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miércoles, enero 22, 2014
Matilde
Era yo bastante chico durante los tempranos cincuenta, aunque mi hermano mayor Jorge ya me había recitado, hacia finales de la primaria, a veces junto a Héctor Yánover, “Alturas de Machu Picchu” y alguno de los célebres “veinte”: poemas de amor y una canción desesperada. Se juntaban a leer esos versos (y los de Raúl González Tuñón, los de Nicolás Guillén, los de la España republicana, y los de Vladimir Maiakovski, Bertolt Brecht, Nazim Hikmet, Nikola Vaptzarov, Attila József...), a los que sus voces y modulaciones, inspiradas y militantes, hacían para mí aún más hermosos, y grababan hasta hoy, y sin saberlo yo, en mi oído, en mi interior, el gusto esencial por la palabra, el decir, el saber poéticos.
Recuerdo que en aquellos cincuenta, venido desde el pueblo pampeano a la Capital por algunas vacaciones o visitas familiares, me encontré con el primer gran acontecimiento cultural de mi corta vida: entretenía a Buenos Aires, y alimentaba el comentario en los ambientes lectores, el hecho de que empezaba a circular un libro, recientemente publicado por una importante editorial como de autor anónimo, con bellos poemas de amor, que se titulaba Los versos del Capitán. Se había creado una suerte de pesquisa colectiva, porque los iniciados mayores atribuyeron rápida y avisadamente su autoría a Pablo Neruda, y también rápidamente elaboraron toda clase de conjeturas para justificar el pretendido anonimato, conjeturas a la cabeza de las cuales figuraban en un ineludible primer lugar las simpatías comunistas del poeta.
Los versos, en todo caso, eran quizás los mejores de amor de Neruda desde aquellos magníficos iniciales, de sus veinte años: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche...” Estos, retomaban aquella frescura, aquella fuerza, aquel dolor auténtico, aquel ritmo desusado, pasado ya y ahora por el surrealismo, reconocible: “Todo tu cuerpo tiene/ copa o dulzura destinada a mí...” (“El alfarero”); “He dormido contigo/ y al despertar tu boca/ salida de tu sueño/ me dio el sabor de tierra,/ de agua marina, de algas,/ del fondo de tu vida/ y recibí tu beso/ mojado por la aurora/ como si me llegara/ del mar que nos rodea...” (“La noche en la isla”); “Quítame el pan, si quieres,/ quítame el aire, pero/ no me quites tu risa...” (“Tu risa”); “En mi patria hay un monte./ En mi patria hay un río.// Ven conmigo...” (“El monte y el río”). ¿Quién era, también anónima, la enigmática Rosario de la Cerda, autora de la carta-prólogo, que se dice inspiradora del libro?
Mediante una nota fechada en Isla Negra en septiembre de 1963, Neruda introduce una “Explicación” que queda en futuras ediciones del libro, pero la explicación mayor la dará en sus Memorias, Confieso que he vivido, años después, póstumamente. Ellas, en efecto, contienen varias referencias a este poemario, desde una primera del momento en que estaba viajando por la Unión Soviética y por la República Popular China: “Durante aquellos días transiberianos se oía por la mañana y por la tarde cómo Ehrenburg (Ilya) golpeaba con energía las teclas de su máquina de escribir. Allí terminó La nueva ola, su última novela antes de El deshielo. Por mi parte, escribí sólo a ratos, algunos de Los versos del Capitán, poemas de amor para Matilde que publicaría más tarde en Nápoles en forma anónima”. La publicación en Nápoles se debe seguramente a la circunstancia de que el libro fue en su mayoría escrito y terminado durante una estadía en Capri en 1952, viviendo lo que llamó sus “andanzas de desterrado”, en épocas en que pendía sobre él la captura policial ordenada por el gobierno de Gabriel González Videla, votado por los comunistas chilenos y vuelto contra ellos a partir de su política de entrega y adhesión a “las democracias occidentales” durante la creciente Guerra Fría.
Más adelante, en las Memorias, cuenta, conmovidamente, respecto de sus vivencias en la isla, y de su trabajo de gestación y escritura de este libro: “...detrás de las grandes murallas palaciegas ocurren todas las novelescas perversidades que se leen en los libros. Pero yo participé de una vida feliz en plena soledad o entre la gente más sencilla del mundo. ¡Tiempo inolvidable! Trabajaba toda la mañana y por la tarde Matilde dactilografiaba mis poemas. Por primera vez vivíamos juntos en una misma casa. En aquel sitio de embriagadora belleza nuestro amor se acrecentó. No pudimos ya nunca más separarnos. // Terminé allí de escribir un libro de amor, apasionado y doloroso, que se publicó luego en Nápoles en forma anónima: Los versos del Capitán”. También en Confieso que he vivido se aclararán finalmente los verdaderos motivos del tan discutido anonimato: “La única verdad es que no quise, durante mucho tiempo, que esos poemas hirieran a Delia, de quien me separaba. Delia del Carril, pasajera suavísima, hilo de acero y miel que ató mis manos en los años sonoros, fue para mí durante dieciocho años una ejemplar compañera. Este libro, de pasión brusca y ardiente, iba a llegar como una piedra lanzada sobre su tierna estructura. Fueron esas y no otras las razones profundas, personales, respetables, de mi anonimato”.
En la vasta obra de Neruda, hay muchos más poemas dedicados a Matilde Urrutia o que la tienen por referencia textual aunque no la nombren ni la expongan ni la oculten, ya que con ella vivió su intensa relación hasta la muerte, acontecida, como se sabe, pocos días después de la del presidente Salvador Allende, y fue Matilde quien veló por sus restos y quien lo defendió de la devastación protagonizada por los militares. Esos poemas, dispersos aquí y allá, se hallan especialmente en Odas elementales, Las uvas y el viento, Cien sonetos de amor, Estravagario, La barcarola, El mar y las campanas. Acaso el más sentido de todos ellos muy sentidos sea el soneto XCIV de los Cien sonetos de amor (libro que además le está dedicado), “Si muero sobrevíveme...”: “Si muero sobrevíveme con tanta fuerza pura/ que despiertes la furia del pálido y del frío,/ de sur a sur levanta tus ojos indelebles,/ de sol a sol que suene tu boca de guitarra...”.
En todos y cada uno, Matilde va cobrando esa personalidad de la amante total que vio en ella el poeta, calificada de “madre”, “ráfaga de rosal”, “amor de otoño”, “presente y futuro”, “Chillaneja fragante”. Matilde Urrutia era también, como Neruda, del interior, del Sur, de la ciudad de Chillán, en la región del Bío-Bío, zona de altas cumbres y nevados, de gran belleza, “tierra de artistas” y de vientos y movimientos telúricos enormemente destructivos; quizás por eso el poeta la sintiera de ese modo tan raigal, tan profundo: “La tierra y la vida nos reunieron”. Ella misma, en sus propias Memorias, relata así su formación: “Yo creo que mi vida está marcada por la niñez, transcurrida en Chillán, entre árboles, entre jardines desordenados donde las rosas y las camelias se mezclaban fraternalmente con las lechugas, los apios que se levantaban hermosos, solemnes, con sus tallos firmes, erectos y, al lado de ellos, los ajos con sus tallos débiles, las cebollas nuevas que tanto nos gustaban, mezcladas con el cilantro, el perejil. Esto es lo que primará toda la vida; sólo puedo estar a gusto en un ambiente no convencional”. Matilde Urrutia falleció el 5 de enero de 1985, en Santiago de Chile.
Mario Goloboff
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