El objetivo de los sectores más lúcidos es retomar el consenso y no abrir espacios para “peligros populistas” o nuevas fuerzas que rompieran el escenario
La Nueva Mayoría y el nuevo gobierno liderado por Michelle Bachelet a partir del 2014, representan la consolidación y materialización de los intentos por parte de la elite chilena para recuperar el consenso político en nuestro país.
En medio de las enormes movilizaciones sociales del año 2011, las cúpulas concertacionistas tomaban nota de lo que sucedía, con el objeto de dar salidas políticas a los peligros inminentes que se veían venir en el horizonte. El día 5 de agosto del 2011, Ricardo Lagos citaba a los principales líderes concertacionistas para analizar el cuadro político y para hacer frente al “temor de un desfonde de la política”, concluyendo que la “situación del país es responsabilidad colectiva”. Para el día 12 de agosto de ese mismo 2011, liderazgos como Patricio Walker advertían que “la mejor manera de hacernos cargo de la crisis política y social que enfrentamos, evitando de paso el surgimiento de una democracia populista o delegativa al estilo Chávez, es fortaleciendo la democracia representativa”. Finalizaba su mirada señalando que “debemos estar dispuestos a construir un nuevo pacto social y político”.
¿A qué respondían estas urgencias políticas? ¿Qué buscaba la cúpula concertacionista con estas señales?
Ante todo, se puede responder señalando que las movilizaciones sociales significaron una potente señal que fue captada por los sectores más atentos del bloque dominante. La Concertación buscó dar salidas más claras a esta problemática. Lo que puso en juego la movilización social fue el poderoso consenso político y social que el bloque concertacionista había logrado constituir desde los años 90 en adelante. En Chile el consenso está trastrocado. Lo que Edgardo Boeninger, en un dejo de honestidad saludable, señalaba como “operación legitimadora”, o sea, dotar de legitimidad al modelo heredado desde la dictadura, hoy aparecía en peligro.
Antonio Gramcsi señalaba que “la clase dirigente tradicional, que tiene un numeroso personal adiestrado, cambia hombres y programas y reasume el control que se le estaba escapando con una celeridad mayor de cuanto ocurre en las clases subalternas; si es necesario hace sacrificios, se expone a un porvenir oscuro cargado de promesas demagógicas, pero se mantiene en el poder”. Las cúpulas concertacionistas tomaron la iniciativa detrás del objetivo de retomar el consenso y no abrir espacios para “peligros populistas” o nuevas fuerzas que rompieran el escenario. Podríamos decir que estos sectores representaron el sector más lúcido y hábil del bloque dominante, mientras la Alianza representó el sector más conservador.
Efectivamente existen muchas promesas que el gobierno de Michelle Bachelet ha tomado. Sin embargo, eso no quiere decir lo mismo a su concreción. Debemos recordar lo que nos decía Gramcsi: la clase dominante “hace sacrificios, se expone a un porvenir oscuro cargado de promesas demagógicas, pero se mantiene en el poder”. Sobre esto quizás la mejor manera de medir el fondo de lo que señala la Nueva Mayoría sería escuchar con atención a los empresarios, pues finalmente el cálculo y las apuestas son cosas que para ellos son de vida o muerte.
La Alianza fue incapaz de leer adecuadamente el escenario, con lo que quedó con un “relato inconexo”, o sea, una lectura y propuestas que aparecían como anacrónicas en relación a los nuevos elementos que el sentido común hacía suyo. Desde el 2011, y aun hasta hoy, desde la tribuna de La Tercera se seguía asegurando que el diagnóstico del “malestar social” era un “diagnóstico apresurado”, buscando quitar del escenario la realidad de la conflictividad social. Sin comprender la apuesta concertacionista y mostrando la confusión de la Alianza ante el nuevo escenario, Longueira señalaba en su momento: “Ya ni la Concertación defiende lo que hizo su gobierno. Entonces hoy están todos siendo arrastrados por la calle, la consigna manda: reforma tributaria, fin al lucro, educación gratuita, nada con contenido”. El conglomerado de la Alianza se mostraba como el último paladín que casi de manera voluntarista defendía el legado de Jaime Guzmán. Los resultados electorales han dado claras muestras de que la capacidad de adaptarse por parte de la Alianza fue baja y eso le pasó la cuenta, sobre todo al sector más conservador que es la UDI.
Mientras esto pasaba en la Alianza, la Concertación entendía bien su rol en un nuevo escenario. Ricardo Lagos publicaba un documento titulado “Avanzar hacia la primavera chilena”, donde, entre otras cosas, se señalaba que “es necesario avanzar hacia una mayor legitimidad de nuestro sistema democrático. Las movilizaciones ciudadanas nos abren un espacio para mejorar la política y recuperar su prestigio”.
El resultado de estas reflexiones políticas fue el buscar dar más espaldas a su propio proyecto, sumando a sectores ubicados a la derecha de los movimientos sociales, concretamente al Partido Comunista. A su vez se perseguiría cubrir de legitimidad a este nuevo bloque buscando sumar a diversos rostros que aparecieron ligados en la lucha contra el establishment político, haciendo el contrapeso a las desgatadas imágenes de los Escalona, Girardi o Andrade. De esta manera se buscó atraer a Giorgio Jackson, Iván Fuentes, Camila Vallejo o, ahora último, a Moisés Paredes. Finalmente, se buscó adoptar un conjunto de demandas surgidas desde los movimientos sociales, quitándoles todo su contenido de ruptura, desnaturalizándolas y echándoselas al bolsillo. Bien señalaba Néstor Kohan cómo “las demandas populares se resignifican y terminan trituradas en la maquinaria de dominación”.
Todos estos movimientos dieron como resultado a la Nueva Mayoría. El enorme triunfo electoral no es sino el triunfo de la apuesta de meterse en el bolsillo a los movimientos sociales, por parte del sector más lúcido del bloque dominante.
Efectivamente, existen muchos titulares que el gobierno de Michelle Bachelet ha tomado. Sin embargo, eso no quiere decir lo mismo a su concreción. Debemos recordar lo que nos decía Gramcsi, la clase dominante “hace sacrificios, se expone a un porvenir oscuro cargado de promesas demagógicas, pero se mantiene en el poder”. Sobre esto quizás la mejor manera de medir el fondo de lo que señala la Nueva Mayoría sería escuchar con atención a los empresarios, pues finalmente el cálculo y las apuestas son cosas que para ellos son de vida o muerte.
Andrónico Luksic señaló ante la contienda electoral que “no hay ninguna (preocupación), hay que seguir creciendo, seguir haciendo las cosas bien. Hay que tomar el deseo de la ciudadanía de que cambien algunas cosas, que se mejoren otras”. Más claro imposible. Desde Wall Street, el director ejecutivo de J. P. Morgan señala con lucidez que “la demanda por abordar este tema no la ha impuesto la coalición de izquierda, sino que proviene de un reclamo social que obligaría a cualquier partido político a enfrentarlo”. Otro analista señala que “estimamos que los riesgos de cambios drásticos al esquema institucional de Chile son reducidos, independiente de los resultados de la elección.” La honestidad de Wall Street da ciertas luces.
El nuevo gobierno de Bachelet da como resultado un escenario complejo para la izquierda. Se buscará retomar el aparato de contención social que se aflojó durante el gobierno de Sebastián Piñera, a su vez existirán muchos recursos para que nuevos liderazgos se sigan viendo incorporados al nuevo gobierno. Tras un rostro amable y con la incorporación de muchos, es probable que los que vayan quedando fuera sean perseguidos con rudeza, buscando su aislamiento y atomización del escenario político.
Pese a que el escenario es adverso, Bachelet y la Nueva Mayoría debieron hacer una concesión que para ellos es peligrosa. Los elementos programáticos que han tomado son explosivos y resulta difícil que sean desactivados completamente. Las demandas englobadas en derechos sociales y en temas de soberanía nacional, si son llevadas hasta sus últimas consecuencias, es inevitable que choquen con el empresariado nacional e internacional. Inevitablemente Bachelet realizará reformas, pero que quedarán a medio camino y que no cumplirán las expectativas previstas por muchos alrededor de su gobierno. Desde el mismo Wall Street ven este temor. “Administrar las expectativas creadas simultáneamente en tantos frentes puede atentar contra el resultado del proceso de reformas y generar frustraciones con repercusiones políticas”, señala el director ejecutivo de J. P. Morgan. Esto no es un tema de voluntad, sino que de clase. Se harán reformas, pero jamás se legislará contra sí mismo. En educación, ¿serán capaces de expulsar al consorcio norteamericano Laureate?, ¿serán capaces de recuperar el mar y afectar a la familia Zaldívar, participantes de CORPESCA ligados a los Angelini? Lo dudamos. De esta manera, creemos que las demandas sociales surgidas los últimos años representan una bomba al interior de este nuevo gobierno. Resguardar este patrimonio y buscar llevar hasta el final este programa, será la tarea de la izquierda chilena y, por lo tanto, son garantía de futuro más allá de la Nueva Mayoría.
En este sentido estamos convencidos de que, pese a la victoria de esta apuesta de la clase dominante, la última palabra la tendrán los movimientos sociales y los trabajadores. Las calles deberán ser protagonistas de este nuevo escenario donde, a la par de la lucha, como izquierda deberemos prepararnos para levantar una alternativa más consolidada y que haga frente a estos nuevos desafíos, tanto en la calle como en el plano electoral. Si algo nos dejó este escenario fue experiencia y balances acumulados. Deberemos cerrar filas, prepararnos y desplegarnos en la lucha social para que estemos en condiciones de decirle a nuestro pueblo, como el cuento de Andersen: ¡El rey está desnudo!
Sebastián Farfán, Encargado nacional de la UNE (Unión Nacional Estudiantil)
El Mostrador
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