Recientemente, la Universidad de Cambridge publicó un informe sobre el consumo energético anual del bitcoin. El mismo supera al de toda la Argentina, país en el puesto 31° del ranking de consumo mundial. Esto hizo resurgir las críticas que desde hace años hacen los activistas ambientales por el impacto ambiental desmedido e incontrolado que traen aparejadas las criptomonedas.
Ocurre que el criptomercado necesita de computadoras encendidas ininterrumpidamente. Estas computadoras -conocidas como “mineras”- realizan todas las transacciones y resuelven cada uno de los algoritmos matemáticos que emiten nuevas criptomonedas. Con cada una de esas operaciones, alzas del valor bursátil o holding del criptomercado, las mineras aumentan en cantidad y por ende crece su consumo energético. Esto, por efecto dominó, se traduce directamente en enormes emisiones de carbono (CO2), propiciantes del calentamiento global.
Para tener una idea, solo en el año 2017 el bitcoin emitió 69 millones de toneladas de carbono. Actualmente, se estima que cada transacción equivale al uso eléctrico de una casa tipo durante un mes. Si se mantiene este ritmo, en diez años el bitcoin resultaría responsable de aumentar 2° la temperatura global. Por si esto fuera poco, cabe aclarar que estas estimaciones valen solo para el bitcoin, pero las cifras reales del impacto ambiental de todo el criptomercado es aún mayor, ya que existen más de 7.000 criptomonedas y una gran parte logra evadir todo tipo de regulaciones, índices o estudios.
La investigación de Cambridge encuentra una limitación. Contabiliza el consumo total del bitcoin pero no consigue determinar la ubicación de las grandes mineras. Si bien se intenta instalar la idea de que los inversores son unos cuantos gamers o aficionados del mundo informático y la deep web, lo concreto es que detrás de cada minera aparecen agentes con capital suficiente para costearse miles de computadoras, grupos electrógenos, sistemas de refrigeración y ventilación constante, con una infraestructura acorde y en terrenos de clima seco. En pocas palabras, son los grandes capitalistas pero de manera disimulada, para evadir las presiones impositivas o limpiar a su empresa del atentado ecológico.
Sobre las mineras apenas se sabe que las dos más grandes de Argentina se encuentran en Tierra del Fuego (una pertenece a Newsan, la otra a Bit Patagonia), pero no se sabe con exactitud cuánta energía consume cada una, cuántas mineras tiene en funcionamiento o a quiénes pertenecen. Sin embargo, sus máximos inversionistas exponen los “beneficios redituables” a todo el mundo, buscando ganar adeptos; desde los referentes empresariales Bill Gates o Mark Cuban hasta una variopinta lista de empresas como Starbucks, MasterCard o KFC. Inclusive las entidades bancarias incursionan en la arena: el JP Morgan ya abrió cuentas bancarias en criptomonedas para Coinbase y Gemini; y el Banco Popular de China emitirá su propia criptomoneda en los próximos meses.
Cuando el magnate Elon Musk anunció en Twitter que invirtió 1.500 millones de dólares en bitcoins y que evalúa utilizarla como método de pago, las controversias se dispararon contra Tesla porque echa por tierra su supuesta conciencia de “empresa verde”. Las acciones crecieron y ahora el bitcoin cotiza en un valor que oscila los 48.000 dólares. También crecieron los “hackers verdes”, que ahora arengan por redes sociales un boicot masivo a las criptomonedas.
Si el bitcoin dejará o no de existir en 2032, si el resto de las criptomonedas se convertirán o no en los nuevos medios de pago, está por verse. Lo que es innegable es que es un fruto de la crisis capitalista. La criptomoneda nació en 2009 como producto de la depresión abierta por la quiebra de Lehman Brothers, en aras de evadir las entidades bancarias y para escaparle a las presiones tributarias, a las devaluaciones y leyes del mercado más en general. Sin embargo, no lo logró: acabó por hundirse de lleno en todas y cada una de las contradicciones históricas del capitalismo, incluida su tendencia a la depredación ambiental.
Es vital detener cuanto antes la emisión improductiva y ociosa de esas toneladas de carbono, muestras de una especulación financiera disociada de las necesidades sociales, fruto del intento del capital por superar los límites que le impone su ley del valor. Para terminar con ello, necesitamos de una sociabilización de la producción, centralizada y planificada de la economía en manos de los trabajadores.
Álvaro Chust
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