No es un fenómeno local: cada tanto sobrevuela como ensoñación el “Pacto de la Moncloa”, aquel que habría logrado sentar a la mesa de los españoles a demócratas, falangistas, comunistas y partidarios de la monarquía, todos tirando para el mismo lado, bajo la divisa de la unidad nacional, para consagrar la impunidad de los crímenes del franquismo, entre otras continuidades. Los pactos también pueden asumir formas menos pomposas, como aquel no escrito de la transición democrática y “multipartidaria” que terminó con la promulgación de las leyes de obediencia debida y punto final. O el “Pacto de Olivos” que consagró las políticas de desguace del Estado y subordinación al capital financiero, y así siguiendo. Los pactos en democracia tienen una enorme eficacia: están acorazados por un adjetivo. ¿Quién podría denunciar un pacto “democrático” sin malquistarse con eso que se denomina opinión pública o sin quedar excluido en los márgenes de la antidemocracia? Son mitos, además, por lo que trafican y ocultan.
La violencia política.
El presidente sostuvo: “Tenemos que volver a poner en práctica un pacto democrático donde la violencia sea excluida, el discurso del odio sea eliminado y el respeto sea un valor” (Casa Rosada, 2/9).
De acuerdo con el último informe de Correpi, desde 1983 hasta 2021, el aparato represivo del Estado asesinó a 8.172 personas. Solo en estos primeros años del gobierno de Fernández se produjeron 981 asesinatos por parte de las fuerzas represivas. En todo ese período hubo más de cien personas asesinadas en manifestaciones o protestas sociales. El reciente libro de la periodista Adriana Meyer reconstruye más de 200 desapariciones en democracia: Miguel Bru, Santiago Maldonado, Luciano Arruga, Andres Núñez, Marita Verón, Iván Torres, Natalia Mellman, el de los militantes del Movimiento Todos por la Patria luego del copamiento a La Tablada, Facundo Astudillo Castro, entre tantos otros.
Entonces, ¿dónde estuvo en estos años ese pacto que habría excluido la violencia y que ahora -se nos dice- “cruje”, “zozobra” o habría “volver a poner en práctica”? ¿De qué nos hablan? Si algo queda claro, es que no hablan de algo que tenga ver con el adjetivo “democrático” y sí con un “pacto” que ratifique los acuerdos menos públicos que suscriben el oficialismo y la oposición. A eso también llaman “política de Estado”.
Los trabajadores tienen que desconfiar de los mensajes “pacifistas” de la burguesía y sus partidos, porque con ellos buscan que no se preparen para enfrentar la violencia que aplica la clase dominante con otros “acuerdos democráticos”, celebrados con los organismos financieros internacionales, con las cámaras empresariales, que el arco político convalida desde hace cuarenta años. Por eso no abren los archivos de la dictadura, ni desmantelan el aparato represivo, ni disuelven los servicios de inteligencia; los sostienen porque les permite reprimir a los trabajadores cuando se levantan contra la violencia a sus condiciones de vida.
Santiago Gándara
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