Nadie desde el régimen lo podía parar, de hacerlo alguien, tendría que ser la oposición. El PCE-PSUC sobre todo.
Los días finales del franquismo llegaron cuando el movimiento obrero se desbordó con sus movilizaciones y reivindicaciones. Sin ese paso al frente, las libertades hubieran llegado por arriba y con cuentagotas, y si acaso. La matanza de victoria demostraba que Fraga, Martin Villa, no iban a dudar en disparar, pero sí esa medicina no había servido en pleno franquismo, y la represión podía tener el efecto de “boomerang”, se trataba de pasar por otro sitio, por integrar a la oposición en una responsabilidades de Estado. Ahí se explica la Reforma Política liderada por Suárez cuya lectura no era otra que la siguiente: “De acuerdo, entramos por la vía de las reformas democráticas, o sea por la vuestra, para salir con la nuestra, lo que vale decir componer una democracia que nos permita recuperar la “paz social”…
Y la fórmula tuvo éxito, de manera que el referéndum de diciembre de 1976 marcó el fin de las esperanzas de la oposición de controlar el proceso de restauración democrática. La estrategia de la oposición fue, acelerar el ritmo y la extensión de la reforma intentando capitalizar los movimientos relativamente autónomos de protesta social. Que podían convocar a amplios sectores de trabajadores quedó claro en el paro general del 12 de noviembre de 1976 convocado por un frente unitario de corta existencia, la Coordinadora de Organizaciones Sindicales, contra el decreto del gobierno que restringía los salarios y la seguridad en el empleo. El consenso de dos años que siguió entre la oposición y el gobierno de Suárez fue, en realidad, un pulso para determinar los parámetros de la reforma. El resultado fue una serie de medidas las elecciones de junio de 1977, el Pacto de la Moncloa en octubre y la redacción y promulgación de una nueva Constitución a finales de 1978- que, sí bien fueron más allá de lo que los poderes fácticos habían intentado ceder, también descuidaron áreas vitales para el nuevo movimiento obrero. Mientras los partidos socialista y comunista pudieron implantarse en el nuevo escenario político, el movimiento sindical fue dejado al margen de la reforma, como meras correas de transmisión. Materias cruciales que afectaban a la capacidad de los nuevos sindicatos para reclutar afiliados y negociar fueron subordinadas al establecimiento de la estructura política de la nueva democracia parlamentaria.
Recordemos que los Pactos de la Moncloa, firmados por ocho representantes de la nueva configuración de fuerzas políticas, entre ellos Santiago Carrillo por los comunistas y Felipe González por el PSOE, y con una amenaza –blandida por los propios sindicalistas convertido en personas de orden- de que las movilizaciones podían significar un riesgo de golpe militar, y el ejército del 18 de julio parecía intacto aunque no lo estaba.
También se acordó mantener el aumento de los salarios por debajo del nivel de inflación, lo que supuso un recorte del 7% del nivel de vida de los asalariados. A cambio, se prometieron algunas reformas sociales y económicas. Unos años después, todavía seguían en el tintero. Por ejemplo, la promesa de restituir a los sindicatos el "patrimonio sindical" {el enorme patrimonio acumulado por el sindicato vertical durante casi 40 años a través de la confiscación de las propiedades de los viejos sindicatos y las cuotas obligatorias de empresarios y trabajadores) aunque había cumplido plenamente más de una década después de la llegada de la democracia. Igualmente, en las discusiones entre las fuerzas políticas se pasaron por alto algunos aspectos de los derechos sindicales, los cauces de negociación y las relaciones laborales en general. Si de hecho la fuerza de la oposición residió en su poder de convocatoria sobre el movimiento obrero, estas reformas, que hubieran podido consolidar su única base organizada, fueron pospuestas. Cuando finalmente estos asuntos se empezaron a considerar algunos años después, en el Estatuto de los Trabajadores de 1980 y en la Ley Orgánica de Libertad Sindical de 1985, fue en circunstancias menos favorables a los sindicatos.
Aparte de las propias dificultades financieras y de la ausencia de una nueva estructura de relaciones laborales, los sindicatos, en particular Comisiones Obreras, fueron estorbados por los muchos obstáculos que pusieron en su camino el gobierno y los empresarios, ahora en nombre de la “libertad”, argumentando que la “agitación” debilitaban a los reformistas del régimen ante los “ultras”. Hasta su legalización en 1977, Comisiones había sido acosada por las autoridades dondequiera que intentó celebrar reuniones públicas, y la dirección optó por la “prudencia”; la palabra era, esperad.
La evidente mayor tolerancia del gobierno hacia la UGT antaño ligada a la tradición socialista de Largo Caballero, cuyo Congreso se autorizó un año antes de su legalización, dio paso a una cierta hostilidad cuando apareció claro que los socialistas eran una fuerza electoral con la que había que contar. Por eso durante la primavera de 1977, se hicieron intentos para crear sindicatos esquiroles o "amarillos" recurriendo a grupos de trabajadores favorables a los patronos o patrocinados por la OSE, pero se trató de un esfuerzo fracasado por crear un contrapeso de derechas al nuevo movimiento sindical.
Las primeras elecciones sindicales que enfrentaban “democráticamente” en unos sindicatos por otros, tuvieron lugar en la primavera de 1978, y estuvieron influidas por una atmósfera enrarecida y por numerosas restricciones. En muchos lugares de trabajo los empresarios hicieron todo lo que estuvo a su alcance para obstruir el proceso electoral. La democracia, para el movimiento sindical al menos, llegó con cuentagotas.
A pesar de todos los obstáculos, los dirigentes obreros saludaron con euforia la legalización de los sindicatos en abril de 1977, ahora sí. Ahora los funcionarios comenzarían a ocupar su puesto, y a afiliación se disparó después de las elecciones generales de junio, todavía quedaba mucho por hacer. Las condiciones de vida y de trabajo habían cambiado, pero todavía se estaba en la cola de aquella Europa que ahora aparecía como modela (cuando a los señores del país les iba bien) Comisiones Obreras aseguró haber dado de alta a casi medio millón de trabajadores en todo el país en 20 días. En octubre declaró un total de más de millón y medio de afiliados, más de una quinta parte de los asalariados españoles. En partes del cinturón industrial de Barcelona, la proporción de afiliados fue incluso mayor; en el Baix Llobregat se dijo que se habían afiliado a Comisiones Obreras hasta 65.000 trabajadores {sobre una población activa de unos 168.000). Esto llegaba justamente cuando políticamente se trataba de echar el freno a las movilizaciones. Ahora no se convocaba a la gente para mejorar su situación –que se prometía por la vía parlamentaria-, sino para las campañas electorales y para votar.
La UGT, a su vez, en marzo de 197i hizo la extravagante afirmación de que había afiliado a más de dos millones de personas, más de lo que el veterano sindicato había tenido nunca en el momento culminante de su popularidad en 1936. Tan grandes fueron las expectativas entre los dirigentes sindicales que el líder de Comisiones Obreras de Madrid, Marcelino Camacho, se atrevió a afirmar que la afiliación sindical en España pronto sería la más alta de Europa, pero iba a ser justamente al revés.
La UGT se enfrentó con una tarea mucho más ingente que Comisiones Obreras en su intento de reconstruir el sindicato, y para ello utilizó a amplios sectores que por lo general no sabían de luchas. Es cierto que en algunas partes, como en Asturias y el País Vasco, el sindicato que seguía llamándose socialista no había perdido del todo sus raíces entre los trabajadores, pero estaba muy atrás, no ya en relación a comisiones Obreras, también en relación a colectivos importantes como los que lideraban los maoístas del PTE y de la ORT, hoy totalmente olvidados. No fue coincidencia que en estas dos zonas más tradicionales se registrasen los índices más altos de abstención en las elecciones sindicales, a veces con argumentos de izquierdas. La UGT catalana, sin embargo, que había sido ensombrecida por el anarcosindicalismo tradicionalmente, y no podía confiar en la memoria histórica o la tradición para reconstruir su masa de simpatizantes, se valió de grupos de izquierda que al poco tiempo después acabaría purgando. Además, el movimiento socialista se había roto en pedazos en los años sesenta, uno de los cuales, como hemos visto en el capítulo III, optó por trabajar dentro de Comisiones Obreras.
Las raíces de la nueva UGT catalana arrancaron de un grupo de trabajadores asturianos, que habían emigrado en 1947 y que habían continuado reuniéndose a través del largo purgatorio de la dictadura. A ellos se les unieron a principios de los años setenta unos jóvenes obreros identificados políticamente con el “socialismo democrático” que entonces todavía contaba con referentes como el sueco de Olf Palme y que rechazaban las Comisiones Obreras a las que criticaban de “burocráticas”. El núcleo de la nueva dirección se formó con un puñado de trabajadores de la factoría de máquinas de escribir Hispano Olivetti. Pero no fue hasta 1976 cuando la sección catalana de la UGT empezó a extenderse más allá de unas pocas docenas de activistas que habían constituido la organización en la primera mitad de la década. También emergió la CNT, en un principio con mucho entusiasmo, luego con muchos problemas de acoplamiento entre lo viejo y lo nuevo.
El crecimiento del la UGT a nivel nacional fue estimulado por la enorme audiencia del partido y, en la práctica, por el proceso político en general en el nuevo clima reformista. Muchos militantes que se identificaron políticamente con el PSOE, pero que habían trabajado en las Comisiones Obreras, ahora se animaron a afiliarse a la UGT. Una encuesta entre dirigentes de la UGT en Madrid y Barcelona en 1980 sugirió que una considerable proporción de ellos habían participado en el movimiento de las Comisiones y que, a pesar de que la UGT había boicoteado al sindicato vertical, casi una quinta parte habían sido enlaces sindicales o delegados de sección en la OSE. La reorganización del sindicato socialista también se reforzó por el hecho de que no había tomado parte a ningún nivel en la lucha contra la dictadura. Su falta de experiencia le permitió adaptarse más rápidamente que Comisiones a la cambiante situación del posfranquismo. La UGT sintonizó más con el talante de moderación de muchos trabajadores que confiaban en la adopción de un modelo socialdemócrata de sindicalismo, con la idea de que poco a poco se irían consiguiendo reformas; en no pocas casos se trataba de sectores que habían tenido conflictos con el hegemonismo comunista oficial en Comisiones.
La cuestión fue que la moderación de los “nuevos sindicalistas” de la UGT fue apareciendo como mucho más eficiente que unas Comisiones Obreras que desde los Pactos de la Moncloa se estaba poniendo en primera línea de las desmovilizaciones Las elecciones sindicales de 1978 trazaron el perfil del nuevo movimiento sindical en España. Comisiones Obreras se confirmó como el mayor sindicato del país, seguido a corta distancia por la UGT. En Cataluña, el primero obtuvo la mayoría absoluta de todos los votos emitidos y más de dos veces y media más que el sindicato socialista. Los resultados fueron paradójicos, porque sugirieron que gran número de trabajadores que votaron al PSOE en las elecciones generales dieron su apoyo al sindicato comunista en el ámbito laboral. Juntas, las dos confederaciones dominaron el nuevo movimiento sindical; ni la USO ni menos aún todos los sindicatos de la izquierda revolucionaria consiguieron obtener un respaldo significativo.
Por lo que respecta a la anarcosindicalista CNT, quedó claro, aunque no tomó parte en las elecciones, que no había conseguido recuperar su hegemonía de antaño entre la clase obrera en Cataluña. El movimiento libertario del que formaba parte siempre había sido un cuerpo heterogéneo, y la represión franquista sólo había servido para diseminar y dividir todavía más a sus componentes. Además, la transformación de la sociedad catalana en los años sesenta había dado pie a una nueva estructura social y nuevos valores que no encajaban con los principios morales del viejo movimiento. El pequeño movimiento anarquista que emergió en el posfranquismo estuvo marcado por una penosa brecha entre la vieja guardia de militantes, que hablan sobrevivido los negros años de la dictadura en el exilio o en la clandestinidad, y una generación de jóvenes anarquistas cuyo punto de referencia era la rebelión juvenil de los años sesenta. No pasó mucho tiempo antes de que los anarquistas se escindieran una vez más. Sin embargo, el anarcosindicalismo ejerció una influencia subterránea sobre el moderno movimiento obrero. Si bien sería erróneo ver cualquier continuidad entre la CNT de los años treinta y las Comisiones Obreras de los setenta, se puede aducir que la vieja cultura del anarcosindicalismo había empalmado en los años sesenta con el estilo localizado y participativo del nuevo movimiento.
La euforia del período de afiliación sindical masiva en 1977-78 se desinfló en poco tiempo. A principios de los años ochenta había quedado claro que, lejos de ser uno de los movimientos más fuertes de Europa, los sindicatos españoles tenían uno de los índices más bajos de afiliación. Si las estimaciones sobre el número de trabajadores dados de alta después de la legalización de los sindicatos habían sido más que optimistas, la caída de la afiliación fue dramática. Aunque no hay disponibles datos fiables, es probable que menos de una quinta parte de los asalariados de España fueran miembros de sindicatos a finales de 1981, y la proporción caería incluso más en los años siguientes, llegando al bajo índice del 12 %. De hecho, los sindicatos entraron en una profunda crisis de identidad. Habiendo sido el protagonista principal en la lucha contra la dictadura entre 1962 y 1976, el movimiento obrero pasó por la puerta del servicio. Una vez que la clase trabajadora había cumplido con su papel de “ariete” contra la dictadura, pasó a tener un lugar subalterno, sin apenas peso en la vida social y política nacional.
Ahora gozaba de sus derechos, las huelgas eran legales, pero, paradójicamente, su ejercicio se entendía como un atentado contra la estabilidad democrática. Y en ese discurso coincidieron tanto la izquierda institucional como los medios de comunicación monopolizados…Y todo lo que se había recompuesto durante una larga y dura lucha contra el régimen que había tratado de aniquilar hasta el último vestigio de organización, se fue quedando en una representación cada vez más ceñida a los sectores más estables, aventajados y tradicionales de la clase.
Pepe Gutiérrez-Álvarez en Kaos en la Red
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