Tras la reciente compra de Twitter, Elon Musk declaró que lo hizo “porque es importante para el futuro de la civilización tener una plaza pública digital”. Parecería que la imaginación de sociedades utópicas ha quedado capturada por una elite de millonarios que cada mañana presenta un futuro donde la inteligencia artificial nos relevará del trabajo o, en una escala de mayor alcance, nos auguran una vida próspera y feliz en colonias extraplanetarias. De la ciencia ficción toman su lenguaje, los escenarios y hasta los caracteres para percibirse como protagonistas heroicos de alguna saga futurista.
En un artículo publicado en The New York Times (7/11/2021), Jill Lepore recordaba el tributo de Jeff Bezos a William Shatner, el célebre Capitán Kirk, a quien llevó a pasear por el espacio como si quisiera recrear una aventura de Star Trek. El concepto de “metaverso” que populariza Mark Zuckerberg apareció por primera vez en Snow Crash (1992), una novela del escocés Neal Stephenson. Musk se autopercibe como “un anarquista utópico como los que de manera atinada describe Iaian Banks”.
Importa poco que Banks escriba ficción para denunciar un capitalismo voraz y codicioso. Tampoco que el escritor sea un simpatizante de izquierda, militante de la independencia de Escocia y uno de los intelectuales que denunciara al entonces ministro Tony Blair cuando embarcó a Gran Bretaña en la guerra contra Irak. La autora dice que estos tecnobillonarios “han leído mal la ciencia ficción”. O mejor, que apelan al género como coartada. Anuncian misiones rimbombantes: salvar el planeta o conectar a toda la humanidad para mejor disimular sus intereses terrenales. También para inflar las expectativas en torno a cada negocio que abren. Lepore denomina “muskismo” a esa forma de “capitalismo extremo y extraterrestre, donde los precios de las acciones se rigen menos por las ganancias que por las fantasías de la ciencia ficción”.
Puras especulaciones
Hubo varios capítulos antes de que se pudiera concretar la compra. En los primeros días de abril adquirió el 9,2% de las acciones y poco después lanzó una oferta por la empresa por 44 mil millones de dólares. Luego, tras denunciar que la empresa estaba inflada (sobraban cuentas falsas), amenazó con cancelar la operación. La Junta Directiva de Twitter le inició una demanda para exigir el cumplimiento del acuerdo y, dos días antes de que se iniciara el juicio, Musk ratificó la compra.
En un mercado acostumbrado al movimiento de cifras siderales de dólares –esto es, dominado por la especulación del capital financiero-, la mayoría de los comentaristas coincide en que el precio final de Twitter está completamente sobrevalorado y que su modelo de negocios es bastante menos rentable que el de otros tanques –Facebook, Google- que se llevan toda la torta publicitaria o como Twitch -embolsada en 2014 por Jeff Bezos- que tiene más del doble de usuarios. Entonces, ¿qué explica la compra agónica? Acá también sobran las especulaciones. Analicemos tres.
Si tomamos en serio sus declaraciones, Musk compra Twitter para llevar adelante una lucha política: uno de sus primeros mensajes ya como dueño de Twitter rezaba “The bird is freed”. Desde que la cuenta de Trump fue cancelada de manera permanente, la derecha estadounidense mantiene una furiosa campaña para denunciar la censura y el sesgo progresista que habría asumido la red. Al mismo tiempo promueve la creación de redes y plataformas alternativas.
A mediados de octubre, el rapero Kanye West, quien había sido vetado en Twitter por sus comentarios racistas, compraba Parler, una de las redes que controla la derecha. Trump, por su parte, le deseo éxitos a Musk en su nuevo emprendimiento, pero declaró que seguiría en Truth Social, que forma parte de su emporio Trump Media & Technology Group (TMTG). En su lanzamiento, Trump declaró que buscaba “crear un rival del consorcio de medios progresistas” y “luchar contra las grandes tecnológicas de Silicon Valley, que han usado su poder unilateral para oponerse a voces en Estados Unidos” (El País, 21/02). La confrontación contra lo que denominan izquierda de Silicon Valley forma parte también del discurso de Rumble, una plataforma de video donde circulan las más disparatadas teorías conspirativas, que tiene entre sus principales inversores a Peter Thiel, un megamillonario y publicista libertario, accionista de Facebook, quien en 1998 crearía PayPal, junto a Musk y otros tantos jóvenes pioneros, luego devenidos en propietarios de fondos de inversión, que pasarían a ser recordados con el nombre de la “Mafia PayPal”.
La segunda: ya antes de entrar en Twitter, Musk había manifestado su interés por lanzar una superaplicación, al estilo de la china WeChat, bautizada X (la empresa que creó para comprar Twitter se llama XHoldings), que tendría entre sus principales funciones: enviar mensajes, realizar llamadas gratis, pagar servicios o enviar de dinero, solicitar asistencia médica o jugar online. Todo esto lo podría haber empezado desde cero, pero la adquisición de Twitter “ayudaría a acelerar eso en tres a cinco años. Así que es algo que pensé que sería bastante útil durante un largo tiempo. Sé lo que hay que hacer” (Los Angeles Times, 16/10).
Una tercera explicación la arrojó Jeff Bezos. En un tuit se preguntaba: “¿El gobierno chino ganó un poco de influencia sobre la plaza del pueblo?” (Ámbito, 26/04). La sospecha asociaba los intereses de Musk en China -el segundo mercado más grande de Tesla y su principal proveedor de baterías en el mundo- con la compra de Twitter que está bloqueada en aquel país, pero que, a partir ahora y por mediación de Musk, podría ser reactivada. Para bajarle el precio a esa suposición conspirativa, que igual dejaba planteada, Bezos se respondería a sí mismo: “posiblemente no” (ídem).
Absolutismos
Desde la compra de la nueva aplicación, Musk no ha dejado de tuitear, replicar, realizar juegos de palabras, lanzar encuestas, desafiar a sus seguidores, polemizar con famosos por el costo mensual que quiere imponer para validar las cuentas. En fin, se divierte.
En esos intercambios se ha definido como “un absolutista de la libertad de expresión”, pero en poco más de una semana lo que ratificó es otro tipo de absolutismo: el patronal. Sus antecedentes ya lo condenaban: desde 2017 se han multiplicado las denuncias en su contra por impedir la sindicalización en Tesla, por perseguir a los trabajadores que se animaban a hacer públicas denuncias laborales o, en tiempos de pandemia, por amenazar con el despido a quienes se negaran a trabajar de manera presencial en sus empresas.
Después de haber desmentido todas las denuncias que anticipaban los despidos en la empresa, que tiene 7.500 empleados, tuiteó: “Con respecto a la reducción de la fuerza laboral de Twitter, desafortunadamente no hay otra opción cuando la empresa está perdiendo más de $4 millones por día” (4/11/22). Hasta el mecanismo elegido para comunicarlo fue perverso: los trabajadores recibieron un mail el jueves por la noche para anunciarles que a primera hora del día siguiente encontrarían un mail donde se definiría cuál sería “su rol en Twitter”, si es que le confirmaban alguno. Según las primeras noticias, más de tres mil trabajadores fueron despedidos.
Pero Musk no está solo. La crisis de todo el sector tecnológico, que apenas disimulan los megamillonarios pases de mano en la última década, amenaza con “despidos masivos sin precedentes” (Hardzone, 27/10). Amazon ya recortó 100.000 puestos de trabajo en agosto y sigue planeando nuevos despidos; Meta anunció un ajuste del 10% de su planta; Microsoft, de 1.000 trabajadores; Intel hasta el 20% de su personal; Seagate (fabricante de discos duros), 3.000 trabajadores; Google pausó nuevas contrataciones y ha exigido a parte de sus empleados que busquen otros trabajos.
Al final del cuento, los gigantes tecnológicos nos muestran el único futuro civilizatorio que nos pueden ofrecer.
Santiago Gándara
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