Recordemos: durante los años que van desde 1929 a 1931 —posteriormente se ha profundizado la investigación y se han multiplicado las explicaciones— parecía constituir la victoria de Stalin con todo lo que significó en un misterio para todo el mundo. De hecho: ¿No lo constituyó para el propio Trotsky, no obstante su agilidad mental y su dominio de la dialéctica?
Para el mundo occidental, Stalin no era todavía ni popular ni impopular: en realidad resultaba una figura poco menos que desconocida. Pocos sabían el papel que había desempeñado exactamente en la revolución y en la guerra civil; se sabía, eso sí, que no había desempeñado un papel de primer orden. ¿Y qué obras había producido, aparte de un estudio sobre el problema de las nacionalidades —bajo la inspiración y poco menos que al dictado de Lenin— y su pesado e indigesto manual sobre El leninismo teórico y práctico! Un libro elemental, primario, burdamente escrito: dabamla impresión de un libro de esos que se escriben para fijar las propias ideas.
Como carecía de un pensamiento propio y original, había tenido que limitarse a establecer una síntesis —para su propio uso y para uso de una masa de militantes escasamente preparados o amantes de las simplificaciones— del pensamiento doctrinal y, sobre todo, táctico de Lenin. Con este libro trataba de presentarse, además, como su más fiel discípulo: después de todo, el canonizado y momificado Lenin no podía protestar. ¿Y había alguien capaz de protestar en los límites de la inmensa Unión Soviética y en los partidos burocratizados y sumisos? Stalin era, por otra parte, un pésimo orador: bastaba leer cualquier discurso suyo para comprobar su pobreza de estilo y de fondo. Y es que no poseía la menor noción de las lenguas extranjeras ni cultura universal alguna. Resultaba quizá por eso, no obstante su origen georgiano, el más estrecho y limitadamente ruso de los jefes bolcheviques, el más «nacional» a la vez que empírico.
El mundo comprobaba, sin embargo, una realidad: es que el oscuro y, al parecer, mediocre Stalin había derrotado al talentudo y brillante Trotsky. Ya en aquellos años trataba de esclarecer en mi ánimo este enigma por mi cuenta. Trotski —con Lenin, claro está— fue el hombre de la revolución ascendente, el jefe y el creador original y dinámico que correspondía a esta revolución; Stalin —con sus seguidores, deseosos de cosechar los frutos del triunfo—, el hombre de la revolución descendente o en reflujo, el liquidador revolucionario. El primero, el internacionalista consecuente en la fase dinámica y universal (?) de la Revolución rusa; el segundo, el «nacionalista” en la fase de repliegue de la revolución y de desarrollo de los nacionalismos reaccionarios. «El socialismo en un solo-país» de Stalin traducía perfectamente esta mutación.4 Cada período histórico suele encontrar a su hombre —y cuando no, lo crea— y rara vez el mismo hombre corresponde a un período ulterior.
A Trotski creo que contribuyó a perderle, por otra parte, tanto su rígido concepto de la disciplina como su excesiva confianza en sí mismo y en su popularidad. Ya en su «testamento», Lenin se refería a la brutalidad de Stalin y a la suficiencia de Trotski, al que consideraba el hombre más eminente de la dirección bolchevique. Trotski guardaba en esto —y aun en períodos distintos— notables semejanzas con Dantón. Romain Rolland pone en boca del último esta frase: «Los hombres como yo no temen el olvido. Les basta callarse un momento para hacer sentir un enorme vacío en el mundo». Más aún que Robespierre y Saint-Just, los rígidos y auténticos revolucionarios, ¿no perdieron a Dantón los Vadier y Billaud-Varennes, las ratas de los Comités que manejaban los resortes efectivos del poder y del terror, sobre todo en los momentos de cansancio y de reflujo de la Revolución francesa? Es evidente, además, que Stalin conocía perfectamente al que consideraba su principal rival, por cuya, brillante y avasalladora personalidad sentía unos celos vesánicos y el instinto que siente el zorro por el león.
Es posible, incluso, que recibiera más de una humillación por su parte. Mejor aún: la sola presencia de Trotski constituía una humillación permanente, a la vez que el principal obstáculo, para el ambicioso Stalin. Trotsky, en cambio, no se había parado a conocer exactamente al otro, seguramente porque le tenía en poco, o porque lo despreciaba en el fondo. No podía sospechar que, vencido —y vencida la revolución con él—, se pasaría, o poco menos, el resto de su vida estudiando la figura de Stalin, reuniendo datos para oponerse a su política y para trazar su biografía —después de haber redactado su autobiografía y haberle dedicado un volumen a la que tenía que ser una biografía monumental de Lenin—, tratando de explicarse la gran jugada histórica de que había sido víctima y explicándosela a los otros.
Pero, aun siendo muy importantes, no era posible tener tan sólo en cuenta las características personales de los dos protagonistas, ni tampoco las determinantes de las dos fases de la revolución. Unas y otras ayudan a comprender el drama, pero dialécticamente no constituyen el verdadero fondo de éste. Ya entonces empecé a comprender claramente que este drama venía de la esencia misma del régimen, de su vicio fundamental de origen. En un régimen de auténtica democracia socialista —y obrera o ampliamente popular—, hubiera sido imposible que un hombre como Stalin, sin influencia directa sobre el pueblo y sobre sus organizaciones representativas, llegara a derrotar a Trotski, la figura más influyente, y, con él, a todas las otras figuras políticas y sindicales. Eso sólo podía ocurrir en un régimen de dictadura totalitaria en su origen doctrinal y metodológico. Totalitaria, pues no sólo empezó ejerciéndose en contra de los enemigos de clase —fase revolucionaria—, sino en contra y sobre las propias clases trabajadoras, en cuyo nombre pretendía ejercerse, y, finalmente, en contra de sus propios fundadores. En un país dominado por un partido único —y tras la supresión de todos los otros partidos democráticos y obreros—, sin libre ejercicio de la voluntad popular, sin el menor contrapeso democrático y ejercido impositivamente desde arriba, quien logra apoderarse de este partido monopolista —de su dirección efectiva e indiscutible— llega a ejercer la dictadura unipersonal o totalitaria. El pueblo acaba no siendo nada a medida que el partido va siéndolo todo; el propio partido acaba no siendo nada a medida que el dictador va siéndolo todo. Tal es la lógica fatal de los regímenes totalitarios, sean cuales fueren sus orígenes, las etiquetas con que se cubren y los fines que dicen, perseguir.
Ya en 1930, antes de las trágicas «purgas» mediante unos inconcebibles procesos, o en medio de un silencio total, de las repetidas falsificaciones de la Historia adaptándola al enfermizo endiosamiento del dictador o a las necesidades cambiantes de su política, de la dirección unipersonal del pensamiento y de la vida o la muerte de cada militante o simple individuo, Stalin aparecía como el detentador único de la legalidad revolucionaria y el jefe indiscutible del comunismo mundial, mientras que Trotsky se convertía, mediante una propaganda obsesiona!, en el «rebelde» y el «contrarrevolucionario». ¿No representaba todo esto la más trágica de las ironías? Y el concepto religioso de la disciplina, que tanto había contribuido a crear él mismo, ¿no se volvía decididamente en contra suya? De ahí que fueran tan contados sus seguidores y la acogida que me dispensaron. Sin embargo, no encontraron en mí un colaborador o un adepto. Asistí a un par de reuniones tan sólo, y no me inscribí nunca en su organización. Mi admiración por Trotsky era grande, y sincera mi solidaridad con el perseguido, y esto hasta su muerte. Admiraba asimismo la ardiente fidelidad y los sacrificios de los trotskistas, pero desde el primer momento sentí que estaban condenados al sectarismo y a la impotencia. Coincidía con ellos en la denuncia del burocratismo estaliniano; pero en mis críticas sobre el origen del mal y sobre su fatal agudización llegaba mucho más lejos que ellos, y sentía, por consiguiente, que nuestras divergencias estaban llamadas a profundizarse.
El proceso de la Revolución rusa, de febrero a octubre, había constituido un evidente laboratorio experimental y aportado una gran contribución a las luchas sociales; pero ¿podía constituir por ello un modelo asimilable a todos los países? ¿Podía someterse el movimiento obrero internacional a los cánones soviéticos, a la inspiración y la dirección bolcheviques por el hecho de haber triunfado en una situación y unas condiciones excepcionales? ¿No era más lógico y natural que, aun adoptando una doctrina y unos principios generales, buscara en cada país su propia ruta —su propia determinación— según sus características, su situación concreta y sus posibilidades? El trotskismo, por el contrario, reivindicaba todo el pasado del bolchevismo, sus concepciones teóricas lo mismo que sus métodos políticos y tácticos, y, no obstante su acción antistalinista, seguía haciendo de la defensa de la Unión Soviética, patria del proletariado, un principio inconmovible. Por todo lo apuntado y por su limitación oposicionista, resultaba evidente que el trotskismo se condenaba a no ser otra cosa que el reverso del estalinismo. Para los trotskistas, Stalin era la encarnación del mal —de todos los males ocurridos en la URSS desde la muerte de Lenin—, y Trotsky la encarnación del bien o de la auténtica continuación del leninismo. Concepción harto simplista y esquemática. Y aun cuando no lo admitieran formalmente, caían en el mismo vicio de los comunistas oficiales: el culto hacia un hombre, hacia un jefe. Para ellos, el problema fundamental consistía en que este jefe volviera al poder en la URSS y en la Internacional en lugar de Stalin. Creían, en suma, que era posible una regeneración del comunismo bajo su dirección. También en el seno de los partidos había no pocos militantes inquietos que creían en esa regeneración sin romper la disciplina orgánica. No creía yo en esa posibilidad, ni creía que el simple retorno al bolchevismo —por otra parte imposible— constituyera la solución exigida por la grave crisis que se había creado.
Por el contrario, cada día se imponía más en mí esta evidencia: que la escisión provocada por las 21 condiciones había resultado de efectos catastróficos para el conjunto del movimiento obrero. El simple hecho de dictarles sus condiciones —no sus sugestiones o sus proposiciones, sino sus condiciones— a los trabajadores organizados del mundo entero me parecía, moral y políticamente, un verdadero desatino. Una atenta relectura del documento que las contenía —así como de las tesis y resoluciones de los cuatro primeros Congresos de la Internacional— me producía una viva desazón. Separando imperativamente de las organizaciones tradicionales a sus elementos jóvenes, decididos y dinámicos, en lugar de confiarles su propia determinación democrática, ¿no se había confinado a los oíros sectores en un reformismo y un oportunismo más pronunciados en nombre de un anticomunismo poco menos que visceral? ¿Y no se había condenado a las nuevas organizaciones comunistas a un sectarismo reñido con la simple dialéctica y, consiguientemente, a una dependencia cada vez mayor respecto de las conveniencias potenciales de la Unión Soviética y de sus sucesivos equipos dictatoriales, hasta abocar en el dictador único? Y aun justificada en principio como reacción contra la «unión sagradas y en nombre de las posibilidades revolucionarias, ¿no se, revelaba errónea y catastrófica esta política cuando estas posibilidades se’ habían alejado para siempre o, por lo menos, para un imprevisible período histórico? El balance no podía ser más negativo, lo mismo para la’ Unión Soviética, sometida a una nueva tiranía, realmente aislada y teniendo que combinar las más equívocas concesiones con una fraseología engañosa, que para el conjunto europeo y mundial, con sus masas obreras divididas y moralmente desarmadas frente a los avances de la reacción nazi-fascista.
Ante semejante situación, era evidente que la táctica del frente», único, según las nuevas condiciones dictadas por Moscú —es decir, cargando en la cuenta del socialismo y del sindicalismo reformistas todas las responsabilidades y tratando de aislar a los jefes de su base—, no constituía una solución real ni abría una perspectiva.
Tenía que ir profundizando estos problemas en los años siguientes, pero ya entonces tenía la convicción de que un socialismo renovado sólo sería posible superando los vicios y las rutinas de la social-democracia, y asimismo el carácter autoritario y pretendidamente monopolista del comunismo. En suma: lo que se imponía, a mi juicio, no era simplemente la regeneración del bolchevismo como tal, sino la del conjunto del movimiento obrero y socialista internacional. ¿Mas era posible esta regeneración con un movimiento obrero en pleno reflujo y en plena crisis ideológica, política y moral? ¿Cómo pensar en reconstituir este nuevo y potente movimiento en tales circunstancias? ¿Existían los cuadros y las masas capaces de remontar la corriente? Lo más urgente, sin lugar a dudas, consistía en sumar el máximo de fuerzas con el fin de hacer frente a los avances de la reacción mundial.Y de todos modos, el problema para los verdaderos socialistas consistía en resistir, en mantenerse firmes, en salvar lo que pudiera ser salvado frente a la catástrofe y en ir madurando el pensamiento teórico entre los núcleos minoritarios o potenciales con el fin de preparar el porvenir. En nombre de estos objetivos, cada vez más claros en mi ánimo, había roto con el estalinismo y no le di mi adhesión al trotskismo. Y observando el panorama europeo y mundial, harto dramático y pesimista, mis ojos esperanzados se volvían hacia España: agudizábase en ella la crisis de las estructuras tradicionales y maduraba paralelamente la conciencia de sus masas populares. ¿No vendría de éstas la nueva esperanza?
Pepe Gutiérrez-Álvarez
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