Hoy día hablar de socialismo no es lo más común. El discurso dominante -absolutamente pro libre mercado- lo tacha de “rémora del pasado”, “experimento ya fenecido”, “objeto condenado al museo”. Pero ahí está la República Popular China que, con un muy particular modelo de socialismo propio, ha conseguido logros espectaculares.
Ese “particular modelo” (socialismo de mercado, o socialismo con características chinas) abre preguntas. Para el capitalismo, seguramente; y no solo preguntas, sino preocupaciones, porque un país -de hecho, el más poblado del mundo- gobernado férreamente por un Partido Comunista, está pasando a ser una superpotencia que desafía la supremacía de la hoy principal potencia del libre mercado: Estados Unidos. Lo que lleva a recordar que para la ideología capitalista -la dominante en todo el orbe hoy por hoy- esas reformas introducidas en China con la apertura hacia mecanismos de empresa privada alientan la esperanza que el gigante asiático termine dejando la senda socialista para volverse un país capitalista más. Cosa que, evidentemente, no sucede (las esperanzas de un retorno al camino del libre mercado no se cumplen).
Y para quienes no creen que el socialismo sea un “artefacto de museo”, la experiencia china inaugura un necesario y profundo debate: ¿cómo se construyen las alternativas al capitalismo?
“Es mejor ser pobres bajo el socialismo que ricos bajo el capitalismo”, había sentenciado Mao Tse Tung durante la Revolución Cultural. Sin dudas, la revolución triunfante de 1949, si bien había comenzado a obtener logros en el campo social, no pudo modificar la situación económica estructural de base. Para 1976, año de la muerte de Mao, China era aún un país muy pobre, atrasado tecnológicamente, con una economía básicamente agraria, y con el 80% de su población bajo la línea de pobreza, sobreviviendo con una precaria economía de mantenimiento (arroz y papa).
En el año 1978 asume la dirección nacional Deng Xia Ping quien, sin renunciar a los principios del socialismo, comenzó a introducir importantes reformas en el ámbito económico: aparición de mecanismos de libre mercado, aparición de empresas privadas extranjeras y acumulación capitalista, con la aparición posterior de una clase empresarial nacional con innumerables multimillonarios. “Ser rico es glorioso”, pudo decir Deng años más tarde. Era proverbial su pragmatismo: “No importa si el gato es blanco o negro; lo importante es que cace ratones.” Años después, con el mantenimiento de ese enorme programa de transformaciones económicas, la China cambió profundamente.
Las reformas se han mantenido y profundizado, pero el espíritu socialista no varió. El Partido Comunista sigue conduciendo el país con, aparentemente, un norte bien claro. De hecho, ya hay trazados planes para el siglo XXII, cosa que, seguramente, solo una cultura milenaria como la china -5,000 años- puede hacer, donde el tiempo se mide en ciclos inconmensurables (“¿Qué opina de la Revolución Francesa de 1789?”, dicen que le preguntaron a Lin Piao, dirigente maoísta. “Es muy prematuro para opinar todavía”).
Según datos del Banco Mundial, para nada sospechoso de posiciones socialistas, entre 1980 y 2010 la tasa de pobreza (ajustada a inflación y poder de compra) se redujo del 80% al 10%, una caída sin precedentes en la historia. Esto significa que 500 millones de personas salieron de la pobreza histórica. Entre 1990 y 2014 el PIB per cápita creció un 730%, mientras el PIB mundial aumentaba solo un 63%. Esto redujo notablemente las diferencias entre China y el resto de países del globo. En 1990, el PIB chino era un 83% más bajo que el PIB mundial (con un ingreso per capita promedio de 1,500 dólares anuales frente a 8,800 dólares), pero en 2014 este diferencial negativo se había reducido al 13% (12,600 dólares frente a 14,400 dólares). La economía china hoy día está vigorosa como ninguna, y sigue creciendo, no al ritmo vertiginoso de años atrás (10% anual), pero sí igualmente en forma muy abultada (6% interanual). De hecho, hoy los cuatro bancos más grandes del mundo son chinos: Industrial and Commercial Bank of China, China Construction Bank, Agricultural Bank of China y Bank of China, tres de ellos de propiedad estatal.
Ese descomunal crecimiento económico de la República Popular China plantea profundos interrogantes al ideario socialista. Contrario a lo dicho por Mao y su casi entronización de la pobreza, Deng dijo que “la pobreza no es socialismo”. Lo cual lleva a preguntarnos: ¿es la empresa privada el motor del crecimiento económico?
Xulio Ríos, un agudo analista de todo el proceso chino, nos informa que “el sector privado desempeña actualmente un importante rol en la segunda economía del mundo. Según fuentes oficiales, responde por más del 50% de los ingresos tributarios, el 60% del PIB, el 70% de la innovación tecnológica, el 80% del empleo urbano y el 90% de los nuevos trabajos y nuevas empresas. Todo ello con el 40% de los recursos. Desde 1980, la tasa de crecimiento anual del sector privado ha oscilado entre el 20 y el 30%, mucho más elevada que el 5-10% de las empresas de propiedad estatal.”
¿Por qué este apoyo a la empresa privada entonces que realiza el Partido Comunista de China? ¿Rechazo del socialismo? Según los ideólogos y autoridades que dirigen el país, no. Por el contrario, es el “camino correcto” que traerá desarrollo y prosperidad para toda la población china, y con su proyecto de Nueva Ruta de la Seda, podrá contribuir a un desarrollo global. ¿Es así?
El gigante asiático hace ya largos años que produjo cambios sustanciales en el ideario socialista con que llevó a cabo su revolución en 1949, con Mao Tse Tung a la cabeza. Desde las reformas introducidas a fines de los 70 del siglo pasado se comenzó a construir un engendro que para la izquierda tradicional de Occidente nunca se terminó de entender: “socialismo de mercado”. Lo cierto es que, apelando a la introducción de todo un sector de propiedad privada, el país ha venido produciendo un avance económico fabuloso, sin precedentes en ningún Estado capitalista. Atrayendo inversión externa, permitiendo la propiedad privada de los medios de producción, siempre bajo la atenta mirada del Partido Comunista, que es quien fija férreamente las políticas, China pasó a ser una gran economía, disputándole el cetro global a Estados Unidos, y con un superávit comercial impresionante que le permite ser principal acreedor del país norteamericano.
¿Hay realmente un “milagro” económico en China? Según como se lo quiera ver: sí y no. No hay dudas que con la incorporación de capitales externos, y tomando tecnologías provenientes del desarrollo capitalista, el país asiático mantuvo -y mantiene todavía- un vertiginoso ritmo de crecimiento económico que nunca se vio en Occidente (ni durante la revolución industrial en la Inglaterra dieciochesca ni en Estados Unidos entre fines del Siglo XIX y durante el XX). Ello permitió levantar increíblemente el nivel de acceso a la riqueza de grandes masas, sacando de la pobreza rural ancestral a millones de chinos. La dirección comunista impidió que China fuera solo una “gran maquila”, como suele presentársela (quizá maliciosamente), dejando de ser “ensambladora de mercaderías de mala calidad”, de “juguetitos de segunda”, para ir convirtiéndose en un país altamente industrializado, con tecnologías de punta propias que ya comienzan a sorprender.
El Partido Comunista dirige efectivamente los destinos del país, reservándose las decisiones básicas en el manejo de la economía, exigiendo la real y constatable transferencia tecnológica a los capitales externos que se invierten, y teniendo planes concretos de desarrollo nacional a muy largo plazo (en China hablar de 50 o 100 años no es nada, obviamente, después de 5,000 años de historia. “Siéntate al lado del río a ver pasar el cadáver de tu enemigo”, enseñaba Sun Tzu… La paciencia china es proverbial).
El desarrollo económico es real, y ello permitió un avance científico-técnico portentoso, ubicándose ya hoy como líder en muchos campos del quehacer humano, habiendo superado a las potencias capitalistas (informática, inteligencia artificial, investigación aeroespacial, biotecnologías, transportes). De hecho, su acumulación de reservas monetarias es tan grande que, junto con Japón, es quien sostiene al Tesoro de Estados Unidos. Hoy día China es vital para el mantenimiento del equilibrio económico del planeta.
El costo de este fenomenal salto no es poco: retornó la explotación capitalista más inmisericorde, con condiciones que ya no existen en muchos países. La fabulosa acumulación originaria -que en Europa se hizo masacrando indígenas americanos y población negra africana, mientras se robaban con avidez los recursos naturales- en la China capi-socialista se llevó a cabo a partir de la gran explotación de sectores campesinos que se reubicaron en los grandes centros industriales de las urbes más desarrolladas, con salarios de hambre y con extenuantes jornadas laborales. Condiciones que, sin dudas, rayan la semi-esclavitud.
Eso no tiene secretos: la riqueza la producen siempre los trabajadores con su esfuerzo personal (urbanos-rurales-manuales-intelectuales), no importando el modelo económico en el que se desenvuelvan. La cuestión es cómo se distribuye esa riqueza socialmente producida. En China, a partir de la existencia de un sector de su economía basada en el modelo capitalista -aunque sea dirigido por directivas que políticamente fija el Partido Comunista-, la explotación está presente. Que esa riqueza no sea apropiada enteramente por los inversionistas privados y que el Estado (socialista) se encargue de devolverlo a la población a través de políticas sociales, es otra cosa. Pero la explotación está. Por otro lado, contrariando los principios marxistas clásicos, este nuevo modelo de desarrollo (“socialismo a la china”) estimula la aparición de propietarios privados, premiando el “éxito” económico de quienes se transforman en millonarios. El lujo ostentoso está presente en el país al igual que en los más encumbrados centros capitalistas de Occidente. Todo lo cual abre esa pregunta a la construcción socialista: ¿cómo?, ¿socialismo con clases sociales diferenciadas? En todo caso, lo que en el milenario país asiático se ve podría hacer pensar en un capitalismo socialdemócrata, con un Estado keynesiano benefactor.
Desde fuera de China, y con planteos marxistas clásicos, cuesta entender el proceso. ¿Es capitalismo o es socialismo? ¿Un paso atrás para tomar impulso y seguir avanzando? Lo cierto es que el proyecto chino actual, que se comporta como cualquier planteo capitalista, se está extendiendo por el mundo. Y donde llega, su impronta es capitalista. Invierte capitales y explota mano de obra. Claro que -fundamental es aclararlo- de momento no se ha mostrado como potencia imperialista invasora apelando a la violencia militar. Sin disparar un tiro, está haciendo algo que el rapaz capitalismo estadounidense, o el europeo en su momento, hicieron a base de sanguinaria entrada bélica. El ambicioso proyecto de la Nueva Ruta de la Seda es una iniciativa que posicionará a China como principal potencia mundial, con presencia en más de 100 países. Para algunos es una forma sutil de imperialismo, colocando sus propias mercaderías en los cinco continentes; para otros, los chinos fundamentalmente, una forma de llevar prosperidad a los sectores más deprimidos del globo. ¿Planteo socialista? El debate está abierto.
Se podría pensar que el aliciente de la empresa privada les ha servido. ¿Qué tiene la empresa privada que fomenta ese crecimiento, y que el Estado socialista, con economía planificada, no consigue? ¿Habrá que quedarse con la idea que “el ojo del amo engorda el ganado”? ¿Es inexorable esa verdad? Por eso decíamos que el fenómeno de la China debe llevarnos a plantear estas cuestiones básicas de todo el andamiaje conceptual socialista.
La idea de “productores libres asociados”, como dijera Marx, estandarte de esa fase superior de desarrollo que sería el comunismo donde regiría la fórmula “De cada quien, según su capacidad; a cada quien, según su necesidad”, dista aún mucho de la realidad actual. Lo que prima dentro de las relaciones capitalistas no es, precisamente, la solidaridad, la fraternidad. El “sálvese quien pueda” individualista es la matriz dominante.
La experiencia china muestra que el incentivo personal cuenta, y cuenta mucho para la generación de riqueza (¿no era eso lo que buscaba la Perestroika soviética?). ¿Puede ese elemento ser la guía para la construcción de una sociedad nueva? A estar con lo que nos lega la actual República Popular China, estaríamos tentados de responder que sí. Pero, ¿solo el látigo del amo permite elevar la productividad? Lo cual lleva a plantearnos: ¿es posible construir el socialismo en países industrialmente no desarrollados? Lo curioso es que las primeras experiencias socialistas vinieron de las zonas menos industrializadas, con situaciones agrarias quasi feudales (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua).
Valga una vez más la cita de Deng Xia Ping: “la pobreza no es socialismo”. ¿Se necesita inexorablemente una gran acumulación de riqueza para construir el socialismo? Si es así, pareciera imprescindible elevar la productividad para ello. ¿Sin el látigo patronal no se puede lograr?
La promoción de incentivos individuales para aumentar la producción no es nada nuevo: en la Unión Soviética, durante la década de 1930 tuvo lugar el movimiento stajanovista (impulsado por el minero Alekséi Stajánov), consistente en el pago de bonos extras por el aumento de la productividad. Eso mismo retomó Mijaíl Gorbachov con su intento de reestructuración en la década de los 80, para lo que se introdujeron mecanismos capitalistas. “Bajo el capitalismo, esto es una tortura, o un engaño”, dijo Lenin refiriéndose a los premios que otorgaba a sus trabajadores la industria estadounidense. “Hay elementos de "tortura y engaño" en los récords soviéticos también”, agregó León Sedov (hijo mayor de Trotsky), analizando el stajanovismo, que no es sino una fórmula capitalista de fomento del individualismo, del premio al voluntarismo personal.
Sigue siendo una agenda pendiente para el socialismo cómo lograr un aumento de la riqueza a partir de economías planificadas. Eso remite a la pregunta de si es posible establecer una moral socialista que funcione autónomamente (hay que trabajar con excelencia porque esa es la ética humana, podría decirse), o se necesita siempre del látigo para hacernos mover. Disyuntiva que, sin dudas, no está resuelta. La empresa privada, que no se detiene a filosofar sobre estos puntos, se limita a presentar el látigo. Para los trabajadores, la amenaza de la desocupación es un tirano que asusta tanto o más que la cámara de tortura. Y con eso acumula riqueza; lo demás le sale sobrando. Pragmatismo puro, podría decirse. Deng Xia Ping y sus reformas son un claro ejemplo de ello.
El modelo chino, ese raro y complejo “socialismo de mercado”, permitió generar una acumulación de riqueza espectacular en poco tiempo. El costo es que está basado en la explotación de los trabajadores. ¿Fue necesario eso como “un paso atrás para tomar impulso”? Todo indicaría que el Partido Comunista tiene puesto ahora sus ojos en la promoción de enormes planes de beneficio social para las inconmensurables masas de población del país. La riqueza acumulada probablemente lo permita.
Otros países socialistas como Cuba, Corea del Norte, o Vietnam, que sufrió también un proceso de involución capitalista, están preguntándose ahora sobre el modelo chino (dirección política de izquierda con introducción de mecanismos capitalistas).
Se abre la pregunta entonces sobre si no hay otra forma de incentivar la producción que no sea a través del premio material, el premio al propio esfuerzo, la incentivación de la ganancia (“Ser rico es glorioso”). Las empresas privadas en China sirvieron para aumentar la productividad a un gran superlativo. Y ello, pareciera, es lo que sirvió para generar un nivel de confort para toda su población que una economía rural de subsistencia no podía lograr.
¿Cuál es la clave para fomentar la productividad entonces, si entendemos que ese es el camino para el aumento de la riqueza? En la extinta Unión Soviética los mecanismos de mercado sirvieron para la explosión del país (se ha dicho que Gorbachov trabajaba para la CIA. Más allá de eso -posible teoría paranoico-conspirativa-, es evidente que la introducción de elementos capitalistas sirvieron para destruir al primer Estado obrero-campesino de la historia). En China, que siempre estudió muy meticulosamente el experimento soviético, los resultados son otros. ¿Qué pasará en Cuba, por ejemplo, si se permiten abiertamente los mecanismos capitalistas?
Todo esto no pretende tomar una posición definitiva sobre la experiencia china sino aprender de ella, estudiarla y ampliar el debate, útil en los países que no somos la China. Lo que nos lleva a pensar: ¿qué es entonces el socialismo? ¿No era socialización de los medios de producción y poder popular, democracia de base?
Marcelo Colussi
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