A diferencia de la tregua precaria que alumbró el encuentro de 2019 entre Donald Trump y el jefe de Estado chino, cuando el titular de la Casa Blanca puso en suspenso la aplicación de algunos aranceles y levantó represalias contra Huawei, esta vez ni siquiera hubo anuncios concretos -más allá de un nebuloso compromiso de cooperar por el éxito de la cumbre climática de Egipto.
A pesar del lenguaje diplomático entre las partes, no asistimos a una distensión en los vínculos bilaterales sino a una continuidad de la guerra comercial y de las tensiones políticas y militares. Beijing insistió en la cita en que la cuestión de Taiwán es una “línea roja”, en tanto que Biden reprochó a su interlocutor las “acciones crecientemente agresivas” de China en el estrecho. A su vez, en una conferencia de prensa posterior, el líder demócrata exigió al gigante asiático que contenga a Corea del Norte y se reservó la posibilidad de incrementar su despliegue militar en la región (El País, 14/11).
Las referencias del yanqui a que “no tiene por qué haber una nueva Guerra Fría” son infundadas. El desarrollo del armamentismo y las provocaciones políticas y militares (como la visita de la titular del Congreso, Nancy Pelosi, a Taiwán, que China reivindica como territorio propio) abonan no sólo una “guerra fría” sino la amenaza potencial de la “guerra caliente”.
Biden dijo en una conferencia de prensa posterior que “desde mi punto de vista, compartimos la responsabilidad de demostrar que China y Estados Unidos pueden gestionar sus diferencias, evitar que la competición se convierta en conflicto”. Pero “competición” y “conflicto”, en este caso, son la misma cosa.
Washington viene de endurecer su política para bloquear el desarrollo tecnológico chino, una cuestión estratégica debido a la importancia global que han asumido los semiconductores. “La alianza (de países) que diseña y fabrica los chips más inteligentes del mundo también tendrá las armas de precisión más inteligentes, las fábricas más inteligentes y las herramientas informáticas cuánticas más inteligentes para descifrar prácticamente cualquier forma de encriptación. Hoy, EE.UU. y sus socios lideran, pero China está decidida a ponerse al día, y ahora estamos decididos a evitarlo”, sostiene en un artículo el columnista del New York Times, Thomas Friedman (Clarín, 13/10).
Ese mismo columnista informa acerca de las nuevas disposiciones del Departamento de Comercio estadounidense para evitar que Beijing pueda comprar los chips más evolucionados de Occidente o los equipos para fabricarlos. Prohíben también que los ingenieros norteamericanos ayuden a China en la fabricación de semiconductores sin autorización específica. E impiden a empresas yanquis el suministro de hardware o software a entidades chinas a determinar -como en su momento hizo Trump con Huawei.
El imperialismo apunta no solo a frenar a China en aquellas áreas en que levanta cabeza, sino también a un sojuzgamiento económico. El gigante asiático se encuentra en un complejo proceso de restauración capitalista en que las potencias occidentales buscan sacar tajada.
La burocracia del Partido Comunista Chino (PCCh) trata de pilotear este proceso sin perder su primacía política y económica. El último congreso del PCCh le dio aún más atribuciones a Xi Jinping para actuar como un árbitro frente a las presiones cruzadas de la clase capitalista china, la burocracia y las masas.
En un cuadro de crisis capitalista mundial, las tensiones entre Estados Unidos y China están destinadas a incrementarse, al igual que las tendencias a la guerra. La salida a esta perspectiva sombría solo puede provenir de la movilización y organización política independiente de la clase trabajadora.
Gustavo Montenegro
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