miércoles, enero 22, 2014

Camus en su centenario: un retrato interesado



Sorprende el hecho de que el centenario de Albert Camus haya pasado tan desapercibido, incluso en Francia. Fue a principios de noviembre del año pasado cuando los diarios convencionales decidieron dar testimonio con cierta tibieza de dicha conmemoración. A la cita no faltaron las firmas establecidas —Fernando Savater, Antonio Muñoz Molina y tutti quanti—, que, como ya es habitual, volvieron a confeccionar un Camus a su propia medida. Leyéndolos, uno podría creer que Albert Camus fue un escritor homologable, alguien que habría comido en la mano de Juan Carlos I, que nunca habría molestado la buena mesa de la democracia existente con artículos insidiosos sobre las pateras.
Camus fue un gran escritor (la lectura de algunas de sus obras resultan experiencias apasionantes, inolvidables), también un excepcional intelectual, alguien comprometido con los asuntos de su tiempo, y que trata de hacerlo desde un rigor moral profundo y valioso, algo que se le puede reconocer incluso desde la discrepancia. Pero estos compromisos no fueron desde las abstracciones, a la que ya estamos tan habituados entre los intelectuales que no molestan al poder. Lo hizo en muchas ocasiones a contracorriente. Sirva de ejemplo la misiva que envió como disculpa por no poder asistir al homenaje a Nin en París allá por mayo de 1957. En la carta decía que el POUM “salvó el honor del socialismo”, y que el asesinato de Nin marcaba un momento clave en la historia del siglo XX, el siglo de las revoluciones traicionadas. Nada más y nada menos.
Por cosas como esta lo trataron de “trotskista”, una etiqueta usual en la “cultura comunista” de la época que no le cuadraba. No obstante, entre otras cosas, prologó el impresionante testimonio de Alfred Rosmer, Moscú en tiempos de Lenin, en mi opinión más como un reconocimiento a Rosmer que por su contenido.
Obviamente no es habitual leer estas cosas en las páginas de El País. Tampoco son las apreciaciones propias de alguien que, ciertamente, no se doblegó ante Stalin. Se dice porque no se puede dejar de decir, que Camus fue comunista, pero no se explica el porqué. Edward Saïd apunta mejor cuando lo conecta con Orwell, lo sitúa en el terreno de la lucha contra el estalinismo, aunque el brillante ensayista palestino, no entra en mayores precisiones. Camus abandonó el PCF en desacuerdo con el giro neocolonialista del frente populista, un detalle que aquí pasó desapercibido, pero que no lo fue ni en Argelia ni en Vietnam. Por supuesto, ninguno de los tribunalistas habituales entra en estos detalles. Detalles que se reproducirán cuando la Resistencia pase a gobernar con ministros comunistas. La Francia libre reprimió duramente las revueltas en Vietnam, Argel o Madagascar (donde “solamente” hubo 9.000 muertos, nativos por supuesto).
Todo el mundo sabe que Camus fue el mítico director de Combat, el periódico de la Resistencia, y que tomó partido desde el primer día en esta, como lo hicieron los comunistas disidentes, que no el PCF. Su lema no era otro que “Desde la resistencia a la Revolución”, pero “la revolución fue desfigurada”, como explicará en un artículo con este mismo título, incluido en la magnífica edición de La sangre de la libertad (Editorial La Linterna Sorda) Camus no tuvo que romper con el estalinismo, como Orwell, él siempre estuvo en el otro lado. El lado de las minorías testimoniales, esas que raramente encuentran un hueco en el diario PRISA, y no digamos ya en otros que ahora se lavan la cara con su nombre.
Ante el estupor de la izquierda realmente existente, Camus optó por otro trayecto, como Walter Benjamín, preconizó la organización del pesimismo. Sus compañeros de ruta no fue esta izquierda, y por supuesto, nunca tuvo nada que ver con la derecha. No participó en ningún Congreso por la Libertad de la Cultura, como hicieron otros, su lugar no estuvo con los renegados sino con los herejes. Aquí lo encontramos con una obra que se interroga sobre la revolución como problema, cerca de la izquierda olvidada. En este espacio se sitúa su defensa de la revolución húngara y su denuncia de la ocupación soviética, pero sobre todo su apoyo a la República española en el exilio. Un apoyo basado al menos en tres aspectos.
1) Camus mantuvo una intensa relación con España, una relación derivada de su rama familiar materna —sobre la que escribió algunos reconocimientos memorables—, y su conocimiento de la cultura española. No en vano escribió sobre la “revuelta de Asturias” y contra Franco —Estado de sitio—, y adaptó para al francés obras de Lope de Vega, Tirso de Molina…
2) Estaba convencido de que la guerra española había sido la primera batalla contra el fascismo, y que la República fue traicionada en nombre del pacto de No-intervención. Que lo volvió a ser cuando dieron la espalda a la resistencia española que tanto había contribuido a la liberación de Francia.
3) Dentro de esta relación, depositó su mayor empatía con la izquierda revolucionaria, por la CNT en primer lugar, manteniendo con ella una relación privilegiada extensible al movimiento libertario francés…
Otra cuestión muy distinta fue su actitud ante la resistencia armada del FLN, su negativa a firmar el Manifiesto de los 121 a favor de la insumisión, un manifiesto en el que figuraban un buen número de amigos suyos. Curiosamente, la posición de Camus no fue muy diferente a la que defendió la dirección del PCF. No encontraremos en los diarios un solo artículo que baje al escenario concreto de los acontecimientos, para hacerlo hay que recurrir al Edward Saïd de Cultura e imperialismo. Saïd no dejará títeres con cabeza al juzgar a Camus (también a Orwell), aunque, insisto, tiende a dejar de lado todo lo referente a la crisis de estalinismo. En los diarios se mezcla la disputa sobre el PCF con el conflicto de Argelia, un conflicto que no se puede juzgar por el curso tomado por el FLN después de Ben Bella. De hacerlo, habría que hablar también del nuevo acomodo imperialista con las nuevas elites “nacionales”. Por otro lado, no vale tomar el Camus más libertario para olvidar el Camus más asimilado.
No se puede afirmar que Albert Camus —finalmente— haya triunfado sobre sus críticos, las cosas son más complicadas. Sobre todo cuando se trata a estos como hace un plumífero de El País, de revolucionarios y estalinistas que no creían en la democracia. Como si la democracia en Francia o Italia no tuviese una deuda con unos y otros, como si lo que decía Camus cupiera en esta democracia de ahora que se evoca como un modelo por encima de toda duda. A Camus como a Sartre, hay que situarlos en los tiempos malditos de la “guerra fría”, pese a que ahora Sartre, por ejemplo, sea retratado como un vulgar Suslov, como el malo de la película al lado de intelectuales buenos como Vargas Llosa o Bernard-Henri Lévy, que más que intelectuales parecen guardaespaldas del reino de las multinacionales. Seguro que Sartre torció demasiado su bastón hacia el realismo, pero también lo es que Camus fue a veces un “alma bella” (como lo calificó Daniel Bensaïd), que no medía el contraste existente entre lo ideal y lo concreto. Todo esto comenzó a cambiar a final de los sesenta, no fue por casualidad que las barricadas del mayo apuntaran por igual contra el capitalismo y contra la burocracia.
A Camus le tocó vivir en medio de una generación que, en política, tuvo que pasar de la espera de la revolución, a la espera de Godot. Decepcionado de la revolución desfigurada, Camus trató de mantener su equilibrio en ese mar de pasiones, sin perder de vista la dialéctica de lo concreto, a desconfiar de las grandes palabras y de los aparatos. Muchas de sus aportaciones son las de un clásico, ahí no hay discusión posible. Sus pronunciamientos nos interpelan sobre la necesidad de no perder de vista el respeto por la gente, por la verdad… La revolución no es ninguna avenida Nevski en lo estratégico, tampoco en lo moral. A veces las victorias pueden ser derrotas, y viceversa, los medios no pueden traicionarse en nombre de los fines. Ambos están estrechamente interrelacionados.
Tenemos que hablar de Camus, su legado no lo podemos dejar en manos de los que lo colocan en los escaparates de los grandes almacenes de la cultura establecida.

Pepe Gutiérrez-Álvarez
Público

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