Alberto Fernández encabezó en persona la reunión que mantuvieron funcionarios del gobierno nacional con los representantes de las cámaras patronales del campo, para desistir de su amenaza de subir las retenciones o poner cupos a la exportación de trigo y maíz. Ello, apenas a cambio de un compromiso de palabra de aportar «claridad» a los precios de las materias primas, que son insumos esenciales de la producción de alimentos como harinas y carnes.
El presidente había advertido en un reportaje que, si no se aminoraba el impacto de la suba de los precios internacionales de las commodities sobre los precios internos de estas materias primas, el gobierno podría recurrir a medidas como un aumento de los derechos de exportación o a la fijación de límites que obliguen a vender el resto de la producción en el mercado local, para forzar un «desacople». El rechazo de la Mesa de Enlace y la sola mención a cortes de rutas y paros en la comercialización agraria bastaron para disuadir la advertencia oficial.
El gobierno ya había reculado a principios de año en el establecimiento de un cupo a la exportación de maíz, y el año pasado capituló estruendosamente con la intervención de Vicentin. Esta vacilación expresa una contradicción fundamental de toda la arquitectura económica que intenta montar, basada en la recaudación de divisas por las exportaciones primarias, de manera de poder cumplir con el repago de la deuda y pactar con el FMI. El alza de la cotización internacional de las materias primas abre expectativas en que se logre ese objetivo, pero esclarece que semejante rumbo colonial tiene un costo bestial sobre la población trabajadora del país.
Como las reservas internacionales del Banco Central están en cero, Alberto Fernández está entonces a merced del gran capital agrario, lo que explica los sucesivos recules. En el caso de la retenciones al trigo y el maíz, las mismas se ubican en un 12% y podrían aumentarse por decreto hasta un 15%. En el caso de las carnes, fue reducida en octubre del 9% al 5%. Las subas desatarían una pulseada, cuando todo el esquema económico oficial depende de la liquidación de la cosecha a partir de marzo. El temor es que se sigan acopiando los granos para especular con una devaluación, como sucede con el equivalente a 4.000 millones de dólares que restan venderse de la cosecha pasada.
Al compás de las subas de las cotizaciones paralelas, el gobierno viene depreciando el dólar oficial para evitar «atrasos». Es justamente por eso que la carestía de los alimentos, y la inflación en general, amenazan con desmadrar la situación, cuando aún falta que se fijen los montos de los tarifazos -que en algunas provincias superan el 30%. Para «desacoplar» las expectativas inflacionarias de los reclamos paritarios, montaron un supuesto acuerdo de precios y salarios. Sin embargo, toda la política económica conspira contra cualquier control de las remarcaciones.
A lo único que se comprometieron las patronales rurales es a acordar a esclarecer a cuánto venden las materias primas, pero argumentan que la incidencia sobre los precios finales de las góndolas no es decisiva. En realidad, tanto el gran capital agrario como todos los eslabones de la cadena se encuentran facturando superbeneficios a costa de los consumidores. Desde el costo financiero usurario de los bancos, la monopolización de los insumos (semillas, fertilizantes, agrotóxicos) por grandes pulpos como Monsanto o Syngenta, el avance de los pooles de siembra, la especulación de las exportadoras a costa de los pequeños productores, hasta las remarcaciones permanentes de las grandes cadenas de supermercados.
Para cortar de cuajo con esta situación haría falta abrir los libros de toda la cadena de producción y comercialización de alimentos, pero es un horizonte que escapa a los planes fondomonetaristas del gobierno, los cuales requieren evitar un conflicto abierto con las patronales del campo. Un cese de la comercialización agraria complicaría aún más las negociaciones con el Fondo Monetario, que Martín Guzmán intenta acelerar.
Inciden en el ritmo de la inflación otros factores, como los costos de transporte que son encarecidos por los sucesivos naftazos que habilita el gobierno, por los cuales en lo que va del año se encarecieron un 10% los combustibles. Esto de hecho ha ocasionado un conflicto con las empresas transportistas, lo cual evidencia la disputa capitalista por el reparto de la renta agraria. Al país no le queda nada, porque el saldo comercial se utiliza para el pago de la deuda externa y los pulpos que dominan las ramas estratégicas de la economía fugan sus capitales al exterior en lugar de impulsar el desarrollo productivo (la cosecha se calcula un 9% menor en volumen respecto del año pasado).
Por último apuntemos que la política fondomonetarista incluye por supuesto un ajuste fiscal, motivo por el cual el gobierno no toca el IVA sobre los alimentos, que fue repuesto en el 21% ni bien asumió Alberto Fernández. Es otra muestra de que todo el peso del rumbo oficial se descarga sobre las espaldas de las familias trabajadoras. Los impuestos que gravan el consumo popular deben ser eliminados y reemplazados por gravámenes progresivos al gran capital.
La impotencia del gobierno para contener los precios de los alimentos se deriva de todo el plan económico que negocia con el FMI para el repago de la deuda externa. La nacionalización de comercio exterior bajo control obrero y el repudio de la deuda son medidas elementales para revertir esta dependencia, y emprender una reorganización social.
Iván Hirsch
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