A tan solo un mes de su llegada a la presidencia, Joe Biden ordenó su primer bombardeo en Medio Oriente, lo que ya se ha convertido en una tradición de los mandatarios yanquis (desde Ronald Reagan en adelante, todos lo han hecho). Fue en Siria, en la frontera con Irak, y estuvo dirigido pretendidamente contra milicias proiraníes que operan en el país mesopotámico.
El ataque, que según algunas fuentes habría causado más de veinte muertos, se hizo en franca violación de la Carta de Naciones Unidas, que no autoriza respuestas armadas contra un país que no esté involucrado en la agresión previa. Fue justificado por el gobierno yanqui como una represalia ante un ataque contra objetivos norteamericanos en Irak a mediados de mes.
Preocupado por los retrocesos norteamericanos en materia de política exterior en los últimos años, Biden ya había confirmado al comienzo de su mandato su intención de recuperar el terreno perdido, al expresar que “Estados Unidos está de vuelta”. Credenciales no le faltan: como presidente de la comisión de asuntos exteriores del Senado, apoyó las invasiones de Afganistán e Irak.
Como parte de su política exterior, Biden prepara una línea más dura contra Rusia y mantendrá la guerra comercial con Beijing y los ejercicios militares en el Mar de China Meridional, lo que ya desató roces con el gigante asiático. Al mismo tiempo, ha expresado algunos contrapuntos con Trump, por ejemplo en el propósito de retomar los acuerdos con Irán abandonados por el magnate (este bombardeo, de todos modos, es una piedra en el zapato de esa tentativa).
El ataque aéreo llega cuando la guerra y las sanciones económicas han agudizado las penurias de las masas en Siria. Un funcionario de la ONU asegura que el 60% de la población no tiene “acceso regular a suficientes alimentos inocuos y nutritivos” (Europa Press, 26/2). También advierte sobre el desarrollo de la desnutrición infantil. La guerra en Siria ya ha dejado más de 500 mil muertos y 11 millones de desplazados y refugiados, sobre una población de 22 millones al comienzo del conflicto.
En el complejo escenario sirio se entrecruzan los intereses del imperialismo yanqui, de Rusia y otras potencias regionales, como Turquía e Irán, que están desangrando al país. Bachar Al-Assad, que cuenta con el apoyo de rusos e iraníes, ha logrado mantenerse en el cargo. La oposición islamista quedó reducida a algunas áreas de la provincia de Idlib, donde resisten grupos ligados a Al Qaeda y otros relacionados con Turquía. El Estado Islámico, por su parte, fue derrotado a partir de la acción de una coalición internacional.
Uno de los objetivos norteamericanos en Siria es el control del petróleo. Bajo el gobierno de Trump, en nombre de priorizar la situación doméstica, se ordenó en octubre de 2019 el retiro de las tropas norteamericanas en el país, cuando Turquía emprendió una ofensiva contra los kurdos en la frontera norte (lo que fue leído por estos como una entrega por parte de los yanquis). Sin embargo, estas tropas se fueron reubicando después sobre los pozos petroleros.
La orden del retiro fue aprovechada por Putin para ganar una mayor gravitación en la región. Arribó a un acuerdo con Turquía para establecer una zona de seguridad (que desplazó a los kurdos) y patrullajes conjuntos. Pero posteriormente, a comienzos de 2020, Turquía y Rusia se vieron fuertemente enfrentados ante la ofensiva del gobierno sirio sobre Idlib.
A contrapelo de Estados Unidos, Turquía, Rusia e Irán han ido ganando mayor influencia en Siria.
En Irak, donde operan las milicias proiraníes que fueron atacadas (el llamado Hezbollah iraquí y Kataib Sayyid al-Shuhada, integrantes de las Fuerzas de Movilización Popular creadas en 2014 para enfrentar al Estado Islámico), Estados Unidos tiene desplazados 5 mil soldados. En 2019, estalló una rebelión popular contra el gobierno de Adel Abdul-Mahdi, debido al desempleo masivo y la falta de agua potable y luz. En la represión hubo cientos de muertos. Tras su caída, se instauró en 2020 un gobierno liderado por Mustafa al Kadhimi, apoyado tanto por Estados Unidos como por Irán. El régimen corrupto de reparto de esferas de influencia entre distintos grupos confesionales se mantiene. Este gobierno también ha reprimido de forma criminal las recientes movilizaciones contra la devaluación monetaria, que amenazan con agudizar el empobrecimiento de las masas.
En definitiva, allí donde están los intereses norteamericanos, las masas lo sufren. Pero no son solo los yanquis. Hay un incremento notable de la intervención militar de las potencias imperialistas para defender sus privilegios de exacción de las riquezas nacionales (Francia, Italia, etc.). La agudización de la crisis económica capitalista las “obliga” a crecientes aventuras militaristas y masacres de los pueblos. ¡Fuera yanquis e imperialistas de Siria, Irak y Medio Oriente! Para la izquierda norteamericana, en particular para los sectores que activan dentro del Partido Demócrata, es un deber imperativo denunciar y movilizarse contra estas acciones militaristas-imperialistas. El “progresismo” si no es antiimperialista deviene en cómplice reaccionario.
Gustavo Montenegro
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