Quiero rendir un homenaje a la arquitectura brasileira bajo una dimensión amplia que la crítica posmodernista de las últimas décadas se ha negado a reconocer. Y por dos malas razones. Por una parte, el postmodern estadunidense ha seguido considerando a Brasil como una neocolonia latinoamericana más, y lo ha redefinido por tanto como objeto subalterno a través de las estrategias conceptuales de los cultural studies y los postcolonial studies. De acuerdo con sus muy difundidas normas de representación y comunicación, sus expresiones culturales deben subsumirse a un diálogo o a una hibridización verticales bajo las normas políticas, financieras y epistemológicas de una autoproclamada realidad global. Y debe definirse a partir de ello dentro de la categoría negativa de lo local. Este perspectivismo posmoderno ha admitido de muy buen grado los lenguajes híbridos, las reclamaciones micropolíticas de virtuales derechos humanos o feministas, así como los espectáculos multiculturalistas. Pero desde su punto de vista es inadmisible reconocer a este objeto como una verdadera obra de arte dotada de significados verdaderos y universales. Y, lo que todavía es más importante, desde esta perspectiva americocentrista resulta metodológicamente imposible cuestionar reflexivamente el proyecto de dominación unipolar y unidimensional del planeta que precisamente atraviesa este proyecto de reducción urbi et orbi del ser a las fronteras y fragmentaciones de lo “local”.
Desde este americocentrismo es igualmente quimérico que fueran un poeta brasileiro como Oswald de Andrade o un arquitecto brasileiro como Oscar Niemeyer quienes por primera vez formularan, ya en la década de los 40 del siglo pasado, la muerte del movimiento moderno. Y que, además, lo hicieran a partir de un proyecto artístico, filosófico e intelectual que el postmodern estadunidense sólo ha sabido ignorar: aquella voluntad de cambio y aquella libertad creadora que atravesó a las bohemias artísticas y las sociedades políticas europeas antes de su decapitación por los totalitarismos fascistas y soviéticos, y antes de su putrefacción terminal bajo las culturas industriales del espectáculo.
La crítica radical de una modernidad arquitectónica y estética, fracasada en Europa y Estados Unidos en la misma medida en que sacrificaba sus dimensiones humanistas y socialistas en beneficio de una función normativa, de un esteticismo formalista y una voluntad espectacular es, sin embargo, capital para poder entender la originalidad y la radicalidad de la gran arquitectura brasileira del siglo XX. Por decirlo con muy pocas palabras: los tres o cuatro ejemplos arquitectónicos que quiero recordar aquí comprenden una responsabilidad urbana, ecológica y política en el diseño del paisaje, de la arquitectura y de la ciudad que contrasta drásticamente con la megalomanía, el formalismo y el cinismo social puestos en escena por el posmodernismo arquitectónico con sus grandes nombres a la cabeza, de Philip Johnson a Frank Gehry.
Un ejemplo estetizante de lo que quiero decir es el Palacio de Itamaratí, creado por Oscar Niemeyer y Roberto Burle Marx en el paisaje urbano y social “romántico” de la Brasilia que diseñó Lucio Costa. No quiero dejar de lado el inmediato efecto sobrecogedor que producen las delicadas proporciones de este palacio, ni la gracia inherente al juego de fuerzas naturales que se conjugan arquitectónicamente en ella: la tierra, el agua, el cielo y la vegetación tropical. Tampoco pretendo olvidar que formalmente hablando este palacio está emparentado con el racionalismo cartesiano de Le Corbusier y la Bauhaus. Pero uno de los grandes protagonistas de esta obra es su escalinata interior. Y la sensualidad y la fuerza ascendente de esta escalinata son incomprensibles sin tener en cuenta el intenso diálogo que establece con la arquitectura del barroco brasileiro. Además, la pureza elemental de sus formas y su transparencia espacial están emparentadas con la elementariedad y la sensualidad que distinguen las estructuras y texturas de la Maloca amazónica. Es también amazónica la integración del agua a través de los espacios arquitectónicos. En el corazón de este concierto de vanguardias europeas y danzas amazónicas Burle Marx instaló un jardín colgante, con algo de una selva en miniatura y de jardín oriental.
La expresión más elocuente de estos proyectos urbanos modernos en América Latina es, sin lugar a duda, Brasilia, la capital federal políticamente concebida por Juscelino Kubitschek y diseñada por Lucio Costa y Oscar Niemeyer. No quiero decir con eso que Brasilia sea una cita única. Las ciudades nuevas, de dimensiones monumentales o de características más reducidas, se extienden ininterrumpidamente por América Latina al paso precisamente de la colonización de sus hinterlands y “no-man’s land”. Existe, por lo menos, otro ejemplo no menos impresionante de capital política que cumplía los cánones sancionados por el movimiento moderno europeo con las diferentes condiciones ecológicas y políticas latinoamericanas: el proyecto de Carlos Raúl Villanueva para la ciudad de Caracas. Pero Brasilia revela en estado puro la convergencia de la racionalidad industrial del modernismo europeo de comienzos del siglo XX, y las constantes de la cultura colonial y poscolonial latinoamericana. Su proyecto político fue una penúltima gesta heroica del espíritu conquistador de los bandeirantes. Es una cita de la civilización industrial violentamente insertada en el interior del sertão salvaje. Su trazado, su regulación jurídica y urbanística, sigue los esquemas elementales de la ciudad colonial ibérica: una ordenación geométrica de la ciudad en medio de la nada, con esa mezcla de rigidez militar y racionalidad misionera que ya subyugaba a los arquitectos del barroco. Organizativa y performáticamente Brasilia es la cristalización de los ideales secularizados del mercantilismo y el salvacionismo coloniales, pero trasladados primero al moderno discurso secular y positivista del “orden y progreso”, y, a continuación, reformateados bajo los conceptos estilísticos del funcionalismo internacional de los años 50. Es un espacio ideal, un diseño abstracto y complejo, proyectado con arreglo a la racionalidad burocrática de un Estado-ciudad que, a su vez, fue concebida políticamente como una máquina de proporciones ciclópeas destinada a la exploración y explotación indefinidas de los recursos naturales y humanos de un territorio nacional virtualmente sin fronteras.
Eduardo Subirats
Escritor y profesor de teoría estética en la Universidad de New York
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