sábado, septiembre 03, 2022

“La vuelta al mundo en 80 días”, 150 años de un clásico


La novela más popular del escritor francés Julio Verne. 
 Julio Verne nació en Nantes, Francia, en 1828 

La obra más popular del escritor francés Julio Verne (1828-1905) se apresta a cumplir 150 años. “La vuelta al mundo en ochenta días” se publicó por partes en el extinto diario Le Temps entre noviembre y diciembre de 1872, y se daría a conocer en forma de libro en 1873. El texto inspiró numerosas películas, y en el marco del actual aniversario, Universal puso al aire una miniserie (franco-italiana-alemana) de ocho capítulos que en rigor de verdad no es una representación fiel sino una versión libre del mismo. 
 Se considera a Verne uno de los fundadores del género de ciencia ficción. Su fascinación por los avances técnicos, combinada con una inagotable imaginación, le llevó a anticipar el submarino, el helicóptero y las naves espaciales, entre otros inventos. Pero también, por ejemplo, las armas de destrucción masiva. Hay quienes dividen su obra entre una primera etapa de “descubrimiento”, basada en una confianza casi ciega en la ciencia, seguida por una de “madurez” (en la que inscriben el libro que ahora cumple 150 años) y una última de “desencanto”, signada por decepciones políticas y personales. Este señalamiento es interesante pero deja sin explicar que su primera novela, “París en el siglo XX”, es lo que hoy se llamaría una distopía: traza una ciudad futurista en que la gente vive alienada. A tal punto que su editor, Hetzel, rechazó la publicación del material, que recién vería la luz póstumamente, en 1994. 
 El periodista y escritor Javier Bemba (1) opina que el autor fue evolucionando desde una defensa del statu quo hacia posiciones críticas. Según menciona, Verne dejó París ante la represión contra la Comuna (en 1871) y publicó en 1885 un libro -“Matías Sandrff”- cuyo protagonista se enfrenta a la tiranía del imperio Austro-Húngaro. Verne sería también en la última etapa de su vida concejal por la ciudad de Amiens por el Partido Radical, una formación burguesa. 

 Dos meses y medio 

“La vuelta al mundo en ochenta días” capta un mundo en plena expansión del capitalismo. El protagonista, Phileas Fogg, es un miembro del exclusivo Reform-Club de Londres, del que se desconoce cómo amasó su fortuna. Puntilloso, de hábitos cronometrados, apuesta 20 mil libras a sus compañeros de whist a que es capaz de dar la vuelta al globo en el plazo señalado. 
 Técnicamente, la revolución en los medios de transporte lo hace posible. “La Tierra ha disminuido [se ha empequeñecido], puesto que hoy se la puede recorrer diez veces más veloz que hace cien años”, concede uno de los amigos. Pero le discute que cualquier eventualidad puede frustrar el cálculo. Fogg se aboca de todos modos a la aventura, junto a su criado Passepartout. Inician una travesía en la que recorrerán el mundo en barcos, trenes, un elefante y hasta un trineo.
 Los ochenta días en que puede darse la vuelta al mundo serían una proeza inconcebible sin los cambios operados en el transporte, atizados por el incremento del comercio y la producción, y que se costeaban a través de sociedades de acciones, dada la gran masa de capitales que exigía la realización de las obras. Aquellos son años en que se está terminando un trazado ferroviario que une los extremos de la India, “ese gran triángulo inverso cuya base está en el norte y la punta al sur” (2).
 Los diarios del Reino Unido se dividen entre los partidarios y detractores de Fogg, pero estos últimos van creciendo en número cuando se empieza a sospechar que el ensimismado socio del Reform-Club puede ser en realidad un ladrón. Mientras tanto, se arma un negocio generalizado de apuestas en Londres acerca de si logrará o no llevar a cabo con éxito el plan.
 El mundo está en plena transformación. En el buque Mongolia, Fogg cruza el estrecho de bab-el-Mandeb y llega a una Adén de apenas 25 mil habitantes, poblada por “banianos, parsis, judíos, árabes, europeos”. 
 Una parte destacada de la aventura transcurre en la inmensidad de la India, donde todavía hay franjas del territorio que no están bajo el mando de la Corona inglesa. Pero donde inexorablemente va penetrando el capital: “antes se viajaba por todos los antiguos medios de transporte, a pie, a caballo, en carro, en carretilla, en litera, sobre los hombros de otro, en coches, etc. Ahora unos barcos de vapor recorren a gran velocidad el Indus y el Ganges, y un ferrocarril, que atraviesa la India en toda su anchura…”. Fogg conoce en su camino la ciudad industrial de Monglar, “cuyas altas chimeneas parecían tiznar con su negro humo el cielo de Brahma [deidad brahmánica], ¡verdadera mancha en el país de los sueños!”. 
 En tránsito a Hong Kong, Fogg y Passepartout pasan también por una Singapur todavía montaraz donde abundan los “monos en bandadas, alertas y haciendo muecas”.
 Aunque la novela no tiene una impronta crítica, y la descripción peyorativa de los rajáes de la India y las costumbres religiosas contrasta con la ausencia de todo cuestionamiento de la dominación inglesa, sí hay una fuerte denuncia del comercio de opio. En el puerto hongkonés de Victoria, “hormiguero de buques de todas las naciones”, el criado Passepartout visita una taberna en que los mozos arrastran de los pies para amontonar en un tinglado a los fumadores, “miserables, alelados, enflaquecidos, idiotas, a quienes la mercantil Inglaterra vende anualmente millones de libras de esa funesta droga llamada opio. ¡Tristes millones cobrados sobre uno de los vicios más terribles de la naturaleza humana!”. Afirma también que originalmente el consumo de la droga se daba en las clases ricas, pero que llegó finalmente a las capas populares, donde hizo estragos. 
 Los viajantes recalan en Japón y, tras cruzar el Pacífico, atraviesan Estados Unidos, que también está en pleno cambio de fisonomía. Pasan un día en San Francisco, California, que ha pasado de tener (hacia 1849) una población “compuesta de bandidos, incendiarios y asesinos que acudían a la búsqueda de pepitas de oro (…) con el revólver en una mano y un cuchillo en la otra”, a presentar “el aspecto de una gran ciudad comercial”, con tiendas de “espléndidas vidrieras”. 
 En el camino hacia Nueva York, donde abordarán un buque para regresar a Londres, los protagonistas presencian una trifulca por la elección de un juez de paz y el tren se detiene en una ocasión debido a los rebaños de miles de bisontes que bloquean la vía. Finalmente, el convoy será asaltado por los indios sioux. Para llegar a la costa este norteamericana, además, deberán recorrer un trecho del camino en trineo, sobre una helada llanura
. Una época histórica en que se acortan vertiginosamente las distancias geográficas y se superponen diferentes formaciones sociales es la que documenta Verne en su novela. Estimulante y rica en aventuras, solo podríamos reprocharle que está ausente una crítica de raíz a ese capitalismo que se abría paso a nivel global con los métodos que le son propios: la anarquía en la producción, la superexplotación del proletariado, la destrucción del ambiente y la opresión de los pueblos. 

 Gabriel Martinez

 (1) “Julio Verne, reaccionario primero y filorevolucionario después”, en elmundolibro.com (29/7/01).
 (2) Todas las citas del libro corresponden a la edición en español de Gradifco (Buenos Aires, 2007).

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