La suba del 2% de las retenciones a la harina de soja y al aceite por decreto -a los fines de fondear el Fideicomiso de Trigo que buscará morigerar los precios de sus derivados- suscitó algunas medidas de fuerza por parte de los productores agrícolas bajo la forma de “tractorazos”. Estos tuvieron lugar en las provincias de Entre Ríos y en Córdoba y contaron con el apoyo de Juntos por el Cambio.
Por otra parte, la Mesa de Enlace se reunirá el próximo miércoles con los presidentes de cada bloque en Diputados y en el Senado para reclamar la derogación del reciente decreto presidencial y retrotraer las retenciones a dichos productos. Argumentando que únicamente el Congreso está facultado para modificar lo relativo a los derechos de exportación tras no haberse aprobado el Presupuesto 2022.
Si bien la protestas del “campo” no tienen asidero, tratándose de un sector que viene embolsando rentas extraordinarias en el último tiempo a partir de los altos precios de las commodities, podemos afirmar que en esta oportunidad ha reaccionado de manera relativamente atemperada. Sucede que la determinación del gobierno se reduce a eliminar la quita de 2 puntos en las retenciones a la harina y el aceite de soja que había otorgado en octubre 2020, reponiendo la alícuota del 33%.
La medida en sí no afecta a los productores de granos que ya tributaban un 33% al exportar, sin embargo, se atajan ante la posibilidad de que los pulpos agroindustriales le trasladen esos mayores costos. Los protagonistas del “tractorazo” omiten que en los últimos 14 años la reducción de retenciones a los granos ha sido sideral: -10% en el caso del maíz, -16% en los granos de trigo y -25% en el girasol.
Por su parte, los subproductos involucrados representan el 90% de las exportaciones del complejo sojero, cuyas ventas al exterior en 2021 sumaron USD 23.800 millones. Su fabricación recae en apenas 11 empresas, de las cuales 8 concentran el 95% de la facturación total. Como vemos, más allá de las quejas, la variación de dos puntos en las retenciones no modifica sustancialmente la magnitud de las ganancias que reportan estos monopolios.
Es evidente que el gobierno no tiene ninguna intención de confrontar con el capital agrario, ya que necesita de los dólares que provee el sector para incrementar las reservas y utilizarlas en el pago de la deuda, tal como exige el FMI. Solo atinó a subir tímidamente las retenciones a los productos mencionados para subsidiar a los productores de trigo y a las molineras, con la intención de amortiguar el encarecimiento de la harina, el pan y los fideos, el cual pegó un salto tras el estallido bélico entre Rusia y Ucrania. Lo hizo para ahorrarse la aplicación de medidas de otro tenor que efectivamente sirvan para desacoplar los precios internos de los internacionales, como aumentar las retenciones de dicho cereal por ejemplo, ocultando que el problema de fondo reside en el control privado del comercio exterior de Argentina, algo que Alberto Fernández de ningún modo se propone alterar.
Menos aún tiene en agenda encarar un conflicto con el campo en momentos donde el debilitamiento del oficialismo crece fruto de la crisis política que anida en su seno. En esa línea, busca evitar entrar en colisión con Juntos por el Cambio dado que necesitará de sus votos en el Congreso de aquí en más, luego de haber sido desairado por los parlamentarios kirchneristas.
Lógicamente, como hemos señalado en estas páginas, la cuestión impositiva estará condicionada por las exigencias del FMI en materia de recaudación, con lo que no se descarta que puedan surgir nuevos choques con sectores de la propia clase capitalista, incluido el agro. En definitiva, lo anterior forma parte de las contradicciones que comprende la hoja de ruta fondomonetarista en la gestión de un Estado quebrado, donde prevalece el principio de la “sábana corta”.
Estamos frente a un escenario donde los pulpos que acaparan la producción de alimentos acrecientan su fortuna, mientras se extiende el hambre sobre capas enteras de la población como resultado de la carestía. La única forma de terminar con semejante desigualdad es sometiendo los libros contables de estas empresas al control obrero, lo cual confirmaría, entre otras cosas, el abismo que existe entre los costos locales de producción y los precios de exportación. Luego, avanzar en la nacionalización de la tierra, la industria alimenticia y el comercio exterior, bajo la dirección de los trabajadores en pos de orientar esos recursos a la satisfacción de las necesidades sociales.
Mientras tanto, ganemos las calles para defender nuestros ingresos, reclamando un salario mínimo de $130 mil, aumentos salariales indexados a la inflación, trabajo bajo convenio para todos y la eliminación de impuestos al consumo como IVA. Se trata de un programa integral contra un régimen de saqueo capitalista, primarización económica y atraso nacional, que el cogobierno con el FMI se encargará de agudizar.
Sofía Hart
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