década después de que el universo cinematográfico hubiera sucumbido con todo tipo de delaciones. Como dijo Orson Welles: «Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas. Somos pocos quienes no hemos traicionado nuestra postura, los que no hemos dado nombres de otras personas».
Kirk Douglas, el actor del hoyuelo que a estas alturas ya nos parece eterno, ha decidido contar ahora qué pasó exactamente en aquel rodaje en el libro Yo soy Espartaco (Capitán Swing), que cuenta con un prólogo entusiasta de George Clooney —por eso de que el clan Obama de Hollywood sabe apoyarse bien entre ellos—. Y lo hace porque, según él, ahora EE. UU. está incluso más dividido que en los cincuenta y sesenta, con el estallido de la caza de brujas. Douglas pretende contarnos un relato sobre la solidaridad y sobre el poder del diálogo para cuadrar nuestras diferencias. Y, además, no se corta un pelo (a los noventa y cinco años no hay ninguna necesidad de ello) en señalar el desastre que supuso el macartismo: «Hombres, mujeres y niños inocentes vieron arruinada su vida debido a esta catástrofe nacional», escribe. No obstante, algo se echa en falta: ¿por qué el señor Douglas no nos ha contado algo más sobre Dalton Trumbo, el verdadero héroe de esta historia? ¿Por qué al final parece más una historia sobre el carácter heroico de este actor y productor? ¿Por qué queda la sensación de que fue Douglas, él solito, quien acabó con aquella censura? Al fin y al cabo también lo ha escrito él y cada uno cuenta las cosas como le apetece, que para algo es el autor.
Este péplum que tenemos en la cabeza comenzó su producción en 1957. Diez años antes, el Comité de Actividades Antiestadounidenses había condenado a diez guionistas y directores de cine a la cárcel y a no trabajar más en Hollywood por sus ideas comunistas. En aquel tribunal se encontraba, por otra parte, un joven Richard Nixon. Y enfrente, entre los acusados, Dalton Trumbo, conocido entonces por novelas como Johnny cogió su fusil.
Si se mira una foto de Trumbo en aquella época se ve a un hombre de rostro delgado, fino, con gafas de pasta y ese bigote tan años cuarenta. No parece haber demasiada peligrosidad, aunque sí determinación. De hecho, en aquel tribunal él no delató a otros compañeros y, por supuesto, no se declaró culpable de sus ideas. Poco nos cuenta Douglas, no obstante, de lo que sucedió después del juicio. Trumbo fue a parar a prisión y ahí acaba la pista (no resurgirá hasta años después con Espartaco).
Pero sí podemos ahondar en su vida a través de otros archivos como el documental que se filmó en 2007, Trumbo y la lista negra, en el que aparecen todo tipo de imágenes, cartas, obras escritas que reflejan quién fue este personaje que ganó dos Óscar —por Vacaciones en Roma y El Bravo— aunque sin figurar en los créditos, y que también firmó otro filme de denuncia de la violencia como fue Papillon, en 1973.
Trumbo nació en Montrose, Colorado, en 1905, hijo de emigrantes francosuizos y en su adolescencia se pasó noches trabajando en una panadería y viendo películas. Antes de cumplir los treinta ya escribía reportajes y pequeñas historias para Vanity Fair y Hollywood Spectator. De hecho, en 1934 se convirtió en editor de esta revista, que le llevó directamente a los estudios Warner.
Fue en esa época cuando comenzaron sus simpatías hacia el Partido Comunista. Él se definía como pacifista y por ello se mostraba contrario a que Estados Unidos participara en la II Guerra Mundial de la mano del Reino Unido. En 1939 escribiría la novela Johnny cogió su fusil, completamente antibelicista, aunque no pudo dirigir su adaptación al cine hasta 1971. Del libro se pueden escoger algunas de las frases que destrozan cualquier lema de la Legión Extranjera.
No existe nada noble al morir. Ni siquiera cuando mueres por honor. Ni siquiera cuando mueres como el mayor héroe que el mundo haya visto. Ni siquiera cuando eres tan grande que tu nombre nunca será olvidado y, ¿quién es así de grande? Lo más importante es su vida muchachos. Ustedes no son nada muertos, excepto para los discursos. No los dejen burlarse más. No pongan atención cuando les den palmadas en los hombros y les digan, ven con nosotros tenemos que pelear por la libertad o cualquier palabra que usen, porque siempre hay una palabra.
Ustedes no son nada muertos, excepto para los discursos. Algo así también se puede encontrar en los libros de Arturo Barea, quien participó como soldado en la famosa guerra del Rif y posterior desastre de Annual, y a quien aún se le deben bastantes homenajes en España.
Pero volvamos a Trumbo. En 1943 se afilia al Partido Comunista donde permanece hasta 1948. Un año antes fue condenado a once meses de prisión y a no volver jamás a Hollywood. De hecho, cuando sale de la cárcel se marcha con su familia a México, donde seguirá escribiendo guiones. Y ahí es cuando, en 1953, surge esa maravillosa película llamada Vacaciones en Roma, un cuento de hadas que aborda, no obstante, un tema que ahora borbotea por todos los periódicos: el derecho a nuestra privacidad. Trumbo, que tuvo que firmar como Ian McLellan Hunter, escribió una historia casi de espías y chantajistas que se aprovechan de la información que saben del otro. Casi como lo que a él le ocurrió cuando fueron investigadas sus propias actividades. La película se recuerda hoy por sus imágenes de Roma, por la química entre Audrey Hepburn y Gregory Peck, pero sin ser una obra maestra, también tiene un trasfondo político: hay información que no debe hacerse pública porque permanece en el ámbito de la intimidad, aunque te puedan decir aquello de «No está vedado cazar princesas». Trumbo obtuvo el Óscar por este guion, pero no pudo subir al escenario para recibirlo.
A finales de los años cincuenta, la caza de brujas ya estaba renqueante. Es entonces cuando entra en escena Kirk Douglas y todo lo que relata en el libro Yo soy Espartaco. En realidad, la aparición de Trumbo en su vida fue casi por casualidad, ya que en un primer momento no iba a ser el guionista, sino que este trabajo había recaído en el autor de la novela Espartaco, Howard Fast. Pero todo salió mal. El guion no gustó a nadie, y mucho menos a Universal, el estudio encargado de poner la mayor parte del dinero para la producción. Fue a Eddie Lewis a quien se le ocurrió que podrían llamar a Sam Jackson, otro nombre ficticio de Trumbo para trabajar. Y aceptó.
Caracoles, ostras, Yo soy Espartaco… Muchas frases han quedado para la historia de este extraordinario guion que, de alguna manera, se venga de lo que Trumbo pasó en los años cuarenta con el macartismo. ¿No quieres comunismo? Toma dos tazas: «Solo un hombre que se sabe libre es capaz de liberarse de la esclavitud», «Volveremos y seremos millones». ¿No quieres conductas inmorales? Toma caracoles o esa otra sentencia que Douglas le suelta a Jean Simmons, que interpreta a Lavinia: «Nunca he estado con ninguna mujer». Una frase que, por otra parte, el actor temía que el público se tomara a risa dada su faceta de gigoló durante años.
No es improbable pensar que Trumbo estuviera pensando en personas muy determinadas cuando escribió este texto. Quizá en el propio Nixon, sin saber que una década después sería el presidente de los EE. UU.: «Si castigáramos a todos los jefes de milicia que se han puesto en ridículo, no quedaría nadie con grado superior al de centurión», suelta Graco, interpretado por Charles Laughton. O lo que es lo mismo: bofetada a la mediocridad de los líderes. El conocido «quien llega arriba es porque es un mediocre y fácil de manejar», que hoy todavía resuena con fuerza, escrito con mucha más clase y elegancia.
Pero, ¿por qué logra Trumbo salir del abismo del exilio? ¿Por qué llega a figurar en los créditos de Espartaco? No es, desde luego, solo la mano ejecutora de Douglas, aunque también lo impulsara y estuviera de acuerdo. En 1960, con la película a punto de estrenarse, ya había un nuevo presidente en la Casa Blanca: el carismático John Kennedy. Poco quedaba de la época anterior y el Technicolor comenzaba a tomar fuerza desde los televisores: «A new life has come». Un murmullo burbujeante se oía ya en las calles que poco después estallaría en la forma de las manifestaciones por los derechos civiles, contra la Guerra de Vietnam, etc. Colocar a Trumbo en los créditos era subirse a la nueva ola. Era molar. Y, además, estaba muy bien.
Eso también lo pilló Otto Preminger, el director de Éxodo, que había contado en el guion con Trumbo, y que decidió que este apareciera por primera vez con su nombre real en los créditos. Así, entre uno y otro, hicieron que en 1960 todo cambiara porque, en realidad, todo había cambiado ya. De repente, hasta había un presidente que iba al cine a ver Espartaco.
Quien nunca se movió un ápice de su sitio fue el singular guionista. Al menos, así lo dicen sus trabajos posteriores. Ya con la gloria sobre sus hombros, no permitió que su pluma temblara y se plegara al poder (que ahora estaba de su parte), por lo que en 1973 escribió uno de sus guiones más memorables y con el que volvió a ajustar cuentas con su pasado: Papillon. La película, dirigida por Franklin J. Schaffner e interpretada por Steve McQueen y Dustin Hoffmann es una denuncia brutal de las condiciones en las que pueden llegar a estar los presos, siendo estos además inocentes. Posiblemente sea uno de los filmes más duros sobre la temática, con escenas de tortura en las que arrancar uñas de cuajo quizá sea de lo más flojo. La atrocidad hecha carne humana y un desbordado anhelo de libertad.
Fue por lo que Trumbo luchó toda su vida y lo hizo mediante las palabras, que eran el arma que él tenía. Hay que aplaudir hoy a Kirk Douglas que nos recuerde, aunque sea desde su atalaya, quién fue este hombrecito y qué supuso para la historia del cine y de los que fueron a ver sus películas. Murió en 1976 de un ataque al corazón dejando incompleta su novela —publicada de manera póstuma— La noche del uro, que ha sido reeditada recientemente por Plataforma. A través del personaje de un oficial nazi, en ella el escritor sondeó los mismos entresijos humanos que le habían obsesionado siempre: «Esa oscura ansia de poder que acecha en todos nosotros, esa perversión del amor que es secuela inevitable del poder, el perverso, exquisito placer del poder absoluto». Él sabía muy bien de lo que hablaba.

Paula Corroto



Woody Strode, Stanley Kubrick y Kirk Douglas durante el rodaje de Espartaco.

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