Como en toda gran crisis, junto a la radicalización de sectores de los explotados y oprimidos, se produce el recrudecimiento de las alas extremas de la derecha, que temen perder nuevas franjas de poder o deciden pasar a la ofensiva antes de que sea demasiado tarde, contando con sus fuerzas económicas, sociales y políticas para ganar posiciones.
Esa derecha no es abiertamente golpista sino ocasionalmente, porque la relación de fuerzas real no se lo permite, pero sí es destituyente, o sea que lleva la desestabilización de sus respectivos gobiernos y sociedades al límite del golpe de Estado. Su arma principal son los medios de información, con los cuales intenta reforzar su hegemonía político-cultural. Por eso asistimos a un golpismo mediático que se concreta por medio de la desinformación, de la tergiversación de los hechos, del uso de calificativos sin sustento, de la sátira malintencionada, de la creación de miedos a la inseguridad, a las pandemias, a la crisis económica, todas las cuales no serían resultado –¡faltaría más!– del sistema capitalista sino del populismo y de la ineficacia y corrupción de los gobiernos que no son simples peones del capital financiero (como, por ejemplo, el de Venezuela, el de Cuba, el de Bolivia, el de Ecuador y hasta el moderadísimo gobierno de Argentina).
Podemos ver así cómo la CNN pide en pantalla, directamente, la renuncia del presidente guatemalteco al que entrevista y machaca todos los días, dando por cierto que el presidente Álvaro Colom ordenó un asesinato y ocultando que el odio de la derecha contra ese gobierno proviene de las limpiezas que ordenó a las fuerzas armadas y ala policía, y de sus tímidas medidas sociales. También podemos observar cómo Globovisión exhorta a los militares venezolanos a ponerse los pantalones contra el gobierno, o como todos los medios del grupo argentino Clarín especulan sobre la necesidad de la renuncia de la presidenta Cristina Fernández si no gana en forma aplastante las elecciones, y dicen que el vicepresidente ya tiene un gabinete formado.
Al mismo tiempo, aumentan las provocaciones, como las que hace Perú al dar asilo político a delincuentes y asesinos de Venezuela y de Bolivia disfrazados para la ocasión de opositores democráticos y, a pesar de todas las acusaciones por corrupción y complicidad en homicidios contra Uribe, éste avanza a paso redoblado en Colombia hacia la preparación de su relección, pisoteando la Carta Magna. Pero también la derecha se pone la piel de cordero, como en Chile, para que se olviden de Pinochet y de la dictadura, y adelanta al propietario de LAN, Sebastián Piñera, como candidato a presidente de la República; Calderón se presenta como el garante del orden contra la delincuencia organizada (que siempre tuvo lazos estrechos en los gobiernos mexicanos, como lo demuestran las declaraciones de De la Madrid sobre los Salinas); la derecha brasileña se prepara a acabar con el gobierno de Lula, y la derecha argentina, a quitarle la mayoría en las Cámaras a los Kirchner, para someter a juicio político a la presidenta o sabotear su política todos los días.
Piñera puede llegar a ganar en Chile; en Uruguay es posible un segundo turno que una a las derechas para dejar en minoría al Frente Amplio; en las elecciones del 28 de junio el gobierno argentino, con el auxilio de la abstención y de los votos en blanco, puede sacar menos sufragios que la alianza entre la extrema derecha peronista, la oligarquía terrateniente, el capital financiero y los partidos tradicionales antiperonistas; existe la posibilidad de que la candidata de Lula pierda y la suerte del Mercosur pende de un hilo ante la posibilidad concreta de gobiernos derechistas en Uruguay, Brasil y Argentina. Los factores determinantes de esos muy posibles retrocesos y de la reanimación de la derecha son fundamentalmente dos: el reflejo conservador de las clases medias urbanas ante la crisis mundial, el derrumbe de su nivel de vida, la inseguridad social y el aumento de la lucha de clases e, interrelacionado con el mismo, la incapacidad y el carácter timorato de las políticas de los gobiernos mal llamados progresistas, que siguen aplicando esencialmente las mismas políticas neoliberales de los años noventa.
Ellos, en efecto, como los Kirchner o Lula, no han sido capaces de movilizar una fuerza propia con medidas audaces: no han nacionalizado el comercio exterior de granos, ni fijado políticas antiminería ni protegido el ambiente y, por el contrario, han financiado a la gran industria (que es extranjera y está ligada a la oligarquía y al capital financiero internacional) y no les han tocado un pelo a éstos. Sólo las movilizaciones populares y la perspectiva de políticas de cambio pueden arrastrar sectores pobres de las clases medias, como en Bolivia o Ecuador, o contrarrestar la base social clasemediera de la derecha venezolana. La tibieza de la Concertación chilena, del kirchnerismo, de Lula, se convierten en cambio en la fuerza de la derecha frente a gobiernos socialmente aislados y que persisten en las políticas y concepciones neoliberales que llevaron al desastre mundial. Si agregamos a esto que los trabajadores están dando una respuesta débil y desunida a la utilización capitalista de la crisis mundial y, en general, no han podido elaborar un proyecto propio de salida de la crisis, vemos también por qué la derecha y el capitalismo pueden mantener su hegemonía político-cultural. ¡Más que nunca es esencial dar la batalla ideológica contra los valores y los medios del capital y organizar la actividad política independiente de las víctimas del mismo!
Guillermo Almeyra
La Jornada
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