Habían pasado ocho años desde la muerte de Carpentier cuando Lilia se decidió a abrir el sobre sellado aparecido entre los papeles del escritor. Después de leerlo, volvió a cerrar el sobre. No quería hacer públicas las ásperas descalificaciones de algunos contemporáneos todavía vivos por aquel entonces. Tiempo ha pasado. Algunos ocupan el lugar que les corresponde en el recuento de la historia. La memoria de otros se ha difuminado. Ha llegado la hora de dar a conocer un documento de capital importancia para el conocimiento del hombre y del escritor. El interés del documento sobrepasa en mucho las referencias anecdóticas dejadas caer al paso del transcurso de los días.
Muy crítico del narcisismo de ciertos escritores, Carpentier nunca se inclinó a desarrollar una literatura confesional. De ahí la singularidad de estas breves páginas que transitan entre 1951 y 1957, etapa de intensa fecundidad creativa.
En este diario, una prosa reflexiva conjura el fuego ardiente de la angustia. Acosado por sus demonios en una etapa particularmente creativa de su existencia, Carpentier, siempre tan desdeñoso respecto al regodeo confidencial, ha tenido que apelar a la página en blanco como un interlocutor necesario. Cercana ya la cincuentena, percibe que lo esencial de su obra está por hacer. Avanzada su escritura, Los pasos perdidos permanece en el horno. Indeciso, reestructura el orden de los capítulos, atormentado por una inquietud que no cesará del todo, aún cuando, cerrando los ojos, haya decidido enviar el manuscrito a la imprenta. Se le escapa un comentario, válido para muchos escritores de nuestros días. Evocando a Wagner, auténtico desdoblamiento de si, acota su obsesión de orfebre el llamado imperativo a limar minúsculos detalles que escaparán sin dudas –así lo reconoce- al examen del lector más perspicaz. Principio ético fundamental, la artesanía del oficio arranca de raíz las tentaciones parásitas de la vanidad.
En 1951, Alejo Carpentier se ha instalado en Caracas. Rodeado de amigos, el radio y la publicidad le proporcionan un satisfactorio bienestar económico. Ejerce, desde El Nacional, un periodismo cotidiano. Es un importante animador del ambiente artístico. Disfruta un amplio reconocimiento público. Advierte entonces, con angustia y lucidez, que no puede sucumbir a las tentaciones del diablo, esa rata portadora de la peste que marcará el destino de Juan de Amberes en El camino de Santiago. Ha llegado el momento de la madurez. La literatura, piensa, no se escribe sobre otra literatura. Se nutre de una experiencia existencial. En lo personal, su vida ha transitado abierta a extensos horizontes. Entre Europa y América, ha conocido la variedad del paisaje humano y natural, el estruendo de la guerra y de los conflictos sociales, las conmociones que moldearon los procesos artísticos del siglo XX, la diversidad de las culturas. Siente la necesidad de liberarse de la servidumbre cotidiana de una oficina desgastante de buena parte de sus energías. El tiempo se le escapa. Observa el comportamiento de su propio cuerpo, la amenaza de enfermedades, los asomos de depresión, el disfrute de la plenitud de materia y espíritu en los mares del trópico, anuncio del deslumbramiento de Esteban –El siglo de las luces- en las minúsculas islas del Caribe.
Entre tantas vueltas y revueltas, al cabo de tan prolongado aprendizaje, Alejo se ha construido a si mismo. Tiene que tomar la medida de quién es y dónde está para soltar las amarras, saltar al vacío y emprender una nueva aventura. El Diario, de bitácora, adquiere función de espejo en un momento de transición y de definitiva plenitud creativa. Por eso, los tiempos confluyen y se entremezclan. Las casas donde ha vivido ya no existen. Solo permanece la memoria. En el presente aparecen las lecturas, las audiciones musicales, rápidas anotaciones de encuentros con amigos y la historia íntima de su trabajo literario. De cuando en cuando, por asociación, el pasado renace. Asoman las mujeres que lo han acompañado. Al igual que en sus crónicas periodísticas, Cuba es una obsesión recurrente. Sus amigos de ayer lo han defraudado. Fueron sus compañeros de andadas en la bohemia habanera, en el minorismo y en la redacción de la Revista de Avance. Casi con rabia los contempla como promesas frustradas, empantanadas en veleidades aldeanas. Los compositores que compartieron el descubrimiento de la riqueza rítmica de la música de origen africano, Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla, han muerto prematuramente. Inquietudes similares lo aproximan ahora a quienes llegaron después: Lezama, Eliseo Diego, Cintio Vitier y Fina García Marruz, y, sobre todo, Julián Orbón, su corresponsal permanente, e Hilario González, amigo siempre, en los años venezolanos y en los del regreso a la isla.
Por la selección y el modo de aproximarse a ellas, las lecturas literarias de Alejo resultan de capital interés. Como evidencian las crónicas de Letra y Solfa, el azar y las circunstancias lo llevaron a comentar numerosos libros. Entre todos ellos, muy pocos merecieron pasar a las páginas del diario. Ahí están, sin embargo, las que respondían a las búsquedas más profundas del escritor. Una zona corresponde a obras de carácter confesional. Regresa a Juan Jacobo Rousseau y a San Agustín. Se detiene en Gide y Jünger. Su inquietud fundamental se dirige a las reflexiones que vinculan al Hombre en su vínculo con el destino, trasfondo latente en las novelas que escribirá a partir de Los pasos perdidos. Se centra, entonces, en los debates que animaron la historia del cristianismo. Revisa la patrística, alude a San Pablo. Se estremece de admiración ante los textos jansenistas de Port Royal, aunque descarta por completo el modo de enfocar el tema de la gracia. A propósito de la biografía de San Anselmo, manifiesta su entusiasmo por la literatura medieval. Destaca en ella la eficacia narrativa, así como la sutileza y precisión en el empleo de los adjetivos. Capítulo aparte merece su examen sistemático de la picaresca española, a la que tanto habría de referirse en años sucesivos. Mientras los críticos, cada vez más aherrojados por un falso teoricismo esterilizante, aplican cartabones a la densa realidad de los textos de ayer y de hoy, el escritor interroga los libros a partir de sus propias inquietudes existenciales y artísticas.
Fiel al íntimo discurrir de Carpentier, el tono del diario se modifica sustancialmente en el transcurso de seis años. La angustia dominante en las páginas iniciales cede poco a poco. Hay momentos de verdadera epifanía cuando el narrador advierte la creciente libertad conquistada, escribe de un tirón El camino de Santiago y concibe de un golpe la idea de El acoso, aunque tenga que someterse luego al paciente laboreo de su oficio de orfebre. El interlocutor necesario se convierte en receptáculo de apuntes, material útil para trabajos futuros. Al final, como en la Novena de Beethoven, tan reveladora en Los pasos perdidos, resplandece la alegría. Ágil y gozoso, el estilo adquiere ritmo narrativo. El azar le depara el descubrimiento de Víctor Hughes en la Guadalupe. Con rapidez vertiginosa, el nuevo proyecto comienza a armarse. Estamos en vísperas de El siglo de las luces.
Materia viviente, las grandes obras literarias se renuevan a través de lecturas sucesivas, porque se trata de una relación dialógica intersubjetiva, sujetas a situaciones epocales, a contextos culturales y a las interrogantes primordiales de cada ser humano. El autoritarismo del texto y de la intencionalidad explícita del autor se desplaza hacia la libertad productiva del lector. Pero el núcleo duro de la propuesta del escritor subsiste y puede someterse a múltiples acercamientos desde distintas perspectivas, todas complementarias, aunque ninguno llegue a agotar del todo la nuez esencial. Lo empobrecedor son las etiquetas. En el caso de Carpentier, circunscribir su valoración al barroquismo y a lo real maravilloso, ha limitado otros asedios posibles. Este diario nos invita a conocer mejor al hombre, sus inquietudes más profundas y a encontrar en su obra artistas sorprendentes.
Publicado por Letras Cubanas en la serie Documentos de la Biblioteca de Alejo Carpentier, el Diario se complementa con un prólogo de Armando Raggi, notas que aclaran al lector nombres de personas quizás olvidadas hoy o conocidas en su tiempo en un ámbito local, algunos anexos y documentación gráfica. El texto ilumina aspectos importantes de la vida y la obra del escritor e invita a una reflexión sobre el sentido de la creación literaria que lo trasciende. Resulta muy pertinente en el panorama actual, permeado por los rejuegos del mercado y por tanto artificio mediático y académico, manipuladores todos del diálogo entre el autor y su destinatario.
Graziella Pogolotti
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