sábado, enero 18, 2014

Hace ya un siglo: Jean Jaurès, el primer muerto de la “Gran Guerra”



En agosto de este año se cumple un siglo de la “Gran Guerra” y ya se ha puesto en marcha los mecanismos de la gran efeméride. El tema da de sí, pero podemos dar por seguro al menos un par de detalles.
El primero es que se tratará de enmascarar su naturaleza interimperialista, es lo más habitual. A este efecto, recuerdo que el documental más ambicioso sobre la II Guerra Mundial, el más prolijo en detalles y en imágenes, no empleaba ni una sola vez la palabra imperialista, de hecho, la primera de todas para comprender el desastre. Hace unos días, Antonio Muñoz Molina dedicaba uno de sus artículos al evento, ofreciendo datos tremendos sobre las consecuencias de la guerra. Sin embargo, no solamente no decía media palabra sobre las razones que la causaron, es que después de hacer una ligera referencia a los grupos neonazis señalaba con el dedo a los “nacionalismos identitarios” o sea las naciones sin Estado, los mismos a los que otro autor que cotiza en El País, Enrique Krauze, culpaba en otro artículo…El segundo es que va costar poner en el plano que merecen a los socialistas y pacifistas que declararon la guerra a la guerra.
Entre ellos, quizás Jean Jaurès sea el más significado, entre otras cosas porque fue su primer muerto. Mi idea es hacer varias entregas sobre Jaurès, comenzando con el anexo que sigue, un texto que se corresponde al último capítulo de la única biografía suya publicada en castellano. Me refiero al Jean Jaurès escrito por la periodista Michelle Auclair, una de las primeras investigadoras sobre la vida de García Lorca. Esta biografía fue publicada en Editions du Seuil en París, en 1954. Fue traducida por Pere Ardiaca pare Ediciones Grijalbo que la publicó en 1974 en la colección “Biografías Gandesa”.
Este libro está descatalogado y no resulta fácil de encontrar. Además, hace mucho tiempo que no se publica nada sobre Jaurès, aunque por Internet se puede encontrar un material interesante. Personalmente reproduje los perfiles que le dedicó Trotsky, un texto del propio Jaurès sobre Lev Tolstói, amén de una introducción sobre el personaje, en concreto Unas notas sobre Jean Jaurés, líder socialista e historiador jacobino, Publicadas en Kaosenlared el 27/11/2006 que no merció más que 401 “lecturas”, aunque me consta que fue reproducida en diversas páginas alternativas.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

Anexo de Michelle Auclair

"ESTE DURMIENTE GRAVE CON QUIEN SE HUNDÍA LA PAZ"

J'ai vu ce morí puissant, le soir d'un jour d'été Un gisant solennel. Une table á cote: La gloire qui dormait prés de la pauvreté! J'ai vu ce morí auguste et sa chambre économe. La chambre s'emplissait du silence de l'homme. L'atmosphére songeuse entourait de respect Ce dormeur grave en qui s'engloutissait la paix.
On restait fasciné prés du lit mortuaire, Ecoutant cette voix effrayante se taire.
Et tandis qu'on restait á contempler cet étre Comme on voit une ville en flammes disparaltre, Tandis que l'air tranquille oú se taisait Vicho Baisait le pur visage aux paupiéres -fermées, L'Histoire s'emparait, éplorée, alarmes., De ce héros tué en avant des armées.1

Anne. de noailles

I. "¡TIENEN QUE ESCUCHARME!"

A fines de junio de 1914 hay en Francia gentes muy preocupa­das: ese asunto del impuesto sobre la renta no les deja vivir.
—Nos obligarán a irnos al extranjero —dice la señora J. de Montebello—; la vida se nos pone muy difícil...
—Toda mi fortuna consiste en bienes heredados —dice el prín­cipe Jacques de Broglie— y no se me permite retirarla del Banco de Francia. Quedaré arruinado sin poder evitarlo...
Y para distraerse de tal eventualidad, el príncipe y la princesa ofrecen un baile tan extraordinariamente brillante que por poco da su nombre al verano de 1914: el verano del baile de las piedras preciosas.
Pero se produjo un suceso sensacional que mereció la primera página de los periódicos, "sangre en primera página": el 28 de junio, un estudiante bosnio mata al archiduque heredero de Austria a su esposa. Las vacaciones están próximas; el proceso Caillaux-Calmette se ha convertido en un apasionante tema de conversación; mayoría de la población no ve en el atentado de Sarajevo más un nuevo crimen de los anarquistas.
Jaurés expone ante los lectores de L'Humanité sus posibles consecuencias y su hipotético remedio:
“Si los dirigentes de la monarquía austro-húngara se obstinan .en su política de brutalidad y opresión, si quieren vengarse del atentado de Sarajevo culpando a todo un pueblo, agravarán la crisis: no hay que un solo método honesto y eficaz: el de practicar una política justa hacia la población bosnia y croata. Si los atas quieren separarse de Austria-Hungría para incorporarse a Serbia, provocarán un gran conflicto sin ninguna posibilidad de éxito a no ser que Rusia les preste su concurso. Y en este caso, Rusia se lo hará pagar caro. Toda Serbia se convertirá en país vasallo de Rusia.
"Si Europa no comprende que la verdadera fuerza de los estados ya no estriba ahora en el orgullo de las conquistas y en la bru­talidad de la operación sino en el respeto de las libertades y en la preocupación por la justicia y la paz, el este de Europa seguirá siendo un matadero, donde la sangre del ganado se mezclará con la de los carniceros."
Ciertamente, el peligro es enorme, pero no parece que Jaurés tema un conflicto generalizado.
El 7 de julio, el gobierno pide a la Cámara que vote los créditos necesarios para un viaje presidencial a Rusia, adonde han decidido ir Poincaré y su presidente del Consejo de Ministros, Viviani. Jau­rés sube a la tribuna para exponer la oposición de los socialistas:
"En primer lugar, porque desde hace algún tiempo se viene usan­do y abusando de esas entrevistas lejanas para contraer, en nom­bre de Francia, compromisos que el país no conoce...
"Hoy más enérgicamente que nunca, nos negamos a sancionar la práctica y la política de tratados secretos. Nos parecen más pe­ligrosos que nunca...
"A medida que, bajo la acción de la contrarrevolución rusa, la Duma ha perdido una gran parte de su derecho a fiscalizar la polí­tica zarista, Francia ha perdido también la garantía de que el trata­do, que puede comprometer su propia vida por el juego de cláusu­las desconocidas, ha de servir para elevados intereses y no para combinaciones e intrigas orientales de las que ninguno de nosotros puede medir el alcance..."
Poincaré y Viviani adelantan el viaje. Hace unos días, la prensa rusa trataba a Francia de "agua podrida" y de "corderillo que bala" Mañana, en Rusia, el presidente de la República francesa alzará su vaso brindando "por nuestras fuerzas unidas"; el zar responde­rá que Francia y Rusia han de poder contar "con la plenitud de sus fuerzas". El corderillo es invitado a sacrificarse en beneficio del todopoderoso imperio eslavo.
Del 14 al 19 de julio se reúne un Congreso Socialista extraordinario contra la guerra. Jaurés hizo aprobar una moción preconi­zando la huelga general simultánea en todos los países afectados y la prensa se desencadenó en injurias contra él: el señor Raffalovitc se cobró ampliamente sus treinta dineros. Maurice de Waleffe da el tono en el Paris-Midi:
"Si, en vísperas de guerra, un general enviase a cuatro y un cabo para poner a Jaurés dejante de una pared y meterle en el cerebro el plomo que le hace falta, ¿creen ustedes que este ge­neral habría hecho otra cosa que su más elemental deber. Por mi parte, yo estaría dispuesto a ayudarle?”
L'Action Française dice también lo suyo: "El acto del señor Jau­rés en el Congreso Socialista extraordinario cuenta con cientos de precedentes similares que sólo pueden ser calificados de infames. Como todos sabemos, Jaurés es Alemania".
Hace tantos años que las injurias le llueven encima que apenas habría puesto atención en las de ahora si no fuesen una prueba de la aberración de la naturaleza humana, en la que Jaurés quiso ver siempre justicia y belleza. Un día, en la Cámara, respondió a un grave insulto en plan de filósofo y con lenguaje catequístico:
—Sí, ya sé..., ya sé que usted me odia con odio permanente y que, si yo tratase de medirme por la magnitud de su odio, comete­ría ciertamente un pecado de orgullo...
Cuando le ponían delante esos diarios, hacía como un gesto de cansancio. En su casa de la calle de la Tour ya sólo leía las cartas en cuyos sobres reconocía la escritura; todas las demás las echaba a la papelera para no leer más insultos injustos. Recibía de todo; hasta porquería le enviaban por correo. Sabe perfectamente a qué se arriesga al hacer frente a una opinión pública recalentada. Paul Boncour se presenta en la calle de la Tour para despedirse antes de salir de vacaciones. Con mirada melancólica que parece alcanzar lejos, Jaurés le dice.
—Si tiene que haber guerra nos matarán antes; puede que lo lamenten después, pero será demasiado tarde.
Y pacientemente, claramente, vuelve a explicar en L'Humonité la posición del partido socialista:
"La huelga general será bilateral o no será.
La posición de Jaurés, la del partido socialista es, pues, muy cla­ra: pacífica, pero no de capitulación.
¿Sería escuchado Jaurés? ¿Se haría todo lo posible y honroso que pudiese salvar la paz? En primer lugar, hubiese sido necesa­rio admitir que un socialista no tiene por qué, siempre y automáti­camente, estar equivocado. En segundo lugar, debía de admitirlo Isvolski. Ya a principios de año, Raffalovitch escribía a su ministro de Finanzas: "...Aunque las simpatías que conquistamos en Francia son muy importantes, sin embargo, también tenemos adversarios entre los socialistas, entre los enemigos del orden establecido". Los socialistas cometían el error de pensar que seis millones de vivos constituían un "orden establecido" mejor que el de seis millones de muertos. Las buenas gentes razonables, amigas del orden estable­cido, no quieren ser estorbadas por vocingleros mientras se dedi­can a sus buenos cálculos, tales como el de la circular de un banco del Este, en los buenos tiempos de la guerra búlgaro-turca, que dice así:
--"La guerra que ahora empieza no constituye ninguna catástro­fe; por el contrario, abre muy bellas perspectivas. Los beligerantes tendrán que hacer gran consumo de material y municiones. El ma­terial que emplearán pondrá de manifiesto imperfecciones y defec­tos graves; y, como suele hacerse en otros ejércitos más importan­tes, la experiencia empujará a los grandes estados a renovar sus armamentos. Por consiguiente, se presenta una buena perspectiva de trabajo para la industria y para los capitales... Éste es nues­tro pensamiento, desprovisto, ciertamente, de toda consideración sentimental."
La opinión pública había sido tan bien condicionada y la má­quina de matar tan bien puesta a punto que el gran capital podía permitirse impunemente tales declaraciones. Pero por hablar de ar­bitraje, por decir que hay que intentarlo todo antes de lanzarse a un fructífero consumo de armamentos, los patriotas franceses, si­guiendo a León Daudet, darán al apóstol de la paz el nombre de "el prusiano Jaurés".
"No quisiéramos inducir a nadie al asesinato político –escribe León Daudet- pero, ¡que tiemble el señor Jaurès. Su artículo es capaz de sugerir a cualquier energúmeno el deseo de resolver por la vía experimental la cuestión de saber si cambiaría algo en el orden invencible de las cosas en caso de que el señor Jaurés siga la misma suerte de señor Calmette”

***

"...Cualquier energúmeno..." En Reims, un joven se está repi­tiendo las palabras que acaba de decir a un amigo: "Creo que va a haber guerra, lo cual me alegra mucho."
La guerra: para un muchacho blando hasta la abulia, la guerra es un tónico. Este joven es un esteta que ha descubierto que l»s emociones belicosas superan con mucho a las que procuran las be­llas artes. Este joven no ha hecho nunca nada —peón en Stanisla5 y agricultor fracasado no son oficios—; matar, esto ya sería algo.
La idea le vino en diciembre anterior, viendo una representación de El Cid en la Comedia Francesa: matar a Jaurés. Raoul Villain se siente capaz de hacerlo.
Hijo de un actuario del tribunal de Reims, es apacible y pia­doso. Tan piadoso que, a pesar de su adhesión al Sillón 2 —duran­te un año se estuvo alimentando con leche y bollos para poder en­tregar mil francos a Marc Sangnier—, se alejó de aquél al ser ob­jeto de excomunión. Es tan apacible que la patrona de la pensión en que se hospeda en París suele decir que "parece una señorita". Rubio, de ojos azules y con barba a lo Musset, no es ni guapo ni feo; es un personaje soso que no aparenta sus veintiocho años. Su madre está loca, por lo que él se esfuerza por razonar con san­gre fría. Su padre corre tras las faldas, por lo que él ha decidido ser casto. Y como en Reims va a determinada hora a contemplar una vidriera con determinada luz, se dice de él que "es muy fino". Forma parte de la "Liga de jóvenes amigos de Alsacia y Lorena", simpáticos muchachos que pretenden no hacer política. Pero durante una reunión, entra un grupo de "camelots du roí"3, gri­tando: ¡Fuera Jaurés! ¡Viva el ejército!
El presidente propone ir a interrumpir las reuniones socialistas y salen todos gritando: —¡Abajo Jaurés! ¡A Berlín!
Villain, hombre reservado, no se asociaba a esas explicaciones. En cambio, a principios de año, ha pedido a un amigo que le pres­tase un pequeño revólver. El amigo se lo ha prestado sin ningún temor, ya que se trata de un muchacho "digno de la estima que siempre he sentido por él". Por otra parte, las personas que lo aprecian son muchas: su manera de llegar de improviso, de de­jarse caer en un sillón y de no moverse hasta que se le invitaba a comer, molestaba a unos, pero enternecía a otros: "Ocioso, pero buen chico. ¿De qué vive? De 125 francos por mes que le envía su padre".
Vuelve a leer El Pájaro Azul, de Maeterlinck; su prosa etérea resulta más atractiva ante la proximidad de la guerra. Lleva el libro en su bolsillo, como lleva la pistola.
Ha ido a Reims para asistir al entierro de su abuela, su padre quisiera que se quedase y esperase la movilización, pero él tiene que regresar a París: Raoul Villain se siente capaz de algo, va a "matar al gran profesor de cobardía que merece mil muertes, va a abatir al gran abanderado, al gran traidor de la época de la ley de los tres años, a la gran voz que no dejaba oír las llamadas de Alsacia y Lorena" (Proceso del asesino de Jaurés).
Por otra parte, nunca ha visto a Jaurés, nunca lo ha oído nunca ha leído una sola línea suya. Solamente lo conoce por los' odiosos ladridos de la prensa subvencionada por Raffalovitch, y de los jóvenes bien educados de la Liga. Acaricia la idea de 'su crimen como algo abstracto; su piedad no le sugiere el "no ma­tarás": matar a Jaurés es matar al enemigo y, por consiguiente no es pecado. Jaurés será el primer alemán muerto de la guerra' y él, Villain, será el primer héroe de la misma guerra: es muy sen­cillo.

***

Jaurés acaba de enterarse del ultimátum de Austria-Hungría a Serbia. Escribe un artículo para L'Humanité del día siguiente, en el que califica la nota de terriblemente dura.
"Sin embargo, aún subsisten dos posibilidades de paz: la pri­mera, porque el gobierno austríaco, si bien exige que Serbia haya respondido hoy, antes de las seis, con todo sólo exige "respuesta". No pide concretamente que Serbia acepte por entero todas las condiciones que se le imponen.
"Es verdad que Serbia se encuentra cogida por el cuello".
Jaurés pregunta:
"Pero nosotros, los franceses, a quienes quizá se intente pre­cipitar en ese abismo, ¿cuándo tendremos al gobierno nuevamente entre nosotros?
"Nuestro presidente viaja; nuestro ministro de Negocios Ex­tranjeros y jefe del gobierno viaja..."
El día 25 por la tarde, Jaurés se encuentra en Lyon-Vaise: ha muerto un diputado por el Ródano y viene a sostener la candi­datura de Marius Moutet. Pero sus principales preocupaciones no son electorales. Los lioneses que lo esperan en la estación ven descender del tren a un hombre envejecido, preocupado. Los mi­litantes se quejan de la indiferencia de las masas ante el peligro:
—Han engrasado ya tantas veces sus botas, han pensado tantas veces en la movilización inmediata, que ahora sólo piensan en el proceso Caillaux.
En la sien del tribuno se hincha una vena. ¡Ah, las gentes dor­mitan! ¡Él las despertará! Su garganta está cansada. ¡Ah! Renaudel le había recordado últimamente una reunión tempestuosa, en la que la oposición empezó a chillar para impedir que hablara. A su vez, él gritó con el tono fuerte de su voz:
—Tienen que escucharme. ¡Tienen que escucharme!
Después, elevando progresivamente el tono, aprovisionándose debidamente de aire:
—¡Tienen que escucharme! ¡Tienen que escucharme!
Y acabó con un "¡Tienen que escucharme!" tan formidable que todos los que chillaban se callaron.
Esta noche, sí, ¡le oirán!
Mientras come abundantemente para satisfacer su gran apetito, le traen un telegrama: Austria-Hungría ha roto las relaciones di­plomáticas con Serbia. Esto, a pesar de que Serbia ha aceptado seis de las ocho condiciones exigidas por Austria y sólo tímida­mente pedía explicaciones sobre las otras dos. Tres cuartos de hora más tarde, el ministro de Su Majestad Imperial declaraba que la respuesta era insuficiente y abandonaba Belgrado con todo el personal de la legación.
Cuando Jaurés se dirige a la tribuna, la sala está abarrotada y el humo de las pipas vela la luz de las lámparas eléctricas. Hace un calor lionés, pegajoso y enervante.
Jean empieza su discurso sin el primer momento de vacilación que le es habitual. Empieza con voz estentórea lanzando su grito de angustia:
«¡Ciudadanos!
»Esta noche quiero deciros que, desde hace cuarenta años, nunca Europa se ha encontrado ante una situación más amena­zadora y más trágica que la actual... (errata en el original) lores del cuadro que se nos ofrece; yo no quiero decir que la ruptura diplomática, de que hemos tenido noticia hace media hora, entre Serbia y Austria, signifique que la guerra ha de estallar ne­cesariamente; y tampoco digo que, si la guerra estalla entre Aus­tria y Serbia, el conflicto tenga que extenderse necesariamente al resto de Europa. Pero si digo que en este momento se alzan terri­bles amenazas contra nosotros, contra la paz, contra la vida de los hombres, frente a las cuales los proletarios de Europa deben de hacer en toda la medida posible los supremos esfuerzos de solida­ridad.
»Si Austria invade el territorio eslavo, si los germanos, la raza Remana de Austria, ejercen la violencia contra los serbios, que forman parte del mundo eslavo, hay que prever y temer que Rusia entre en el conflicto. Y si Rusia interviene para defender a Serbia contra Austria, ésta invocará el tratado de alianza que la une a Alemania, y Alemania ya está haciendo saber por medio de sus embajadores en los diversos países que está dispuesta a solidazarse con Austria. Si el conflicto no se limita a Austria y Serbia, si Rusia se entromete, Alemania irá a los campos de batalla al lado de Austria.
»Pero en este caso no solamente entrará en juego el tratado de alianza entre Austria y Alemania, sino también el tratado se­creto, del que se conocen las cláusulas esenciales, que liga a Rusia y Francia. Y Rusia dirá a Francia: "Tengo contra mí a dos adver­sarios, Alemania y Austria, y por consiguiente estoy en derecho de invocar el tratado que nos une, Francia tiene que combatir a mi lado". —Esto quiere decir Europa en llamas; ¡el mundo en llamas!
»Responsabilidades... Piensen que el motivo de la lucha entre Austria y Serbia es la cuestión de la Bosnia-Herzegovina y que nosotros, los franceses, no podíamos oponernos a la anexión de la Bosnia-Herzegovina por Austria, porque, en este mismo mo­mento, nosotros estábamos comprometidos en Marruecos y tenía­mos necesidad de hacer perdonar nuestro pecado, perdonando no­sotros los pecados de los demás...
«Entonces, nuestro ministro de Negocios Extranjeros decía a Austria: "Os dejamos que toméis la Bosnia-Herzegovina a condi­ción de que dejéis que nos apoderemos de Marruecos", y pre­sentábamos nuestros ofrecimientos de potencia a potencia y de nación a nación. Así, decíamos a Italia: "Puedes tomar la Tripolitania, puesto que yo estoy en Marruecos. Mientras yo robo en éste, tú puedes robar en el otro extremo de la calle". Cada país salió a la calle con su pequeña antorcha en la mano y ahora nos encontrarnos con un gran incendio.
«Ciudadanos: Digo todas estas cosas con una especie de deses­peración. En este momento en que nos encontramos amenazados por el crimen y el salvajismo, no tenemos más que una sola po­sibilidad de mantener la paz y de salvar la civilización: esta única posibilidad consiste en que el proletariado reúna todas sus fuer­zas, las de todos los proletarios franceses, ingleses, alemanes, ita­lianos, rusos. Pedimos a esos millares de hombres que se unan para que el latido unánime de sus corazones nos libre de la te­rrible pesadilla.»
Bajo las ovaciones que se le prodigan, se pregunta si esos hombres que le aplauden unánimemente serán capaces de actuar con unanimidad. Su esperanza está en conseguir la unidad de ac­ción. La paz depende de ella. La mañana siguiente se entera, con alegría, de que los socialistas austriacos se han manifestado con­tra la guerra; por lo que al pueblo lionés se refiere, parece sal de su apatía a juzgar por el interés con que busca los periódicos.
En la estación de Dijon descarrila el tren en que Jaurés viaja hacia París. Es el tercer descarrilamiento a que asiste en el término de pocos días. Su mayor preocupación consiste en poder entregar a tiempo su artículo para L'Humanité.
El jefe de estación anuncia la imposibilidad de llegar a París aquella misma noche. A las siete y media de la tarde, un visitante inesperado se presenta en la redacción del Progrés de Dijon: el señor Jean Jaurés, diputado por el Tarn, director de L'Humanité:
—Señores: un colega en dificultades viene a pedirles un servicio.
La pequeña dificultad y la gran expectativa que suscita su pre­sencia lo excitan: se muestra ágil, preciso, casi alegre.
En primer lugar, se interesa por las noticias. ¿Qué puede sig­nificar esa gestión del embajador de Alemania, Von Schoen, cerca del gobierno francés? Según Le Temps, la misma gestión se ha hecho en Londres y en San Petersburgo. ¿Se trata de advertir a Francia y a Inglaterra de las consecuencias que podría revestir una intervención de Rusia? Esto es tanto como suponer que Fran­cia e Inglaterra pueden actuar sobre el gobierno ruso. En este caso —¿por qué Alemania no actúa sobre Austria, su aliada?
Después de haber discutido la situación con sus colegas, Jaurés fue invitado por la dirección a ocupar un despacho donde podría escribir su artículo sin que nadie le molestase.
—Gracias, lo transmitiré directamente por teléfono.
Jaurés fue conducido al despacho de los taquígrafos. Conse­guida la comunicación, dictó por teléfono el artículo que debía aparecer al día siguiente en L'Humanité. Su voz recalcaba las frases sin ninguna vacilación...
En el despacho próximo, los redactores del Progrés escuchan en silencio las frases que un taquígrafo está "tomando" en París, en tanto que, como hombres del oficio, admiran la maestría periodís­tica del gran tribuno. Cuando el taquígrafo le pide que repita lo dicho para su comprobación, Jaurés vuelve a decir palabra por pa­labra el artículo dictado sin nota alguna. Hecho esto, pide que le pasen a alguien de la redacción a quien pregunta por el contenido de L'Humanité del día siguiente. Se le oye gritar categóricamente:
—¡No, querido amigo! ¡Esto no! ¡Entiéndame bien! En este mo­mento, ni una sola línea por la que el extranjero pueda deducir una inferioridad militar nuestra.
Y cortó la comunicación.
—No veo bien —dijo, dirigiéndose ya a sus colegas— que la mayoría de los periódicos dediquen largos artículos a comentar la inferioridad de nuestro material de guerra, desde la insuficiencia nuestra artillería pesada a los gritos de que "nos faltan dos de zapatos... para el descanso".
—¿Quiere usted alpargatas para el ejército?
Jaurés hace un movimiento de hombros:
—No exactamente, pero todo esto hace daño.
"El valor consiste en dominar las propias faltas —y las del país—, sufrir por ellas, pero sin dejarse aplastar, y continuar avan­zando..."
El día siguiente, Jaurés partía de Dijon para París.

***

El domingo, 26 de julio, los lectores de periódicos se dividían en dos categorías: los que, interesados por el gran título: "Rotas las relaciones diplomáticas entre Austria y Serbia", devoraban las noticias, y los que, o mejor, las que, después de una rápida ojeada a los titulares, buscaban rápidamente el escándalo del día: "El se­ñor Laborie lee ante el tribunal las cartas íntimas del señor Caillaux".
Se trata de cartas de amor, publicadas íntegramente. Una, en papel de la Cámara de Diputados, empieza: "Querida Riri mía".
Los periódicos dedican al proceso exactamente el mismo es­pacio que a la situación internacional.
Aparte de estas dos cuestiones, noticias del día y bromas pesa­das:
"Ayer, el señor Jaurés se presentó en la oficina de telégrafos de la Bolsa.
"—Ciudadano—dijo al empleado—, deseo enviar cuatro telegra­mas, todos con el mismo texto.
"Y el señor Jaurés escribió estas líneas: «Os invito, si necesario es, exijo proclamar urgentemente huelga general e insurrección para impedir guerra deseada por reacción clerical y militarista. Gracias y saludos fraternales. Jaurés».
"—¿Las direcciones? —pidió el empleado.
"—Democracia organizada en Viena, Belgrado, San Petersburgo y Berlín.
"El señor Jaurés añadió:
"Además, las respuestas de las democracias organizadas no se harán esperar.
"En efecto, llegaron durante la noche. Helas aquí: "Viena, des­tinatario partido sin dejar dirección. Belgrado, desconocida. San Petersburgo, telegrama no transmitido. Berlín, rechazado»."
Le Matin, por intermedio de Clément Vautel, se esforzaba por ridiculizar de esta manera los intentos que se hacían para salvar la paz.

II. "EN UNA ATMÓSFERA DE TEMPESTAD"

Entre la Ópera y la Porte Saint-Martin, la multitud se agolpa excitada por el sol de julio que pega fuertemente, por los gritos de los vendedores de periódicos y por las noticias, verdaderas o falsas, que corren. Entre otras, se habla de la inminente declaración de guerra. Es domingo. En ese ambiente de excitación, gentes descono­cidas entre sí, se hablan en los cafés:
—¡Que se apuntale bien ese Guillermo!
—¡Los obligaremos a ceder!
Por la noche, una verdadera marea humana invade las avenidas, un servicio de orden tiene que intervenir para dejar libre la calza­da. Las noticias expuestas por Le Matin despiertan gran emoción colectiva, y entre las gentes agolpadas se propaga una camaradería que recuerda ya la camaradería de los regimientos. La primera voz que entona La Marsellesa se agranda inmediatamente con el coro de millares de voces.
Aquellos hombres de la multitud que no yazcan rígidos cuarenta y dos días más tarde en el barro de los campos de batalla, los que sobrevivan, podrán leer en L'Intransigeant del lunes, 7 de septiem­bre, en primera página, en la quinta columna, un artículo titulado: "La vida de Burdeos": "En Correos puede verse al señor Isvolski con cazadora y sombrero de fieltro, muy elegante. El embajador de Rusia pasea por los Quinconces: un rostro sonriente y lleno de confianza en el resultado de esta guerra, que él llama "mi guerra", que él ha querido y conseguido."
De momento, el traidor es Jean Jaurés, quien, nada más apearse del tren de Dijon, envía telegramas convocando una reunión del partido socialista para el día 28 por la mañana.
Este mismo día, en el juicio que se está efectuando contra CaiHaux, el testigo Henri Bernstein, tratado de desertor por el marido de la acusada, declara que se ha reintegrado al ejército:
—Si se decreta la movilización, parto mañana mismo. Yo no sé qué día piensa partir Caillaux, pero debo advertirle que en la guerra nadie puede hacerse reemplazar por su mujer y que tiene que disparar uno mismo.
La prensa califica esta respuesta como "inolvidable". Pero, ¿no Pasa nada en el mundo? Sí: el baile de las pelucas empolvadas en Vichy ha sido un éxito sin precedentes.
Sin embargo, tiene que haber también algunos motivos de alar­ma a medianoche, mientras el señor Guichard, segundo jefe de la Policía, mete en un autobús requisado a 40 agentes para que dis­persen los restos de una gigantesca manifestación por la paz, que ha desfilado desde la Plaza de la Bastilla al barrio de Saint-Denis, en la que ha habido algunos heridos, la Agencia Havas comunica:' "Las tropas austriacas han pasado la frontera..." Alemania no ha impedido la ofensiva de su aliada. La muchedumbre manifiesta en Berlín su entusiasmo belicoso ante la estatua de
Bismarck y grita:
—¡Nach París!
Pero los defensores de la paz no cejan.
El grupo socialista, reunido en el Parlamento, pone su atención en una propuesta inglesa: "Que Francia concentre todo su esfuer­zo en esa mediación... Francia, que, desde hace más de cuarenta años ha subordinado a los intereses supremos de la paz su reivin­dicación de Alsacia y Lorena, no puede dejarse arrastrar a un con­flicto por Serbia... "únicamente Francia puede disponer de Fran­cia".
Pero falsas noticias mantienen los nervios en tensión. "Los pue­blos se sienten súbitamente envueltos por una atmósfera de tem­pestad..."
Hacia las cinco de la tarde, León Blum encuentra a Jaurés en L'Humanité, con su maleta en la mano y con mucha prisa:
—Parto ahora mismo para Bruselas. ¡Bien! ¡Lléveme a la esta­ción!
En el andén, oyen la voz de Marcel y Georgette Sembat, que los llaman desde su compartimiento:
—¡Jaurés! ¡Aquí! ¡Le guardamos sitio!
El Comité Socialista Internacional se reúne en Bruselas el día 29 a las 10 de la mañana. Toda Europa estará representada. Alemania ha enviado a Haase y a Rosa Luxemburgo. Por Francia, a pesar de su gran fatiga, Guesde asiste también.
Las cosas van cada vez peor. Belgrado ha sido bombardeada. El viejo emperador de Austria ha dirigido a sus pueblos una pro­clama repulsivamente hipócrita: "...Mi mayor deseo era consagrar los años que la gracia de Dios quiera acordarme aún a obras de paz y a preservar a mis pueblos de los graves sacrificios de las cargas de guerra. La Providencia ha decidido otra cosa". Guiller­mo, por su parte, también habla en nombre del Señor. Jaurés res­ponde a esos filisteos con la frase: "¡Si Dios se presentase, visible ante las multitudes, el primer deber del hombre sería el de negarse a obedecer y el de tratarlo como a un igual con quien se discute!…” No es a Dios a quien Jaurès quiere provocar, sino a los "sofistas, que sólo hablan de Dios para ponerlo a su servicio.
¿Se cree en las esferas oficiales que la guerra es inevitable-Por fin, el presidente Poincaré llega de Rusia sin haberse detenido en Copenhague, donde se le esperaba con bandas de música y farolilos. La nave presidencial avanza en la niebla, precedida por el sordo mugido de las sirenas. Le responden otros mugidos: es el yate de Guillermo II, quien ha tenido que interrumpir su crucero por Noruega a fin de velar a su modo por el bien del Imperio.
Éste recibe varios telegramas seguidos de "Nicky", suplicándo­le que haga lo imposible para "evitar la desgracia de una guerra europea".
"Acabo de recibir tu telegrama —responde Willy— y, como tú, yo también deseo mantener la paz. Pero no puedo considerar la ofensiva austriaca contra Serbia como una guerra vergonzosa". "Para evitar la efusión de sangre, es necesario someter todo el conflicto austro-serbio al Tribunal de la Haya. Confío en tu buen juicio y en tu amistad", insiste el zar.
Pero Guillermo no ocultaba su pensamiento sobre las doctri­nas de arbitraje: "¡Esto son tonterías! En adelante, no tendré en cuenta más que a Dios y a mi buena espada. En cuanto a los proto­colos de La Haya, me m... en ellos".
Veamos cómo estaban los preparativos de guerra el día 29 de ju­lio de 1914, por la mañana:
En Francia, el general Joffre había conseguido la autorización para llamar a los permisionarios de los cuerpos de ejército de las fronteras y del gobierno militar de París; horas más tarde, la me­dida se extiende a los demás cuerpos de ejército.
"La gran preocupación del gobierno era no hacer nada que no fuese respondiendo a una medida tomada por Alemania" (Joffre). El ministro de la Guerra es informado por el señor Camben, embajador de Francia en Berlín, de que los alemanes aplicaban ya desde el día 21 el plan de medidas previsto para los casos de ten­sión política. Francia tan sólo había tomado medidas de precau­ción.
El 26 de julio, Rusia se prepara para movilizar trece cuerpos de ejército y ei zar autoriza la declaración del estado de guerra en Moscú y San Petersburgo.
Viviani ha telegrafiado a nuestro embajador en Moscú desde el acorazado que lo conduce a Francia: "Tenga la bondad de decir al señor Sasonov que Francia, apreciando, al igual que Rusia, la alta importancia que para ambos países tiene el afirmar su perfecta inteligencia en relación con los demás países y el no descuidar nin­gún esfuerzo con miras a la solución del conflicto, está dispuesta a apoyar por entero, a favor de la paz general, la acción del gobierno imperial". Sasonov podía entender este telegrama como pro­fesa de apoyo incondicional.
El 27 de julio, los comandantes en jefe de la armada inglesa recibían la orden de prepararse a vigilar los navíos del posible ene­migo.
El día 28, Francisco José firmó la declaración de guerra a Ser­bia
Y finalmente, un joven como tantos otros desciende en la esta­ción del Este de un tren procedente de Reims. Es aquel mismo jo-ven que se declaró contento ante la perspectiva de que hubiese guerra. Los empleados de la estación no parecen sentirse tan feli­ces. El joven los mira con desprecio y rabia, diciéndose: "Éstos son los que siguen a Jaurés y ponen la patria en peligro". Tiene en el bolsillo el pequeño revólver que le ha prestado un amigo.

***

El hombre que está haciendo un esfuerzo supremo por intensi­ficar la lucha por la paz, antes de partir ha podido darse cuenta de que, en caso de que la guerra estallase, Francia llevaría a Ale­mania quince días de retraso, como predijo. Aparte de la hecatombe universal, Jaurés preveía la invasión de Francia por las tropas ale­manas, preparadas para lanzarse al ataque, y la retirada de las tro­pas francesas en condiciones terribles. La agresión estaba a punto, no así la defensa. El contingente de los tres años pondría aún más pesado el aparato de movilización, ya de por sí lento.
La reunión pública está prevista para las 8. Jaurés siente gran dolor de cabeza. Se la sostiene con una mano mientras con la otra escribe su artículo para L'Humanité al mismo tiempo que está cenando. De vez en cuando suelta la pluma, coge un bocado y sigue escribiendo.
Cuando Jaurés llega al Cirque Royal, diez mil ciudadanos se agol­pan en la calle queriendo entrar y la policía tiene que cerrar las puertas. La inmensa sala vibra al canto de la Internacional, los dele­gados entran y la masa los aclama frenéticamente. Jaurés se sien­ta entre Vandervelde y Haase. Al encontrarse ante esa inmensa Mu­chedumbre apasionada y vibrando como un solo hombre, la fatiga de Jean se disipa y su mirada recobra toda la limpidez y su agude­za de siempre.
Los delegados alemanes, italianos, ingleses, rusos, belgas, afirman unos tras otros que, en su país, el socialismo no transigir* frente al belicismo del enemigo de clase. La afirmación del delega­do holandés, Troelstra: "La clase obrera no debe dejar la política internacional en manos de la burguesía" es acogida de manera delirante.
Va a hablar Jaurés. Nada más levantarse para dirigirse a tribuna, la sala grita:
—¡Viva Jaurés!
Y enseguida, como una sola voz: —¡Viva Francia!
Es el único país aclamado de este modo, nominalmente. Jaurés se siente emocionado.
"¡Al aclamar a Francia, ciudadanos, estáis aclamando a la paz, porque todos sabéis que Francia quiere la paz!
"En cuanto llegue a París, diré con qué emoción yo, denunciado como un sin patria, he oído aclamar aquí a la Francia de la gran Revolución..."
Jaurés entra en materia:
"Parece como si los diplomáticos se propusiesen enloquecer a los pueblos. Se negocia: puede que se conformen con robarle a Ser­bia un poco de su sangre (risas); en este caso disponemos de un respiro que debemos de utilizar para asegurar la paz. Pero ¡qué prueba para Europa!"
Se refiere a las responsabilidades diplomáticas y luego continúa:
"Los gobiernos quieren hacerse los grandes, conducen a los pueblos al borde mismo del precipicio; luego, en el último momen­to, vacilan. El caballo de Atila se exaspera, pero tropieza. Debemos aprovechar esta vacilación de los dirigentes para organizar la paz. Para nosotros, los socialistas franceses, nuestro deber es simple. No tenemos que imponer a nuestro gobierno una política de paz: ya la practica. Yo, que nunca he temido atraer sobre mi cabeza el odio de los patrioteros con mi insistencia obstinada, que nunca desmayará, a favor de la reconciliación franco-alemana, yo tengo de­recho a decir en este momento que el gobierno francés quiere la paz y que actúa a favor del mantenimiento de la paz."
Jaurés saluda las manifestaciones por la paz de Berlín, ridicu­liza a los patrioteros y compara ambas fuerzas: la del proletaria­do y la de la clase que está en el poder:
"El terreno que pisan los amos absolutos está minado. Pueden arrastrar a las masas en un primer arrebato y con la embriaguez de los primeros combates. Pero a medida que el tifus vaya comple­tando la obra de los obuses, los hombres desengañados se volverán] hacia los dirigentes alemanes, franceses, rusos, italianos, y pregun­tarán cuál es la razón que justifica tantos cadáveres. Y, entonces, la revolución desencadenada les dirá: «¡Iros y pedid perdón a Dios Y a los hombres!"
Una vez más, Jaurés ha hablado en futuro, pero llevado por su visión, esta noche ha evocado días de sangre y de dolor.
A continuación, dejando atrás este futuro, habla de una espe­ranza hermosa, en cuya realización aún confía plenamente.
"Si conseguimos evitar la tempestad, entonces espero que los Pueblos no olviden y que digan: «Hemos de impedir que el espec­tro salga cada seis meses de su tumba...». Hombres, humanos de to dos los países, ¡ésta es la obra de paz y de justicia que debemos llevar a buen fin!"
La inmensa muchedumbre se pone de pie y saluda a Jaurés con una ovación interminable.
En París, el joven como tantos otros ha ido a acostarse en la pensión donde sólo se recibe a gente bien. Antes, se ha paseado por la calle de la Tour, en las proximidades de una casa cuyo propieta­rio está ausente. Le han dicho que ha ido a Bruselas, a un congre­so socialista, naturalmente. El joven acaricia el pequeño revólver en su bolsillo. Tiene prisa por servirse de él y ahora se revuelve im­paciente en su cama sin poder dormir.

***

El día 30 por la mañana, en la última reunión del comité que ha redactado el manifiesto, el delegado alemán firma y abraza a Jaurés. Éste sale con Vandervelde y le dice:
—Todavía pasaremos por altos y bajos, pero esta crisis se re­solverá como las otras. Dispongo de una hora antes de tomar el tren. Podemos ir al Museo y ver pinturas antiguas, contemplar a algunos de vuestros pintores flamencos.
Vandervelde no puede acompañarle. Va al museo con Marcel y Georgette Sembat. Los turistas que visitan las salas dejan de aten­der a su Guide Bleu tratando de cazar briznas de los comentarios de un francés, con fuerte acento meridional, sobre los Metsys y los Van der Weyden.

***

El primer movimiento de Jaurés al llegar a la Estación del Este es comprar un periódico. Se le escapa un grito al leer que Rusia ha movilizado veintitrés divisiones.
Nada más llegar a L'Humanité, hace que llamen al capitán Gé­rard. Cuando éste entra sin previo aviso, como es costumbre, en­cuentra a Jaurés solo, con la cabeza entre las manos: "Su cabeza parecía fulgurante, enorme, demasiado grande para la sala. Jaurés daba la impresión de sentirse abatido por los acontecimientos".
Alzó los ojos hacia el capitán, los apartó y dijo:
—Voy a telegrafiar a Wilson que la causa de Francia es justa.
E inmediatamente añadió:
—Si, por lo menos, Inglaterra comprende, si Inglaterra ayuda…
Jaurés estaba hablando consigo mismo. Tan profundamente se había concentrado en sí que el mundo exterior todavía le era ajeno-
Cuando reconoció a su colaborador militar, volvió hacia él sus ojos y mirándole bien en la cara dijo:
—¿No lo cree usted? Van a pasar por Bélgica, seguro. ¿Lo ha­brán previsto?
Gérard callaba. Jaurés insistió, exigiendo la verdad:
—¿Cree usted que hayan previsto todo? ¿Lo cree usted?
El capitán dijo simplemente:
—Tengo confianza.
—¡Hay que tener confianza!
Jaurés volvía a ser él. Hubo un largo silencio. Se oía el rumor de la calle y del periódico.
La mirada azul, penetrante, se fijó nuevamente en el rostro del visitante:
—¿Cuántas ametralladoras por batallón tenemos? Y los alema­nes, ¿cómo' se sirven de ellas?
El capitán respondió con calma. Volvió el silencio. Jaurés se quedó de nuevo, por un momento, con la cabeza entre las manos. Gérard se levantó para marcharse y Jaurés le dijo, como despedi­da:
—Por lo menos, ¡que nuestros jóvenes oficiales no sean dema­siado valientes! ¡Que hayan comprendido bien esta terrible guerra y que no se lancen contra las bocas de las ametralladoras!
Jaurés se presenta en el Palais-Bourbon. En los pasillos, explica a los que le rodean:
—Francia es juguete de Rusia. Esta noche pudimos caer en la trampa.
Los ministros se habían reunido a las tres de la madrugada para tomar las primeras medidas con miras a la movilización, instados por Isvolski, que acababa de dar a conocer un telegrama de Saso-nov: el embajador de Alemania le había advertido que, si Rusia no paraba la movilización, también ella movilizaría.
—Sería irreparable —decía Jaurés—. En el caso de ejecutar las órdenes, Alemania, justificándose con nuestra propia actitud, tam­bién movilizaría... ¡Sería la guerra! Y Rusia se sentiría satisfecha. Por fortuna, otras informaciones más precisas han reducido las co­sas a sus proporciones exactas y se ha podido parar a tiempo. Es el truco del telegrama de Ems al revés...
El truco de Isvolski. Jaurés considera a Isvolski "el hombre más peligroso de Europa". Conoce la influencia que ejerce sobre Poincaré. Jaurés dice a sus colegas todo lo que piensa:
—Diré todo lo que sé. Todas las intrigas, todas las maquinaciones serán desenmascaradas.
A sus ojos, hay también otros enemigos de la paz: la resigna­ción y el fatalismo. Importantes políticos le dicen: —No podremos evitarlo.
Delcassé se pasea repitiendo:
—La victoria es segura. Cuando estuve en Rusia me lo enseña­ron todo. He estudiado los ferrocarriles estratégicos: la concentra­ción se hará muy rápidamente y, en un mes o seis semanas, los ru­sos estarán en Berlín.
Jaurés exclama:
—¡Qué ligereza! Lo importante es que todavía no se ha roto nada.
Pero siente el corazón oprimido. Barres pasa simulando no verlo. Hace varios días que no le tiende la mano.
A las ocho de la noche, la delegación socialista es recibida por Viviani inmediatamente después de Von Schoen. ¿Se acordó el pre­sidente del consejo de la confianza con que Jaurés, cuando eran amigos, fue a pedirle que cuidara de su familia en caso de que le ocurriese lo peor en su duelo con Dérouléde? Como quiera que sea, recibió al grupo con mucho más calor del que solía mostrar a los miembros de su antiguo partido. Jaurés fue el único que habló, o poco menos. Manifestó su principal angustia:
—¡Con tal que no cometamos alguna imprudencia que pueda servir de pretexto a Alemania! Viviani respondió con viveza:
—Sí, Jaurés. Sabemos muy bien lo peligroso que puede ser to­mar demasiado aprisa ciertas medidas. Por otra parte, comprende­rán ustedes que algunas precauciones son indispensables. Estamos haciendo las cosas con toda la prudencia necesaria, tanto más por cuanto, del lado alemán, el movimiento está mucho más adelan­tado. Alemania se prepara... Les voy a dar una prueba del estado de ánimo del gobierno; les diré, confidencialmente, algo que debe de quedar entre nosotros y que les puede dar mayor seguridad: he­mos decidido que las tropas que nos vemos obligados a enviar a la frontera se queden a una distancia de no menos de diez kilómetros, con el deseo de evitar que cualquier incidente entre patrullas cree una situación irreparable... Jaurés dice a Bedouce:
—Si nosotros gobernáramos, no podríamos hacerlo mejor evitar que Francia sea considerada responsable de la guerra. Antes de que se fueran, Viviani les dijo: —Nos vamos a la frontera.
Se había hecho tarde. Jaurés fue a cenar rápidamente en el d'Or: aún no había escrito su artículo. No le gusta este restauran­te muy ruidoso, en el centro de la angustia que llega de todas partes de la ciudad.
Mientras come, lee los periódicos franceses y extranjeros, Villain se encuentra delante de Le Matin, inmovilizado por una mul­titud que se manifiesta por la paz. Urbain Gohier, hablando de una guerra eventual, ha escrito: "Si en Francia hay en este mo­mento un jefe que sea hombre, Jaurés será pegado a la pared al mismo tiempo que los carteles anunciando la movilización".
"Tengamos calma", éste es el título de un articulo que Jaurés en­vía esta noche al diario. "Todavía hay alguna posibilidad de un arreglo pacífico". Él lo cree así.
Termina su artículo con la palabra que tanto le obsesiona: el porvenir. Desea un porvenir feliz, un porvenir como el que ofrece "la dulce inmensidad de la naturaleza apacible". El porvenir: su hijo. Aparta de su mente un pensamiento doloroso: el pobre hijo de Madeleine. Tácitamente, en la familia parece como convenido no preguntar nunca por él. Su amor de abuelo es terriblemente triste, lo cual no le impide comportarse con más ternura si cabe con los nietos de los demás.
Entrega las hojas donde todavía brilla la tinta fresca y se da cuenta de que hace un calor tórrido. Sale a la calle con Landrieu, Poisson y Amédée Dunois y les propone ir a tomar algo.
—¿Al Croissant?
En la calle hay bastante gente que ha venido en busca de no­ticias. Jaurés es reconocido y muchos pronuncian su nombre. En la forma en que los grupos se apartan para dejarle paso hay afecto y respeto. Un transeúnte pregunta: —¿Cuál es Jaurés?
El obrero interrogado se vuelve: encuentra ante sí un rostro rubio de burgués. El que ha preguntado tiene un aire de artista: la chalina y el sombrero abollado. El obrero responde:
—¿Jaurés? Es el que marcha al borde de la acera. El joven da las gracias con voz algo dulzona. Sigue a los cuatro hombres como si se tratase de un paseante más. Jaurés y sus co­laboradores entran en un café, en la esquina de la calle del Crois­sant. La sala está casi vacía.
Ante su vaso de cerveza, Jaurés repite que se siente confiado, Pero añade:
—Debemos preverlo todo. También hay que temer que no haya fuerza humana capaz de impedir la catástrofe.
El hombre rubio con chalina va y viene por delante del Café del Croissant. Después de un breve silencio, Jean dice:
—Si esta guerra estallase... —su voz queda como suspendida en aire por un instante—. Esta guerra va a despertar las pasiones más brutales que yacen dormidas en el corazón de la humanidad. Podernos ser asesinados en cualquier esquina.
Ha dicho esto con evidente serenidad, con la misma tranquilidad con que dice un poco después:
—Ya he perdido el último metro.
Sube la calle con sus amigos hasta las avenidas, donde Landrieu llama a un taxi. Jaurés entra en él con la vieja maleta que le acom­pañó en su viaje a Bruselas. Landrieu dijo al chofer:
—A la calle de la Tour, número 8.
El taxi arrancó en dirección hacia la Madeleine.
Cuando Jaurés llegó, en su casa había luz. Manou esperaba a su padre. Louise se había ido a Bessoulet llevándose a Louis. La criada se había ido con ellos. Manou no había querido dejar solo a su padre en momentos de cuya gravedad se daba cuenta y cuidaba de la cocina. Vio en la cara de su madre la terrible fatiga que lo domina­ba y le dijo:
—Prométeme que mañana vendrás a cenar a casa.
Lo prometió e hizo un esfuerzo por dar la sensación de sentirse ya mejor, nada más pensando en el plato de sopa con queso, su plato preferido, que su hija le anunciaba.

III. 31 DE JULIO DE 1914

El 31 de julio, los titulares de primera página de los diarios anuncian, unos: "La hora es crítica", y otros: "Al borde del abis­mo". La policía dispersa las manifestaciones pacifistas, rasga y arranca los carteles del partido socialista. La gente se lanza a los almacenes, las amas de casa se proveen de todo lo que pueden.
Toda la noche han rodado trenes militares. Las fábricas de avia­ción, las vías férreas, los puentes, etc., están guardados militar­mente. También lo están los molinos de Corbeil, el Elíseo y la torre Eiffel...
Esto es lo que se ve. Lo que se supone adquiere proporciones terroríficas.
Lévy Brühl acaba de dar una ojeada a la prensa y llama por te­léfono a Jaurés. ¿A quién volverse mejor que a él? La cálida voz le responde: —Venga...
A las nueve de la mañana Jaurés recibe a Lévy Brühl en su pequeño despacho lleno de libros, donde Anatole France le sorprendió no hace un mes leyendo Eurípides. Jean habla solamente de las posibilidades que todavía quedan de evitar la guerra. Cuando, hacia las once, su amigo se despide, Jaurés le dice:
—Voy a la Cámara a ver a los ministros, a saber si, por medio de una acción común con Inglaterra, existe un medio de entrar en negociaciones.
Se siente muy angustiado por el silencio de Inglaterra:
—Hace dos días que no dice nada...
Más tarde, en L'Humanité, se entera de que el Imperio Británico está haciendo un supremo esfuerzo por encontrar una fórmula aceptable.

***

A las dos y media de la tarde, Jaurés llega al Palais-Bourbon para asistir a la reunión del grupo socialista. Pasa el resto de la jor­nada en la Sala de las Cuatro Columnas, rodeado de dirigentes po­líticos y de periodistas. Las noticias que traen Augagneur y Dalimier son cada vez peores:
—Alemania ha cortado las vías y las líneas telegráficas y telefó­nicas. Está ocupando los puentes de la frontera del Este...
—En Bélgica se espera la movilización general...
—El Berüner Tageblatt escribe: "Rusia y sus aliados no pueden dudar de que Alemania está decidida a no retroceder ante las ame­nazas de Rusia..."
Jaurés exclama:
—¿Vamos a desencadenar un cataclismo mundial porque Isvolski está furioso por no haber percibido de Aehrenthal una propina de 40 millones por el asunto de la Bosnia-Herzegovina? ¿Por esto vamos a derramar la sangre de Europa?
Hacia esta misma hora, Raoul Villain hace ejercicios de tiro, después de haber quitado las iniciales de su ropa interior "para no comprometer a su padre". Más tarde, atraído por la música, se da una vuelta por el jardín de Louxembourg. Encuentra a un amigo con quien habla de la actualidad:
—¿Cuándo te vas?
—Yo, dentro de tres días.
Se queda solo. Se le ve pasear tristemente alrededor del quios­co de la música. Se va a visitar a una vieja señora y, como cual­quier otro francés en este tiempo, se ocupa "del problema de las botas". Finalmente, cuidadoso de sí, entra en una barbería.

***

Jaurés ha visto llegar a Malvy. En cuanto lo ve, se precipita ha­cia él y empieza a preguntarle sobre el estado de las negociaciones, sobre la actitud del gobierno, sobre qué se piensa de la propuesta inglesa. El ministro del Interior responde que el gobierno hace todo lo que puede. Jean insiste:
—No basta prolongar blandamente las conversaciones con Ru­sia. Hay que hablarle firmemente, enérgicamente, hacerle compren­der que en el conflicto que puede estallar ella corre muchos me­nos riesgos que Francia. Es Francia la que sufrirá el choque más duro, el choque decisivo. Rusia tiene que aceptar la propuesta in­glesa; de lo contrario, Francia tiene la obligación de decirle que no la seguirá, que se quedará con Inglaterra...
Malvy asegura a Jaurés su buena voluntad, pero su tono es vago. Responde, como sin comprender la extrema urgencia, la imperio­sa necesidad de que le habla el dirigente socialista.
De golpe, corre el rumor de que el emperador de Alemania ha proclamado el kriegsgefahrzustand. La complejidad de la palabra causa aún mayor pánico. Jaurés explica:
—"Kriegs" es guerra... "Gefahrzustand", estado de peligro. Quie­re decir "estado de peligro de guerra".
Como quiera que sea, desea consultar un diccionario; en la bi­blioteca de la Cámara no hay ninguno bastante completo; el doc­tor Poítevin corre a su casa en busca de uno mejor:
Sí, eso es: "estado de amenaza de guerra".
A petición de Jaurés, Longuet llama por teléfono al consulado alemán, de donde confirman:
—El Kriegsgefahrzustand se ha proclamado a fin de evitar de­sórdenes; para reprimirlos, así como contra los propagadores de falsas noticias, etc.
A todo esto Jaurés es el único que aún conserva un destello de esperanza. En la sala de la Paz, provoca distintas reacciones al decir:
—Confiemos en que no todo está perdido. No, no, la Francia de la Revolución no puede marchar tras la Rusia de los mujiks contra la Alemania de la Reforma...
Los socialistas habían pedido audiencia al presidente del Con­sejo. Se les comunica que Viviani no puede recibirlos: está en conferencia con el embajador de Alemania. Periodistas y diputados se preguntan:
—¿Qué significa esta visita?
Pero las visitas del señor Von Schoen suelen ser frecuentes y circulan tantos rumores que nada se puede saber con certeza.
El barón Von Schoen había venido a informar al gobierno de la República del ultimátum de Alemania a Rusia. "Decretaremos la movilización si, en el plazo de doce horas, Rusia no suspende todas sus medidas de guerra contra nosotros y contra Austria-Hungría". Y preguntaba al presidente del Consejo si Francia se man­tendría neutral en caso de guerra entre Alemania y Rusia. La res­puesta debía ser dada en un plazo de 18 horas. Viviani había res­pondido:
—Permítame esperar que se puedan evitar aún decisiones ex­tremas.
Los socialistas serán recibidos por Abel Ferry. Mientras son introducidos en su despacho, Jaurés ve salir a un hombre satis­fecho, pimpante, insolente. Jaurés no puede contener una excla­mación:
—¡Este canalla de Isvolski!
De pie ante el subsecretario de Estado, Jaurés pide ardien­temente que se contenga a Rusia; pide precisiones en cuanto a los esfuerzo del gobierno para mantener la paz, y expone con fuerza los más sorprendentes argumentos para justificar sus inquietudes en cuanto a la actitud rusa y en cuanto a la del mismo gobierno francés. Insiste:
—¿Qué hace Inglaterra? ¿Guarda Francia un estrecho contacto con ella?
Vuelve a su preocupación esencial y exhorta a Abel Ferry, con más pasión y elocuencia que nunca, a que ejerza una presión excepcionalmente enérgica sobre Rusia.
—¡Ah, señor Jaurés! —dice el ministro— ¡Si al menos estuviese usted entre nosotros para ayudarnos con sus consejos!
Y añade:
—¿Qué piensan hacer ustedes? ¿Qué piensa hacer el partido socialista si la situación se agrava?
—Continuaremos nuestra campaña contra la guerra.
Ferry le dice con tono amistoso:
—Le asesinarán en cualquier esquina.
Emocionado por el desesperado apasionamiento de Jaurés, Ferry no se atreve a decir nada ante él, pero en el momento en que la delegación abandona el despacho, retiene por el brazo a Bedouce, que salía último y le susurra al oído:
—¡Ya no se puede hacer nada!
Bedouce corre hacia Jaurés. Este dice:
—Lo he oído.
Está como si le hubiesen pegado un mazazo en la cabeza; sus amigos le habían visto todo el día anonadado ante la desgracia que se abatía sobre el país, pero en este momento su sufrimiento moral parece convertirse en un verdadero sufrimiento físico.
Jaurés, Longuet y Renaudel toman un taxi. El primero tiene ahora un solo objetivo: denunciar a los verdaderos responsables del crimen que se está preparando, en un artículo que va a es­cribir esa misma noche y que ha de aparecer mañana:
—Es lo único que puedo hacer.
La hora está tan cargada de electricidad, las palabras de Ferry han reavivado tantas inquietudes, que Longuet dice a Jaurés:
—No cene en el Croissant esta noche; rondan por allí tantos "camelots du roí", tantos representantes de la más violenta reac­ción... ¿Por qué no en el Coq d' Or?
Jaurés protesta:
No, no, de ningún modo. ¡En el Croissant es como si estuviése­mos en casa!
El taxi se lanza a toda marcha, evitando con justeza a un coche en un cruce. Longuet, nervioso, grita:
—Chofer, ponga atención. ¡Nos va a matar!
El hombre, que ha reconocido a su cliente, frena y medio vol­viéndose dice:
—¡Cómo voy a matar al ciudadano Jaurés!
Villain ha cenado abundantemente en Poccardi, cerca de donde ha de actuar. Una cena de siete francos, es cara, pero "tiene necesi­dad de reservas". Entre el queso y la fruta escribe a su her­mano una carta llena de faltas de ortografía: "Marcel, tengo la impresión de que la guerra es inevitable; despídeme de papá, com­pra Le Temps de esta noche, día 31. Excelente prescripción ali­mentaria y restaurante. Si te es posible escríbeme el nombre de tu unidad. Escríbeme dos cartas, una al número 44 de la calle de Assas y otra a la casa del señor Royer, boulevard de La Rochelle, en Bar-le-Duc. Besos de tu hermano. Sigue carta. Seguramente, será inútil; sobre todo confiésate humildemente".
No aparece aquí lo que tenía en el fondo de su conciencia.
En L'Humanité, Jean comunica a sus colaboradores la deci­sión que ya había proclamado en el Palais-Bourbon:
—Esta noche voy a escribir una especie de "Yo acuso" en que denunciaré las causas y a todos los responsables de esta crisis.
Se trata de hacer todo lo posible para acorralar a quienes están conduciendo a Europa a una catástrofe sin precedente en la Historia. Sí, con un esfuerzo lúcido y viril, el gobierno francés aún puede salvar a Francia de los horrores de un cataclismo universal» y salvar al mundo al mismo tiempo.
Dice a Marius Viple que está preocupado por la declaración que Asquith tiene que hacer en la Cámara de los Comunes sobre la posición de Inglaterra: —¿Qué dice Havas de esto?
—Por ahora nada nuevo. Las últimas noticias llegarán de un mo­mento a otro.
Jaurés quiere esperarlas y redactar inmediatamente después el artículo decisivo que salve la responsabilidad del partido, "insis­tiendo ante los lectores de L'Humanité en el punto de vista que ha defendido ante los ministros ciegos e impotentes". — ¿Vamos a cenar?— propone un camarada. Alguien, probablemente Longuet, quiere ir al Coq d'Or. —No —dice Jaurés—, está lejos y, además, hay música, mu­jeres... Vamos al Croissant, está más cerca.
Piensa un momento en Madeleine, en la sopa que intentará mantener caliente.
En el Croissant, lugar de cita de periodistas en este barrio donde abundan los periódicos, hay mucha gente. Los miembros de la re­dacción de L'Humanité se instalaron en los pocos puestos dispo­nibles, en una especie de entrante, cuyas ventanas dan a la calle, Jaurés en el banco, entre Landrieu y Renaudel, y Dubreuilh en una silla frente a Jaurés. Las ventanas estaban abiertas a causa del calor; alguien tiró los visillos para aislar al grupo del movimiento exterior.
Llegan otros amigos, colaboradores del diario: Maurice Bertre, Daniel Renoult, Longuet y demás. Algunos clientes conocen a Jau­rés y vienen a la mesa para hablarle. En voz baja dice a un amigo: —Esto va mal.
Declara al diputado alsaciano, Weill, que ha encontrado muy equívoca la actitud de los ministros. Más que nunca, esta noche el ciudadano Jaurés era objeto de la atención general. La conver­sación giraba sobre los graves acontecimientos del momento. Jau­rés tomaba parte en ella y al mismo tiempo, como era su costum­bre, consultaba un diario o un papel que se sacaba de los bolsillos y volvía a meter en ellos. Su cabeza proyectaba una gran sombra en la muselina de los visillos.
La señora Dubois, portera del edificio de L'Humanité, tomó su café y fue a sentarse en el mismo umbral de la puerta de entrada, a contemplar a las gentes que pasan por la calle. Un joven se acerca a ella.
—¿Está el señor Jaurés en el diario? La mujer responde que en la redacción no hay nadie. El des­conocido saluda correctamente y se dirige hacia el Café del Crois­sant.
Aquí, la cena se hace larga. El personal está desbordado; unos clientes entran mientras otros salen, los camareros gritan anun­ciando las consumiciones. —¡Dos de cerveza, dos!
Pasan muchos apuros con la calderilla, que ha desaparecido casi de la circulación.
Hacia las nueve y media llega Viple; trae noticias de Havas. Al entrar, observa a tres o cuatro personas paradas en la acera, pero no pone más atención.
En cuanto lo ve, Jaurés tiende la mano:
—¿Qué? ¿La declaración de Asquith? Coge los papeles:
"Nos hemos enterado ahora mismo, no por San Petersburgo sino por Alemania, de que Rusia ha proclamado la movilización general de su ejército y de su armada y de que, en consecuencia, la ley marcial ha sido proclamada en Alemania. Creemos que esto significa que la movilización seguirá en breve en Alemania si la movilización rusa es general.
"En estas condiciones, prefiero no responder a pregunta alguna antes del lunes".
Jaurés hace un gesto de impaciencia mientras dice: —¡Pero el tiempo apremia!
En este momento, Daniel Renault sintió su mirada atraída por un individuo que contemplaba al grupo por la ventana. ¿Una ojeada al azar, de cualquier transeúnte? No, el hombre miró atentamente, bastante rato, y desapareció. Era un hombre moreno, con som­brero flexible.
Inmediatamente después es Maurice Bertre quien oye en la calle como una marcha de pasos acompasados. Éstos se alejan. Bertre no puede evitar una sensación de angustia, piensa en las palabras dichas por Jaurés este mismo día:
—¡Si hay movilización, puede que me asesinen! "¿Seré idiota?", se dijo a sí mismo Bertre. Así es cómo prende el pánico en el ambiente.
Jaurés expone a sus redactores políticos algunas opiniones. ¡Las opiniones de Jaurés! Sólo los que lo escucharon pueden saber la suavidad de la voz de Jaurés cuando hablaba a sus colaboradores. La cena está terminando. Un periodista del Bonnet Rouge, Rene Dolié, que cena en la mesa de al lado>, se levanta y alarga a Landrieu una fotografía de color: —Es mi nietecita.
—¿Puedo verla? —dice Jaurés sonriendo.
Coge la fotografía, la examina, pregunta la edad de la niña y felicita al abuelo.
Poisson es el único que no se ha inclinado hacia la foto. Su in­tención ha sido atraída por unas manos que apartan los visillos y unas cabezas que quieren ver lo que pasa en el café. Sus mira­das, al igual que la del desconocido visto por Renoult, se dirigen hacia el grupo con tanta insistencia que Poisson dice a Bertre: —¿Qué quieren esas gentes?
En este preciso instante, los visillos se separan totalmente y Poisson y Bertre vieron al mismo tiempo una mano armada de un revólver; un relámpago, dos tiros en un segundo Ruido de vasos que se rompen y un grito de mujer, estridente: —¡Han matado a Jaurés! ¡Han matado a Jaurés! Jean se ha inclinado suavemente hacia el lado izquierdo, como un niño que se duerme. Toda la sala se ha puesto en pie, todos gritan, gesticulan, corren. Durante un minuto, la confusión es in­descriptible.
Bertre y Landrieu atienden al herido, el personal los ayuda a ex­tenderlo en el banco. Renaudel se ha precipitado hacia la calle y de un golpe de sifón en la cabeza ha tumbado al asesino, ambos han rodado por el suelo de la calzada.
Jaurés aún respira, su corazón late todavía, sus ojos se han cerrado apaciblemente. Alguien ha corrido en busca de un médico. Mientras tanto, un farmacéutico, un cliente, toma el pulso de Jean y mueve la cabeza. Abren la camisa del herido, el corazón late ya apenas. Levantan el cuerpo inerte, pesado, y con dificultad lo colo­can encima de dos mesas reunidas.
Los disparos han alborotado la calle. Los gritos: "¡Han matado a Jaurés!", se oyen en L'Humanité. Todo el personal acude al café, Compére-Morel, llorando coge en sus manos la mano del "jefe". Re­naudel limpia la herida con unas servilletas que se empapan de sangre. La bala ha dejado un pequeño agujero rojo detrás del cráneo, con un poco de materia blancuzca alrededor del orificio. El café ha cerrado sus puertas. Frente al café del Croissant, se ha organizado inmediatamente un servicio de orden. El estupor y la indignación tienen a la muchedumbre en suspenso. No hay gritos. Sólo un rumor suave.
—Si sólo fuese gravemente herido...
El médico se abre paso entre el gentío y ve rostros de hombres y de mujeres en los que brillan las lágrimas.
Un silencio fúnebre llena el interior. Alguien dice al doctor en un susurro:
—Ha abierto débilmente los ojos; una vez...

Notas

/1 1. He visto a este muerto vigoroso, la noche de un día de verano / Yacía solemne. Una mesa a su lado: / ¡La gloria dormía junto a la pobreza! / He visto a este augusto muerto y su habitación modesta / La habitación se llenaba con el silencio del hombre / La atmósfera soñadora rodeaba de respeto / A este durmiente grave con quien se hundía la paz / ... / Nos sentíamos fasci­nados junto al lecho mortuorio / escuchando el silencio de su terrible voz / ... /Y mientras contemplábamos a este ser / Como se ve a una ciudad en llamas desaparecer / Mientras el suave aire en el que el eco callaba / Besaba su rostro puro de párpados cerrados / La Historia se apoderaba, llorosa y alarmada / Del héroe que murió por delante de los ejércitos.
/2. Nombre de una revista creada en 1894 por Marc Sangnier y, por exten­sión, del movimiento social de inspiración cristiana, del que la revista era Portavoz.
/3 Militantes del partido reaccionario, Action Française, que vendían el periódico gritándolo por las calles.

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