El seis de agosto de 1945 el avión Enola Gay volaba sobre los cielos del Japón. A las ocho y dieciséis minutos de la mañana el comandante Paul Tibbets tiró de la palanca que dejó caer un voluminoso artefacto en la ciudad sobre la que volaban. Cuarenta y cinco segundos más tarde, cuando el ingenio se hallaba aún a 600 metros de la tierra, se produjo una horrísona explosión, un relámpago intenso y cegador se esparció a 1200 kilómetros por hora y una ola de presión devastadora derribó edificios como si fueran de papel; la temperatura ambiente se elevó, en segundos, a quince millones de grados centígrados; una nube de humo rojizo en forma de hongo se alzó sobre la ciudad. En ese brevísimo lapso ciento diez mil personas perecieron y otras ciento noventa mil quedaron heridas, con graves quemaduras o con mutilaciones deformantes de su cuerpo. La ciudad de Hiroshima había dejado de existir. Se iniciaba la era atómica.
Ahora se conmemoran 62 años de ese infausto acontecimiento. Aún se discute la procedencia de ese acto de barbarie que algunos disfrazaron como una necesidad militar. El presidente Harry Truman, quien tomó la decisión final aconsejado por el Estado Mayor del Pentágono alegó, entonces, que con esa demostración de fuerza se evitaba el asalto final contra las islas japonesas para culminar el conflicto armado en el Pacífico, uno de los escenarios de la Segunda Guerra Mundial.
El problema ético en torno al lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Japón aún sigue en debate y al cumplirse el aniversario de la masacre impiadosa e innecesaria aún se discute si podía haberse ahorrado a la humanidad aquella sangría horrorosa. La razón principal aducida es que Truman se enfrentaba a la pérdida de un millón de soldados en una invasión directa a Japón. El Estado Mayor en el Pentágono estaba muy impresionado por la pérdida de cuarenta mil de sus soldados en el asalto contra la isla de Okinawa. La obstinada resistencia de los nipones, su fiera actitud combativa, su negativa a la rendición, les caracterizaba como guerreros combativos y eficientes.
El código del Bushido, que impartía una fanática creencia en el honor y la ignominia de la derrota, en la fervorosa defensa del territorio patrio, les infundía energías excepcionales para continuar combatiendo. Sin embargo, hay historiadores que desmienten ese aserto. La flota japonesa estaba destruida así como su fuerza aérea. El emperador Hiroito estaba ya dispuesto a ordenar a su casta militar que depusiese las armas para evitar mayores destrucciones al imperio.
Otra razón que se aduce para la drástica medida es el temor a que la Unión Soviética se lanzase sobre un Japón desfalleciente y ocupase una parte de las islas con lo que se hubiese producido una situación similar a la de Corea, dividida en una parte adicta al comunismo tipo soviético y otra al capitalismo estadounidense. Algunos políticos y militares eran partidarios de usar primero la bomba en un blanco absolutamente militar, para ahorrar vidas civiles. Sin embargo se decidió por la variante más inhumana, más mortífera.
Japón estaba prácticamente derrotado. Alemania, su socio en el eje geopolítico, había capitulado y Hitler se había suicidado. El otro participante en la empresa totalitaria, Benito Mussolini, fue fusilado por los guerrilleros italianos. Las Filipinas, Iwo Jima y Okinawa habían caído bajo control norteamericano, Tokío estaba siendo bombardeado, la flota imperial había sido destrozada en la batalla de Midway y resultaba poco menos que inoperante. Era cuestión de tiempo la rendición del Mikado.
Desde que en 1942 el Presidente Roosevelt autorizó la puesta en práctica del proyecto Manhattan los científicos que experimentaban con la fisión nuclear habían advertido de las terribles consecuencias destructivas que ello pudiera tener para la humanidad. El 3 de mayo de 1945, Robert Oppenheimer, el principal investigador del esquema atómico había declarado en nombre de sus compañeros de laboratorio: “No nos responsabilizamos con la solución de problemas políticos, sociales y militares planteados a partir de la energía atómica”. El propio Albert Einstein, quien había advertido a Roosevelt sobre las posibilidades que se abrían, también llamó la atención del ejecutivo estadounidense de la necesidad de administrar cautelosamente el poder del átomo desencadenado.
Los Estados Unidos y sus socios británicos ya habían perdido la sensibilidad ante esta destrucción masiva de vidas humanas. Los bombardeos a la ciudad alemana de Dresde, en febrero de 1945 habían causado 245 mil muertos en dos días de martilleo incesante de la aviación aliada. Una guerra que había causado veinte millones de muertos rusos, seis millones de polacos, cinco millones de alemanes y dos millones de japoneses más seis millones de judíos, no iba a conmoverse con la perspectiva de unos cientos de miles de víctimas asiáticas añadidas. Por ello el 9 de agosto se lanzó una segunda bomba atómica sobre la ciudad de Nagasaki provocando la muerte de otras decenas de miles adicionales.
Hiroshima ha quedado como el símbolo de la bestialidad militarista de la estupidez sin sentido, del delirio destructivo que se apodera de los gobernantes cegados por la obsesión y el afán de conquista.
Lisandro Otero
09 de Agosto 2007
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