sábado, enero 18, 2014

Hace un siglo: La Internacional Socialista y la guerra



Angélica Balabanov

Después de evocar a Jaurés, hoy lo hacemos con Angélica Balabanov, de la que reproducimos su vivo testimonio sobre como la II Internacional acaba cediendo ante el patrioterismo y el desastre.
Cuando Angélica Balabanov o Balabanova (1878, Chernihiv, Ucrania - 25 de noviembre de 1965 en Roma) escribió el año 1938, Mi vida de rebelde (*) con el subtítulo de Crónica de mi colaboración con el movimiento obrero internacional, preludió esta obra con la siguiente cita de August Bebel, el «padre» de la socialdemocracia alemana: «Si caemos en el curso de esa gran batalla por la emancipación del género humano, los que vienen detrás de nosotros avanzarán, y si caemos, lo haremos conscientes de haber cumplido nuestro deber como seres humanos y convencidos de que nuestro objetivo será finalmente alcanzado a pesar de la resistencia de las potencias hostiles a la humanidad. El mundo es nuestro, pese a todo...».
Esta firme reafirmación del viejo ideario socialista encarnado definitivamente por los grandes de la socialdemocracia clásica, es la de una mujer que se identificó total y plenamente con un período del movimiento obrero que había pasado a la historia. En aquellas fechas, la socialdemocracia alemana había sido derrotada sin resistencia digna de mención mientras intentaba aferrarse al sistema de valores de la burguesía liberal... cuando la burguesía ya había dejado de hacerlo. Lo mismo había ocurrido en Italia una década antes. En España, la socialdemocracia y el estalinismo se habían preocupado, sobre todo, de contrarrestar un proceso revolucionario guiado por los sentimientos y las ideas que la II y la III Internacional habían hecho «principios» en sus años gloriosos.
La resistencia ya no venía solamente de las antiguas potencias hostiles a la humanidad sino también de la burocracia, de los dirigentes profesionales del movimiento obrero que temían (en palabras del socialdemócrata alemán Scheidemann), a la revolución más que al pecado Los tiempos habían cambiado de una forma inusitada, la civilización burguesa parecía declinar hacia el fascismo y la guerra, mientras que en la URSS, el estalinismo se consolida pasando por encima del cadáver de toda la vieja guardia bolchevique y de todos los ideales de Octubre de 1917. Sin embargo, para Angélica Balabanov, desengañada de la experiencia bolchevique desde los comienzos de los años veinte, el socialismo seguía siendo la misma bandera que un día unió a gente como Bebel, Jaurès, Adler, Pléjanov, Rosa Luxemburgo, etc. Desde luego, ella sabía que entre estos leones y los gatopardos del momento, existía un abismo, pero no se planteó ninguna alternativa. Su obra se alimenta fundamentalmente de los recuerdos.
El drama de Angélica la fue también el de otras «grandes» de la socialdemocracia clásica como lo fueron Vera Sazúlitch, Anna Kuscioloff, Henriette Roland Holst, Madeleine Pelletier, Adelaida Popp; y otras, que si bien se mantuvieron como internacionalistas durante la Gran Guerra y simpatizaron con la revolución rusa y con los primeros años del Komintern, rechazaron antes o después el comunismo oficial. Estas mujeres, que representaron, junto con Clara Zetkin, Rosa Luxemburgo, Alejandra Kollontai y otras, el feminismo socialista de su tiempo, se quedaron finalmente al margen del curso histórico. La propia Angélica que se mantuvo como una militante activa hasta el final de su existencia, nunca volvió a tener la aureola que alcanzó en su juventud.
Como subproducto de un amplio proceso revolucionario que siguió a la Primera Guerra Mundial, la mujer consiguió el voto en muchos países. No faltaron mujeres socialistas que ocuparan lugares importantes en la administración, en el Parlamento, pero ninguna de ella poseyó la voluntad y la audacia de estas pioneras.
La «colaboración» -como ella llama modestamente a su extenso y activo compromiso militante- de Angélica Balabanov como el movimiento obrero se extiende durante más de medio siglo. Extremadamente capacitada para los idiomas, esta colaboración tuvo dos epicentros nacionales, Rusia e Italia, aunque también se desarrolló activamente en otros países como Bélgica -donde participó con gran entusiasmo en la Universidad Obrera-, Alemania, Austria y Francia. Su colaboración dentro de la Internacional Socialista en sus últimos años, y en los primeros Congresos de la Internacional Comunista, la hicieron sumamente célebre, hasta el punto que en su recibimiento en una gran ciudad concurrían miles de trabajadores.
Esta colaboración fue por abajo y por la altura, y allí conoció a la flor y nata del movimiento obrero de su tiempo (Bebel, Eliseo Reclus, Plejanov, Antonio Labriola, Turatti, Jaurès, Guesde, Hardie, Lenin, Zetkin, Luxemburgo, Trotsky, John Reed, Rádeck, Kollontaï, Emma Goldman, Berkman, etc.), con los cuales mantuvo, en diferentes momentos, una relación más o menos estrecha. Pero también se realizó por abajo. Angélica conoció el proceso revolucionario ruso muy estrechamente, y sobre todo conoció los años de esplendor del socialismo italiano, el avance que parecía inexorable de su militancia activa y organizada en el campo y en la ciudad, en la fábrica y en el tajo, en el Parlamento y en los centros culturales. Algunas de sus páginas más entusiastas están dedicadas a este proletariado militante que, tras la huelga general de 1920 en la que el PSI se quedó a mitad de camino -sin hacer la revolución, pero haciendo temblar a la burguesía que no tuvo reparos en apoyar el fascismo-, y sobre todo, tras el ascenso de Mussolini, decayó hasta no volver nunca más a ser la que fue. El Partido Socialista Italiano (PSI) de la segunda posguerra mundial será un espejo deformado de la que había sido en los primeros veinte años del siglo.
Un capítulo especial de su vida la ocupa su relación con Benito Mussolini. Fue precisamente Angélica la que inició a éste en el ideario socialista y la que apoyó sus comienzos socialmaximalistas, aunque nunca aceptó sus tendencias personalistas y demagógicas. Cuando éste se convirtió en un «renegado», Angélica fue seguramente su más vehemente adversaria.
Angélica provenía de una familia aristocrática, pero no tardó en convertirse en su «oveja negra» porque era incapaz de soportar el trato brutal que se le daba a los criados y la miseria que contemplaba a su alrededor. Era muy joven cuando entró en contacto con el socialismo en la ilegalidad, y se marchó al extranjero, huyendo de la Oljrana y con la intención de aprender lo que no podía aprender en su país. Después de viajar por Europa, sintió un «nexo místico de simpatía» por el movimiento obrero italiano y se instaló en Italia. Allí, junto con otra rusa de nacimiento, Anna Kuscioloff, pasó a ser la figura femenina más conocida del socialismo del país.
Sin embargo, Angélica no se mostró tan preocupada por la cuestión femenina como lo estuvo su compatriota. Se oponía «a toda forma de feminismo», porque entendía que: «...la emancipación de la mujer era uno de los aspectos de la emancipación de la humanidad. Porque queríamos que la mujer -particularmente la obrera- comprendiera esta idea, aprendieran que debían de luchar no contra los hombres, sino con ellos y contra el enemigo común: la sociedad capitalista...»
Durante la Gran Guerra, Angélica fue una ferviente internacionalista. En la víspera, había sido una de las que más activamente participó desde el Buró Socialista Internacional en el intento de anudar la relación de la socialdemocracia mundial para tomar una posición antiguerra en común. Como portavoz de los socialistas italianos, situados en la tendencia internacionalista pacifista, contraria de los bolcheviques que planteaban convertir la guerra imperialista en guerra civil, Angélica fue una de las animadoras tanto de la Conferencia de Zimmervald como la de las mujeres socialistas contra la guerra. Su nombre quedó indisolublemente ligado a ambas reuniones, hasta el punto que, cuando los bolcheviques comenzaron a trabajar en serio por la III Internacional, la consideraron como la representación de Zimmervald.
Con la primera fase de la revolución rusa, Angélica regresó a su país natal y no tardó en ingresar en las filas bolcheviques, estando de acuerdo con sus posiciones de «todo el poder para los soviet» y con la creencia de que en su interior se podrían organizar todas las tendencias.
Para otra gran mujer socialista, Anna Kuscioloff, por el contrario: «Todos los hombres de cualquier clase social, salvo contadas excepciones, y por una serie de razones poco lisonjeras para un sexo que pasa por fuerte, consideran como un fenómeno natural su privilegio de sexo y lo defienden con una tenacidad maravillosa, llamando en su auxilio a Dios, la Iglesia, la ciencia, la ética y las leyes vigentes, que no son otra cosa que la sanción legal de la prepotencia de una clase y de un sexo dominante...». Anna Kuscioloff fue la principal promotora del movimiento de mujeres socialistas en Italia.
Durante un par de años trabajó en el frente de la revolución, viendo como poco a poco «la necesidad material transformaba y deformaba a los seres humanos y cortaba las alas de la joven revolución social», como «hombres y mujeres que habían entregado su vida a un ideal, que habían renunciado materialmente a ventajas, libertad y felicidad, afecto familiar, por la realización de sus convicciones y, sin embargo, podían obsesionarse totalmente con cosas tan primarias como el hambre y el frío». La necesidad extrema doblegaba los más poderosos idealismos, y las «mujeres, que debían a la revolución todos sus flamantes derechos y dignidad, se volvieron súbitamente viejas y ajadas, físicamente deformadas por sus penalidades y la constante preocupación por sus hijos...a salida a esta situación agobiante y deformadora era claramente la extensión de la revolución. Rusia sufría en su opinión «la tragedia de haber comenzado la revolución».
Con esta intención, Angélica ocupó su lugar en la Internacional Comunista donde su punto de vista se hizo cada vez más coincidente con el de la izquierda socialista italiana, en particular con el de Giancinto Serrati. En los años que siguen a la guerra civil, sus diferencias internas con el partido y con el régimen se fueron ampliando, paralelamente a que se desarrollaba en el interior de la Internacional. Sus diferencias con Zinóviev y Rádeck llegaron a hacerse abismales y en sus recuerdos trata a éstos sin piedad. La 21 condiciones propuestas por el ultraizquierdista Bordiga, y que tan graves consecuencias tuvo para alejar de la IC a la extrema izquierda socialista, fue para ella la gota que desbordaba el vaso de su impaciencia. Después de unas largas discusiones con Lenin, pudo salir de la URSS a finales de 1921.
Teresa Pámies, en el prólogo de su autoretrato, escribe con bastante acierto sobre esta fuga hacia adelante: «Para Angélica Balabanov todo parece claro hasta el año 1917. No comprende la táctica de los bolcheviques necesariamente audaz y apabullante en aquellas circunstancias. Acosada por al estupefacción se revuelve, se defiende, se malogra en la pequeña política (la petite politique), en el triste y desmoralizan te sentimiento de ser "subestimada" por los "novatos", "pisoteada" por los arribistas. Pese a sus reiteradas manifestaciones de humildad, sufre en su amor propio. Su condición de funcionario no le permite ese contacto activo con las masas que hizo de ella una militante en Italia. La magnitud de la revolución que, teóricamente, comprendía como pocos, se le escurre de tal modo que, a los cuarenta años de edad, se siente vieja. No cree -y se equivoca- que su país y su pueblo puede utilizarla. Luchará contra ese sentimiento, que en el fondo le da vergüenza; pero tampoco la ayudarán a superarlo gente como Zinóviev, su jefe inmediato, cuyo defecto exagera, pero no inventa. Es una época triste para la militante que llega de un exilio fabulosamente activo. Al estado de ánimo político se agregan condiciones materiales que minan su organismo y se produce el colapso. La obsesión de salir de la Rusia soviética se convierte en necesidad casi enfermiza y Lenin le da el salvoconducto para exiliarse”.
De nuevo en el exilio se reintegra en el ala más radical de la socialdemocracia italiana. En 1925, su antiguo alumno, Mussolini, la obliga a huir precipitadamente a Francia. En 1926 es elegida secretaria del Buró de París de los partidos socialistas disidentes de la Internacional Socialdemócrata, y en la segunda mitad de los años treinta la encontramos representando a los socialistas maximalistas italianos adheridos al Buró de Londres, también conocida como la tres y media (entre la Tercera y la Cuarta Internacional), que durante la guerra y la revolución española dará su apoyo al POUM.
Angelica escribió poesía, amén de un retrato de Lenin y estas memorias, escritas ya al final de su vida, cuando ya hacía tiempo, cuando ya era una venerable anciana, que se había adaptado a la socialdemocracia atlantista de Giuseppe Saragat. Es una lástima que no sean reeditadas aunque es posible de adquirir por Internet.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

(*) Publicado por Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1974, traducción y prólogo de Teresa Pámies y del que reproducimos como anexo el capítulo X, dejando de lado el apartado final dedicado a Mussolini

Anexo

1914. El socialismo, la guerra.

El quinto aniversario de la Segunda Internacional tenía que haberse celebrado en el Congreso de Viena convocado para finales de agosto de 1914. Los preparativos para el Con­greso transcurrían en una atmósfera de creciente tensión y solemnidad. Delegados de todos los países tenían que reunirse para reafirmar la solidaridad del movimiento obre­ro internacional y su inquebrantable oposición al creciente peligro de guerra. Dos años antes, cuando la tempestad en los Balcanes había amenazado con arrastrar Europa, la solidaridad de los trabajadores, expresada en las manos enlazadas de los dirigentes socialistas en Basilea, mantuvo un frente unido ante los promotores de guerra. Una vez más, en Viena y el año 1914, los portavoces del movimiento obrero revolucionario se negarían a derramar su sangre en cualquier guerra que no fuese la de su propia emancipa­ción.
Los partidos afiliados a la Internacional representaban a millones de hombres y mujeres de todos los países de la tierra, y entre ellos los obreros mas avanzados y organizados, Ios lideres de mayo influencia entre los trabajadores, algunos de los periodistas más capaces y de los intelectuales, más destacados de esa época. Los dirigentes de los partidos afiliados a la Internacional ocupaban escaños parlamentarios y eran parte de Consejos sindicales. Cientos de periodistas socialistas influían a diario sobre las masa europeas y vivían la misma fe. Esa fe durante años, había sido el obstáculo más serio a los designios del imperialismo. De nuevo se reafirmaría orientada hacia un objetivo concreto: advertir a los explotadores y a los provocadores de guerra que sus días estaban contados.
Tal era nuestra convicción y tales nuestros planes.
Pero al final de unos demenciales días de julio ocurrió de verdad lo que durante años anunciábamos como inevita­ble en el régimen capitalista: Europa marchaba hacia el abismo. En vez de miles de socialistas alborozados reuniéndose en la alegre Viena, una veintena –sólo los miembros del ejecutivo- nos reuníamos en una sala de la Casa del Pueblo de Bruselas, un triste, día de lluvia. Era el 28 de julio, cinco días después del ultimátum de Austria a Servia y cuatro días antes de que Alemania declarase la guerra a Rusia;
He narrado ya, al principio de este libro, que cuando se convocó esa reunión de emergencia me hallaba en la Toscana y las dificultades que tuve para llegar a Bruselas. Desde la estación fui directamente al local; estaba sumamente can­sada tras un pesado viaje que incluyó una parte en vagón de mercancías.
Hasta ese momento sólo Austria y Servia estaban en gue­rra, pero todos éramos conscientes de que si el conflicto no era apagado o aislado, toda Europa se vería envuelta en sus llamas. El Ejecutivo tenía que actuar sin demora para aplicar el programa antiguerra adoptado en el curso del úl­timo Congreso. Teníamos que elaborar planes y actuar au­daz pero prudentemente, medir atentamente nuestra fuerza frente a la de los promotores de guerra, contrarrestar con nuestra propaganda el torrente de propaganda militarista que ya fluía de la prensa. Conocía la voluntad de mi partido y la de las masas italianas y sabía que podía hablar en su nombre sin equívocos.
Aunque la mayoría de los miembros del Ejecutivo no estaban persuadidos de que la guerra entre Austria y Servia significase una guerra general internacional (al conocer la noticia del ultimátum a Rusia los representantes rusos lo in­terpretaron como un infundio de la prensa), nuestra reunión estuvo impregnada, desde su inicio, de una trágica sensación de desesperanza. Escuchábamos los discursos sintiéndonos cada vez más impotentes y frustrados.
Todos aguardábamos anhelantes el discurso de Víctor Adler, representante de un país que ya estaba en guerra. ¿Qué esperaba de los obreros de su nación ese político bri­llante y experimentado? ¿Qué efectos había producido en ellos el estallido de la guerra? Un hombre como Adler, el más entendido en política mundial, el que mejor conocía en el Ejecutivo las condiciones de su país, no logró siquiera pronunciar una sola palabra que indicara que podíamos confiar en una insurrección de las masas austriacas. Su examen de la situación política parecía sólido. Su expresión era serena, pero no hizo el menor esfuerzo por ocultar su hondo pesimismo. Daba por sentada la pasividad de los trabajadores.
Desesperados, volvimos nuestras miradas hacia los repre­sentantes alemanes y franceses. ¿Coincidía su apreciación con la de Adler? La actitud de Hugo Haase, presidente del partido socialdemócrata alemán, fue sumamente simbólica y patética. Por lo general era hombre tranquilo, pero en esa ocasión apenas podía estar quieto sobre su asiento. Su ta­lante oscilaba entre la esperanza y el decaimiento. Habló de las grandes manifestaciones de masas que su partido orga­nizaba en toda Alemania contra la guerra. Sus palabras eran corroboradas por telegramas de su país, uno de los cuales nos anunciaba un mitin en Berlín al que asistieron 70.000 personas. Durante la mayor parte de su discurso. Haase parecía dirigirse directa y especialmente, a Jaurés, como sí estuviera deseoso de demostrarle al gran socialista francés que los trabajadores alemanes no querían la guerra y que esperaban idéntica actitud de sus camaradas franceses. Una vez declarada la guerra, Haase fue uno de los catorce diputados que votaron contra los créditos militares. En 1919 fue herido or un nacionalista y moría un mes después.
Evocando retrospectivamente la reunión, Jean Jaurés y Rosa Luxemburgo me parecen haber sido los únicos delegados que, como Adler, se daban perfecta cuenta de la inevitabilidad de una guerra mundial y de los horrores que entra­ñaba. Jaurés daba la impresión del hombre que, habiendo perdido toda esperanza en una solución y de los horrores que entrañaba. Jaurès daba la impresión del hombre que hubiera toda esperanza en una solución normal de la crisis y sólo confiara en un milagro. Keír Hardie, junto con Bruce Glaser, representaba a la Gran Bretaña, se refirió con unos modales sernos y firmes a la huelga genera que ellos preconizaban como un medio de evitar la guerra. Expresó la opinión de que si Inglaterra declaraba la guerra, los sindicatos convocarían inmediatamente la huelga general Con su actitud, la mayoría del Ejecutivo daba a entender que no compartía confianza de los británicos en ese punto.
Cuando me tocó intervenir referí y destaqué el hecho de que en anteriores reuniones internacionales se había consi­derado la huelga general como medio primordial para evitar la guerra. Adler y Jules Guesde me miraron como si estuvie­ra loca. El primero dejó sentado que se opondría a cualquier intento de precipitar semejante acción por considerarla utó­pica y peligrosa en ese momento. Guesde adoptó la posición de que, en tiempo de guerra, una huelga general constituía una amenaza directa contra el movimiento socialista.
— La consigna de huelga general sólo sería eficaz en países donde sea más fuerte el socialismo — declaró —, y facilitaría la victoria militar de las naciones atrasadas sobre las progresistas.
Los demás delegados no prestaron la menor atención a mis palabras. Como única recomendación de acción concreta el Comité Ejecutivo se limitó a un llamamiento a intensifi­car las manifestaciones contra la guerra en toda Europa.
Una de las tareas del encuentro era decidir dónde se ce­lebraría el Congreso de la Internacional, puesto que Viena quedaba descartada como sede del mismo. Rosa Luxembur­go y Jaurés fueron designados para resolverlo. Eligieron Pa­rís, haciendo hincapié en que el Congreso debía ser prece­dido y seguido de una gran manifestación masiva destinada a impresionar a los gobiernos de Europa con la hostilidad de los trabajadores hacia la guerra. El Congreso no llegó a celebrarse. Antes de que pudiera ser convocado, se había extendido la guerra a casi toda Europa. Y antes de que Jau­rés pudiera informar a sus compatriotas de las decisiones de la reunión de Bruselas caía asesinado en París.
Yo estuve en la misma habitación de la Casa del Pueblo donde Jaurés redactó el último manifiesto de su vida. El Comité Ejecutivo le había encargado hacer un proyecto de llamamiento a los trabajadores del mundo para que se expresen masivamente en solidaridad al objeto de evitar la debâcle que se avecinaba. La mayoría de los delegados habían salido a cenar, pero Jaurès se quedó para escribir el llamamiento y preparar su discurso en el mitin que debía celebrarse esa noche en el «Cirque Roya!”. Yo me quedé con él, sentada a cierta distancia de su mesa para no molestarlo Sabía además que sufría una aguda crisis de jaqueca. Súbitamente, un delegado conocido por su falta de tacto, entró en la había en la habitación se sentó junto a Jaurés y empezó a contarle algo. Noté el enojo de Jaurés por su expresión y traté de persuadir al otro para que se fuera. No lo conseguí y siguió hablando como si nada.
Esa noche las calles que conducían al «Cirque Royal» estaban abarrotadas de gente y apenas pudimos abrirnos paso. La gran sala estaba llena hasta los topes desde pri­mera hora. La inmensa mayoría de los belgas que asistían a la reunión o esperaban en la calle para participar en la manifestación no tenían la menor idea de la amenaza que pendía sobre sus cabezas.
No exagero diciendo que el «Cirque Royal» tembló como sacudido por un terremoto al final del magnífico discurso de Jaurés. El propio Jaurés temblaba de emoción, de temor, de intenso deseo de evitar de alguna manera el conflicto en ciernes. Nunca habló con tanto fervor como esa última vez de su vida ante un auditorio internacional.
A los pocos minutos de terminar la reunión miles de tra­bajadores desfilaban por las calles de Bruselas, contagiados del entusiasmo que engendraban sus cantos revolucionarios. Las consignas: «Abajo la guerra: Viva la paz», «Viva el so­cialismo internacionalista», resonaron durante horas por toda la ciudad y los suburbios.
Unos días después' multitudes animadas de otro fervor, marchaban por esas mismas calles aclamando la guerra.
La catástrofe se precipitó con más rapidez de lo que es­perábamos y los delegados italianos y suizos, que hicimos un viaje a Antwerp después de la reunión, casi nos vimos atra­pados en Bélgica por el estallido de la guerra. El tren que tomamos en Antwerp con destino a nuestros respectivos países fue el último tren normal que salió de Bélgica. A la mañana siguiente, mientras desayunábamos en Basilea, dos miembros del Comité Central del partido alemán pa­saron por allí con visibles muestras de agitación:
—Ya no cabe duda que la guerra se extiende a Francia y a Alemania —dijo uno de nuestros delegados—. Hace unos momentos he hablado con los camaradas alemanes. Han venido a Suiza a poner a salvo el dinero del partido alemán.
— ¿Y qué tal están de ánimos? —pregunté.
Al día siguiente me detuve en Berna, camino de Italia, y en la esquina de una calle leí la noticia de que Jaurés aca­baba de ser asesinado por un exaltado nacionalista francés. Me quedé tan aturdida que apenas capté el significado de la pérdida. El mismo día recibí un telegrama convocándome a una reunión extraordinaria del Comité Ejecutivo italiano en Milán.
Ya el 29 de julio, mientras estábamos reunidos en Bruse­las, el Partido Socialista italiano había publicado un mani­fiesto contra la guerra.
Entre otras cosas decía:
«En interés del proletariado de todas las naciones hay que impedir, circunscribir y limitar en lo posible el conflicto armado, que sólo podría beneficiar al triunfo del militarismo y a las parasitarias empresas de la burguesía.
«Vosotros, proletarios de Italia, que en el doloroso período de la crisis y del paro forzoso habéis dado pruebas de conciencia de clase y de espíritu de sacrificio, debéis estar dispuestos a impedir que Italia sea arrastrada al abismo de esta terrible aventura.»
Entre los firmantes de la proclama estaba Benito Mussolini en calidad de director de «Avanti», miembro del Eje­cutivo del partido y del Consejo Municipal de Milán.
La reunión a que me convocaban tenía por objeto reafir­mar la posición adoptada por el manifiesto. Todas las orga­nizaciones de la clase obrera italiana eran invitadas a enviar delegados fraternales. Acudieron incluso los sindicalistas, que por lo general nos combatían ferozmente.
Cuando uno de los delegados sindicalistas señaló que se­ría más difícil oponerse a la guerra si el gobierno italiano decidía ayudar a las potencias aliadas, yo propuse que se­mejante punto de vista fuese declarado incompatible con la posición del partido, puesto que nuestra oposición a la guerra no podía determinarla la opción de la clase domi­nante. Mi moción se aprobó por unanimidad.
La conclusión de que el Ejecutivo del partido estaba por la neutralidad italiana era de prever. Sin embargo, duran­te la discusión, Mussolini, que se había expresado a favor de la neutralidad más absoluta, se me acercó para decirme que tenía que salir antes del fin de las deliberaciones y me pi­dió que votara por él. Nadie podía prever en ese momento qué actitud adoptaría Italia. La retirada de Mussolini en esas condiciones le proporcionaba una posible escapatoria. Siempre podría decir que de haber participado en toda la discusión habría votado de otro modo.
En esa época no sólo la clase obrera italiana se oponía a la guerra, sino que la inmensa mayoría del pueblo era parti­daria de la neutralidad. Mussolini, que siempre seguía la co­rriente, la siguió también en ese punto. Repetía todas las consignas del partido y acusaba de «traidores» y «renega­dos» a los que no las aceptasen. Mientras la mayoría de noso­tros tratábamos de analizar el origen y significado de la gue­rra, para explicárselo a los trabajadores, Mussolini arrojaba epítetos y pretendía demostrar que era más revolucionario que el partido.
El escaso sentimiento probélico que existía en Italia es­taba dividido. Algunos de los conservadores que actuaban a través del Partido Nacionalista dirigido por Federzoni —con­vertido más tarde en secuaz de Mussolini— eran partidarios de la entrada de Italia en la guerra al lado de Austria y Ale­mania. Entre los francmasones, elementos del pequeño co­mercio y jóvenes turbulentos, existía cierta agitación a favor de los aliados. Sin embargo, en un clima general franca­mente antibélico eran pocos los que osaban manifestarse contra la paz.
La única forma de introducir a Italia en el conflicto al lado de los aliados era presentar la guerra contra Alemania como una guerra revolucionaria. A ese fin los aliados nece­sitaban un demagogo que conociera la fraseología revolucio­naria y pudiera hablar el léxico de las masas. Buscaron ese hombre y lo descubrieron en la persona de Benito Mussolini.
En esos días ocurrió algo que impulsó la propaganda bé­lica y dificultó considerablemente nuestra posición. Esa cir­cunstancia negativa fue la actitud adoptada por los social-demócratas alemanes y austriacos, que, naturalmente, tendría su repercusión en los partidos francés e inglés. Mien­tras nosotros instábamos a los trabajadores a cumplir con sus deberes internacionalistas, los periódicos anunciaban que nuestros camaradas alemanes votaban a favor de los crédi­tos militares y renunciaban a su combate por derrocar el ca­pitalismo o, en el mejor de los casos, «lo aplazaban». En esa época no podíamos saber aún si en el seno de los parti­dos alemán y austríaco existía alguna oposición a la guerra, como así era, efectivamente. La información sobre esta cues­tión y sobre la existencia de grupos antibélicos en Francia y en el Partido Laborista independiente británico, nos lle­garía más tarde.
El 5 de agosto de 1914, los socialistas austriacos anunciaban que si el Parlamento de su país se reunía, también ellos votarían por los créditos de guerra, según informaba» un artículo titulado Día histórico para el pueblo germano. Al mi juicio, aquel fue el origen psicológico del fascismo.
Bisisolati, que en aquel momento ya no era miembro del partido, escribió en un periódico democrático que la Internacional dejaba de existir puesto que se basaba en la reciprocidad. El colapso de la socialdemocracia alemana significaba el fin de la Segunda Internacional. Por consiguiente, según él, Ios socialistas italianos debían apoyar la guerra por «Ia democracia»
Fue en esos días que recibí una carta urgente de Plejanov pidiéndome que fuera a verlo a Ginebra. En cuanto me vio preguntó sin preámbulos:
— ¿Cuál es tu posición y la de tu partido ante la guerra?
La pregunta me dejó estupefacta. Plejanov, el gran marxista, debía saber que la respuesta estaba implícita en su filosofía, que era la mía.
—Haremos todo lo posible para poner fin al conflicto cuanto antes e impedir que Italia entre en la guerra —dije—. Por lo que a mí se refiere, haré todo lo que esté a mi alcance para ayudar al partido en esta tarea.
Sus ojos brillaban de indignación. .—¡De modo que impediréis que Italia entre en la guerra ¿Y Bélgica? ¿Y tu amor por Rusia?
—¿Qué quieres decir con eso de «mi amor por Rusia»? ¿Ha de cambiar mi actitud ante la guerra por el hecho de que Rusia esté involucrada en el conflicto? ¿No actuarían otros gobiernos imperialistas como Alemania ha hecho en Bélgica si lo considerasen necesario para lograr sus fines? ¿No has sido tú mismo quien me ha enseñado las causas verdaderas de la guerra? ¿No nos advertiste que se prepa­raba la carnicería? ¿No dijiste que debíamos oponernos a ella?
Plejanov contestó:
—Pues mira, si yo no fuera un viejo enfermo me iría al [ejército como voluntario. Sería un gran placer para mí clavarles la bayoneta a tus camaradas alemanes.
—¡Mis camaradas alemanes! ¿No son también los tu­yos? ¿No fuiste tú quien nos enseñó a comprender y valo­rar la filosofía alemana, el socialismo alemán, Hegel, Marx y Engels?
Esa noche salí apresuradamente de Ginebra para Milán. Nunca, jamás, había viajado con tanta pena en mi corazón.
Tan pronto tuvieron la guerra organizada, de todas par­tes trataban de influir en nosotros para que nos colocásemos a favor de la intervención. No todos esos intentos eran inspi­rados directamente por los gobiernos belicistas. Algunos pro­cedían de liberales desorientados que, como Plejanov, se vieron arrastrados por la fiebre guerrera y creían honrada­mente que debían apoyar una causa sagrada. En otros casos —y aquí entra Mussolini— las naciones en guerra trataban de comprar cualquier líder italiano que se mostrase venal. Querían utilizar al máximo, y como agentes, a los socialpatriotas de sus propios países que habían sucumbido a la propaganda belicista y formaban parte de sus gobiernos. Mussolini seguía despotricando contra la guerra desde las páginas de «Avanti». Acababa de escribir un editorial que decía, entre otras cosas: «Permaneceremos fieles a nuestro ideal socialista e internacionalista sin apartarnos de sus ci­mientos. Puede abatirse la tempestad sobre nosotros, pero nuestra fe seguirá inquebrantable.»
Escribía eso, pero en septiembre ya flotaba en las con­versaciones privadas de sus amigos la impresión de que Mussolini estaba dispuesto a abandonar la neutralidad. Des­mintió indignado esos rumores. El episodio Sudecum indicó que Mussolini todavía no había decidido por dónde saltaría. Sudecum era un socialdemócrata alemán y diputado del Reichstag. Cuando Mussolini me informó de que iba a visi­tarnos, me sorprendió. Llegó Sudecum acompañado de Claudio Treves, ex director de «Avanti»; le saludé con un apretón de manos y seguí corrigiendo pruebas. Mussolini, que por regla general era brusco con los derechistas, fue muy cor­dial con Sudecum. Me extrañó que pidiera al alemán un ar­tículo para «Avanti».
—Pediré a la camarada Balabanov que lo traduzca —aña­dió.
Sudecum sacó inmediatamente unas cuartillas de su bol­sillo con el artículo ya redactado. Era bastante inofensivo, aunque llamaba la atención sobre los horrores del milita­rismo y de la guerra. Pero terminaba con una afirmación que a mí me pareció absurda, una declaración según la cual el Kaiser había tratado de preservar la paz, pero que, tanto él como el gobierno alemán, habían sido víctimas de la agre­sión aliada.
Después de traducir el documento yo sabía que los miembros de nuestro partido impugnarían algunas de sus afirmaciones; por ello insistí en leérselo a Mussolini antes de su publicación y acompañarlo de un comentario editorial.
Quedamos en reunimos con el autor después de cenar, para ver con él el conjunto del documento. Esperamos varias horas en la oficina, pero Mussolini no se presentó. Yo me negué a dar una copia a los linotipistas, porque me di cuenta de que trataba de eludir la responsabilidad de publicar una entrevista que yo no aprobaba. Hacia medianoche y viendo que no llegaba, sustituí el material por otro artículo. Cuando ya estaba en prensa se presentó Mussolini. No tuvo más remedio que escribir un comentario editorial que acompaña­ría el artículo de Sudecum, que saldría al día siguiente. A todos nos sorprendió la moderación y suavidad de su crítica, ya que normalmente era duro e implacable.
A los pocos días estallaba el escándalo. La prensa de los países aliados publicaba una «revelación»: los socialistas italianos habían entrado en contacto con un agente alemán enviado a Italia para obtener su apoyo. El ataque creció en virulencia hora tras hora. Cuando Sudecum fue a Roma para hablar con el Ejecutivo del partido, sabiendo éste que la noticia de la visita sería tergiversada, se publicó el acta de la reunión. Sin embargo, las cosas habían llegado ya a tal extremo que la gente, influida por la prensa patriotera, ya no quería saber la verdad. No tardé en ser denunciada como la persona responsable de la visita de Sudecum a Italia.
En 1914, los gobiernos europeos temían aún la opinión de la clase obrera y, particularmente, el sentimiento que ani­maba a los socialistas y a la Internacional. Por ese motivo las maniobras militares y políticas que desembocaron en la declaración de guerra se llevaron a cabo en el mayor secre­to. Así fue posible que los alemanes creyeran que su país se había visto arrastrado a la guerra porque lo atacó la bár­bara Rusia; a los franceses, ingleses y belgas les hicieron creer que sus países respectivos defendían la civilización contra el militarismo prusiano; lograron persuadir a las na­ciones más pequeñas de que debían combatir por su inde­pendencia y al mundo en general de que se trataba de una guerra para poner término a todas las guerras.
Para salvar lo poco que quedaba de nuestro movimiento internacional, y al objeto de contrarrestar los efectos de la propaganda patriotera entre los trabajadores de los países beligerantes y neutrales, los socialistas italianos propusieron una Conferencia Internacional informal para el 27 de sep­tiembre en Lugano. Los socialistas suizos apoyaron nuestro llamamiento. Aunque la conferencia de Lugano tendría pocos efectos en lo inmediato, iba a impulsar el movimiento Zimmerwald surgido al año siguiente.

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