Bárbara Areal
Y aún así no deja de ser grato el hecho de que las balas de percal de la burguesía inglesa hayan traído en ocho años al imperio más antiguo e inconmovible del mundo a los umbrales de una revolución social, revolución que, en todo caso, tendrá importantísimas consecuencias para la civilización.
Carlos Marx1
¿Podemos considerar justa la afirmación de que la fase capitalista de desarrollo de la economía nacional es inevitable para los pueblos atrasados que se encuentran en proceso de liberación y entre los cuales ahora, después de la guerra, se observa un movimiento en dirección al progreso? Nuestra respuesta ha sido negativa. Si el proletariado revolucionario victorioso realiza entre estos pueblos una propaganda sistemática y los gobiernos soviéticos les ayudan con todos los medios a su alcance, es erróneo suponer que la fase capitalista de desarrollo sea inevitable para los pueblos atrasados (…) Entre la burguesía de los países explotadores y la de las colonias se ha producido cierto acercamiento, debido a lo cual muy a menudo —y quizás incluso en la mayoría de los casos—, la burguesía de los países oprimidos, pese a prestar su apoyo a los movimientos nacionales, lucha al mismo tiempo de acuerdo con la burguesía imperialista, es decir, del lado de ella, contra todos los movimientos revolucionarios y las clases revolucionarias.
V. I. Lenin2
La historia moderna de China es la crónica de los incansables y continuos intentos de sus masas desposeídas por transformar la sociedad. Éstas soportaron sobre sus espaldas una cruel combinación de explotación feudal y burguesa, perpetrada por una criminal asociación entre su oligarquía nacional y los diferentes poderes imperialistas. Las páginas más temibles de la opresión colonial se escribieron con la sangre de millones de hombres, mujeres y niños chinos, pero de sus espantosas condiciones de vida brotó una inagotable fuente de energía revolucionaria que les permitió levantarse una y otra vez para volver a intentar cambiar su realidad.
A pesar de las limitaciones del programa de quienes asumieron la dirección del movimiento revolucionario, incluyendo a Mao, las masas desposeídas consiguieron arrancar el poder, en la segunda mitad del siglo XX, a sus enemigos de siempre: una triple alianza formada por el capitalismo extranjero y la burguesía y los terratenientes chinos. Semejante epopeya revolucionaria les ha otorgado el derecho a ocupar un lugar de honor en la historia de la lucha por la emancipación de la humanidad al lado de los comuneros del París de 1871 o el proletariado ruso de 1917. No sólo acabaron con el capitalismo y los restos feudales en el país más poblado del planeta, pocos años después, en la Guerra de Corea, asestaron la primera derrota militar a la potencia imperialista más poderosa que se ha conocido en la historia.
Si el pronóstico que Marx realizó en 1850 tardó tiempo en cumplirse, nadie puede cuestionar que la lucha de clases china ha sido un factor determinante en la historia del siglo XX. Hoy, en el umbral de un nuevo siglo, a pesar de la victoria inicial de la contrarrevolución capitalista, no albergamos dudas de que proletariado chino, inmensamente más numeroso y poderoso que en el pasado, retomará sus tradiciones revolucionarias cumpliendo con las palabras escritas en El Manifiesto Comunista: "la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha producido también los hombres que empuñarán esas armas: los obreros modernos, los proletarios"3.
Al margen del indudable interés histórico y académico de los acontecimientos acaecidos en China desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, China supone para los marxistas una inagotable escuela de estrategia revolucionaria. La experiencia china es, por ejemplo, una contundente condena de aquellos que defienden para la revolución venezolana que no se trasciendan los límites de la propiedad capitalista y la "democracia burguesa". Ayer y hoy, en China o en América Latina, se presenta la misma encrucijada, un enfrentamiento irreconciliable entre capitalismo y socialismo. En China, al igual que en la actualidad en Venezuela, no había un camino intermedio. Cuando este se intentó recorrer la aventura acabó en una cruel derrota. O las masas de los países sometidos al yugo del imperialismo aplastan al capital, o el capitalismo aplastará al pueblo revolucionario. Esa es una de las grandes lecciones que nos aporta la historia de la revolución china. Los trabajadores, campesinos y pobres urbanos que levantan hoy la bandera de la revolución bolivariana, han demostrado madurez más que de sobra para transformar la sociedad en líneas socialista. Ahora, la responsabilidad recae sobre los hombros de la dirección revolucionaria.
I. El surgimiento del capitalismo en China
Tradiciones revolucionarias milenarias
En Occidente hemos sido educados en una visión imperialista de la historia de Asia. ¿Qué joven y trabajador europeo o norteamericano, no tienen una imagen estereotipada del campesino chino, menudo, callado y servil, prácticamente oculto tras un enorme y circular sombrero de paja? Sin embargo esa imagen, interesada y clasista, es engañosa.
El carácter del pueblo chino está moldeado por las duras condiciones que siempre soportó. Si este pueblo consiguió levantar una de las civilizaciones más duraderas y vastas que ha conocido la historia de la humanidad se debió, en una parte decisiva, al trabajo sacrificado, paciente y colectivo que el campesino chino fue capaz de emprender y soportar. El avance hacia el norte y el oeste, que permitió adquirir al imperio unas dimensiones grandiosas, se logró gracias al empeño de los primeros pobladores, que ante unas condiciones naturales adversas, avanzaron sobre desiertos, bosques y pantanos, permitiendo el florecimiento de la agricultura.
Las masas campesinas chinas forjaron su carácter en unas condiciones de vida extremadamente difíciles, haciendo de la frugalidad, la disciplina y la colectividad del trabajo sus señas de identidad. Pero, no es menos cierto, que en ellas también nació, y desde bien temprano, un profundo e instintivo sentimiento de odio contra los ricos y poderosos: "(…) un pueblo verdaderamente grande que sabe no sólo llorar su esclavitud secular, no sólo soñar con la libertad y la igualdad, sino también luchar contra los opresores ancestrales de China"4.
Ya en los albores del siglo VII, campesinos de Shantung, Jopei y otras zonas, se levantaron contra sus muchas cargas y la crueldad de los funcionarios corrompidos. A partir del año 611 esos levantamientos crecieron hasta abarcar a cientos de miles de habitantes en todo el país, hundiendo finalmente el imperio Sui, en el año 618.
En el siglo XI, las tropas mongoles, lideradas por Genghis Khan, penetraron en China. Devastaron implacablemente las zonas ocupadas y exterminaron en masa a muchos de sus habitantes, pero también se enfrentaron a la combatividad del campesinado, que sostuvo contra el invasor prácticamente un siglo de lucha sin cuartel. En 1341 estallaron rebeliones en más de trescientos aldeas de las actuales provincias de Shantung y de Copei, y hacia mediados del siglo XIV la revuelta comenzó a extenderse por todo el país. Entre los años 1335 y 1359, las fuerzas campesinas llamadas Ejército del Turbante Rojo, dirigidas por Liu Fu-tung y Jan Lin-er, barrieron el norte. El curso inferior del río Yangtsé fue tomado por Chang Shi-chen y Fan Kuo-sen, dos marineros que conducían pequeños botes utilizados para el transporte de la sal. El primero, con 10.000 hombres bajo su mando, fue especialmente severo con los ricos. En el curso medio del río, el jefe del levantamiento fue un vendedor ambulante de telas, llamado Sü Shou-juí que en1358, con la ayuda de Chen Yu-liang, hijo de un pescador, ocupó cinco provincias.
Otra de las más destacadas revueltas campesinas, se desarrolló durante la primera parte del siglo XVII en la provincia de Shensi. Azotadas por el hambre, las tropas allí acantonadas, a quienes se les debían más de treinta meses de sueldo, se levantaron y saquearon la tesorería local. Este suceso, se convirtió en ejemplo y provocó el estallido de rebeliones que se extendieron a buena parte del país. Dondequiera que llegaban los representantes de la rebelión recababan el apoyo popular para ejecutar a aristócratas, altos oficiales y terratenientes, con el fin de repartir sus propiedades entre los pobres. Finalmente, y tras casi veinte años de resistencia, la rebelión fue sofocada.
La penetración imperialista: opresión y modernidad
Difícilmente podríamos entender la dinámica de la revolución china, sin conocer antes sus antecedentes históricos. Éstos marcaron profundamente la conciencia y determinaron el papel en la revolución de todas sus clases. Nobles y terratenientes perpetuaron el sistema de explotación feudal de la tierra durante siglos, hasta el punto, que sólo fueron definitivamente derrocados a mediados del siglo XX. La burguesía nativa fue siempre escasa y débil, dependiente desde su nacimiento de la tutela del imperialismo, lo que la situó, en los momentos decisivos, al lado de la contrarrevolución. La gran masa de campesinos pobres, sojuzgada y explotada hasta límites inhumanos, poseedora de una inagotable energía revolucionaria, constituyó, en un país de base agraria, uno de los motores fundamentales de la revolución. Y, por supuesto, el proletariado, poco numeroso pero forjado por las más avanzadas técnicas de producción capitalista introducidas por el imperialismo, desafió al sistema desde los mismos inicios de su aparición como clase.
En los siglos que precedieron la historia contemporánea china, los campesinos pobres despojaron a los grandes terratenientes en varias ocasiones; sin embargo, invariablemente, fueron vencidos y las tierras volvieron a concentrase nuevamente en pocas manos. El aislamiento en el que los sucesivos emperadores y dinastías sumergieron a China durante siglos, no impidió levantamientos y rebeliones campesinas, pero sí facilitó la perpetuación del régimen imperial. El movimiento del campesinado pobre no carecía de ambiciones revolucionarias, pero por su papel en la producción no fue capaz de dotarse de un programa político acabado para la transformación social. Intentaron una y otra vez abordar la tarea de destruir el viejo régimen, pero no disponían de una alternativa viable para construir un mundo nuevo.
Mientras tras los muros milenarios y aparentemente impenetrables de la Gran Muralla china, las relaciones de producción y, por ende, el conjunto de la sociedad permanecía en un aparente impasse histórico, el resto del mundo cambiaba profundamente. El joven capitalismo nacido en Europa desarrollaba las fuerzas productivas a una escala nunca antes conocida en la historia de la humanidad. En las primeras décadas del siglo XIX, el nuevo modo de producción alcanzó tal grado de madurez que se vio obligado a buscar nuevos mercados para sus abundantes y competitivas manufacturas, así como nuevas fuentes de abastecimiento de materias primas. La consolidación y expansión del capitalismo europeo supuso el principió del fin del sistema imperial. Apoyados en su superioridad económica, los agentes del capital apostados en Asia, disponían de los instrumentos económicos, políticos y militares necesarios para abrir las puertas de la Gran Muralla.
Instintivamente, la corte china siempre miró con recelo y miedo a los comerciantes europeos. Trató de mantenerlos a distancia a través de la imposición de estrictas limitaciones en su actividad económica. Temían que el comercio con las potencias extranjeras permitiera el desarrollo de los comerciantes chinos, alimentando así un poder económico y político independiente de la aristocracia. Las razones de esta hostilidad fueron planteadas por Marx: "La primera condición para la conservación de la China antigua era el completo aislamiento. Pero al propiciar Inglaterra un fin violento a este aislamiento, debió seguir la desintegración, tan seguramente como la de cualquier momia cuidadosamente preservada en un féretro herméticamente sellado cuando se la pone en contacto con el aire"5.
Frente a todas las resistencias de la corte, mercancías como el té o la seda, se erigían como esmeraldas apetecibles a las que los comerciantes europeos no pensaban renunciar. La decisión en los centros del poder económico de las metrópolis europeas estaba tomada: China se abriría al comercio.
La penetración del capitalismo jugó un papel enormemente progresista arrastrando a China a la modernidad, no es menos cierto que ello fue posible a través de métodos mafiosos y absolutamente crueles, basados en la rapiña más despreciable. Los emisarios del capitalismo británico encontraron en el opio el instrumento principal para su "misión civilizadora". Convirtieron esta droga en una mercancía más, gracias a la cual pudieron acceder al resto de los productos y materias primas de China sin tener que recurrir permanentemente al pago en dinero. La corrupción y degradación social que este tipo de "transacción comercial" trajo consigo, alimentó el desarrolló una gran mafia contrabandista, dispuesta a superar cualquier barrera arancelaria o disposición jurídica. De casi 300 toneladas a principios del siglo XIX, la importación de opio pasó a aproximadamente 3.000 toneladas en 1838.
En un intento de detener el crecimiento monstruoso del comercio y consumo de opio, fue enviado a Cantón a mediados 1839 en calidad de "comisario imperial" Lin Tse-hsu. Para hacer valer su autoridad, nada más tomar posesión del cargo, requisó 1.300 toneladas de opio que hizo quemar durante veinte días consecutivos entre manifestaciones populares de júbilo.
Sin embargo, los comerciantes ingleses no estaban dispuestos a permitir que su negocio fuera clausurado. Quedaron a la espera de algún incidente que permitiese justificar el inicio de la guerra contra China, hasta que finalmente lo encontraron. El capitán Elliot, que actuaba como representante directo de la reina Victoria de Inglaterra, dio refugio en la sede de los comerciantes británicos a un marinero inglés borracho que acababa de asesinar a un vendedor ambulante chino y se negó a entregarlo a las autoridades nativas. El siguiente paso de los británicos fue su traslado a la isla de Honk Kong, ante la expectativa de un conflicto armado. En otoño comenzaron las hostilidades y, en el verano de 1840, la marina inglesa atacó las costas chinas, si bien no consiguieron ocupar Cantón gracias a la defensa de la ciudad organizada por Lin. La corte imperial, sin embargo, no se sentía lo suficientemente fuerte y propuso un acuerdo a los imperialistas a la vez que licenciaba al heroico Lin, que moriría en el exilio.
Los ingleses, al contrario que la pusilánime aristocracia china, no se conformaron con una compensación por la destrucción del opio. Apostaron por una victoria militar incontestable que obligase a las autoridades nativas a concesiones mayores destinadas a permitir su definitiva conquista económica. La desigualdad de los contendientes trascendía el mero terreno militar. Se trataba del enfrentamiento entre los representantes de dos modelos de sociedad diferentes. El bando imperial estaba encabezado por una clase que asistía a la decadencia histórica de su modo de producción. La bancarrota social y económica de su sistema sumía a sus defensores en un sentimiento de derrota y pesimismo hacia el futuro. Por el contrario, al frente de las fuerzas imperialistas se encontraba una clase en ascenso, capaz de desarrollar las fuerzas productivas, destinada a controlar el mundo entero.
En los dos años siguientes los británicos ocuparon Shangai, Ningpó y las cercanías de Amoy. Finalmente, el 29 de agosto de 1842, la corte firmó el tratado de Nankín, el primero de muchos acuerdos en los que se otorgarían inmensas concesiones a los imperialistas. El tratado permitió la apertura al comercio internacional de los puertos de Cantón, Amoy, Fuchow, Ningpó y Shangai, la cesión de la isla de Hong Kong a los británicos y el pago de una indemnización multimillonaria por el opio confiscado. Además, los ciudadanos británicos responsables de delitos ante la justicia china solo podrían ser juzgados por autoridades consulares.
Este tratado creó las condiciones para que el capital extranjero se convirtiese en el elemento decisivo de la economía china, gracias a su dominio sobre las ciudades portuarias y la limitación del uso de aranceles para la protección de productos nativos. Las consecuencias también se dejaron sentir en las ambiciones manifestadas por otras potencias, dispuestas a luchar por su porción en el saqueo. Dos años después del tratado de Nankín, sin necesidad de combatir y con la sola amenaza a la dinastía manchú, Francia y EEUU consiguieron los mismos privilegios que Gran Bretaña. China se había "integrado" en el mercado mundial.
El final de una época: la revuelta Taiping6
La última gran revuelta campesina del siglo XIX, la revolución Taiping, una oleada de levantamientos que sacudió China durante veinte años a partir de 1850, tuvo una enorme trascendencia no sólo por su profundidad y extensión, sino porque amenazó directamente al dominio colonial. El nuevo papel que le había sido impuesto a China se convirtió dialécticamente en causa de la rebelión, demostrando cómo la irrupción de las potencias capitalistas lejos de acarrear estabilidad, agudizó las contradicciones de la sociedad provocando un mayor sufrimiento a las masas. De hecho, fue la penetración imperialista en las últimas décadas del siglo XIX, la que gestó las condiciones objetivas que hicieron del siglo XX chino una época revolucionaria de difícil parangón histórico.
Volviendo a 1850, la sangría financiera provocada por las indemnizaciones de guerra, recayó sobre las espaldas de los campesinos y artesanos. El resentimiento del pueblo contra la dinastía Ching se alimentó tanto de los desorbitados impuestos, como de la actitud cobarde y sumisa de la corte ante los agresores extranjeros. La chispa que hizo brotar la revuelta fue el levantamiento de la aldea de Chintien, situada en el suroeste. Su dirigente fue el revolucionario e intelectual Hung Hsiu-chuang. No era la primera vez que un intelectual se ponía a la cabeza de las revueltas populares, aunque en esta ocasión la novedad estribaba en las ideas propuestas por Hung, de clara influencia occidente. En un discurso teñido de cristianismo, Hung llamaba a la hermandad, la justicia y la igualdad y así, en 1851 en una aldea cerca de Kuangtung, proclamó el "Celeste Reino de la Gran Paz", traducción de Taiping Tien-kuo. Hung consiguió aglutinar decenas de miles de campesinos dispuestos a combatir, gracias a que sus objetivos, a pesar de toda su parafernalia mística y religiosa, eran extremadamente tangibles para los oprimidos: proclamó en su reino una ley agraria contra los terratenientes, incluyendo la confiscación de las tierras de los ricos propietarios y la garantía para cada cultivador de una parcela de tierra suficiente para vivir. El régimen Taiping llegó a abarcar un centenar de millones de personas, reuniendo un ejército de un millón de hombres. Las tropas de la corte imperial eran demasiado débiles para lucha contra el entusiasmo revolucionario de los taiping.
En un primer momento, los occidentales vieron la revuelta Taiping con simpatía, sopesando la posibilidad de convertirlo en un vehículo para cristianizar China, pero rápidamente comprendieron que, dada su base social y objetivos, este régimen acabaría rechazando la dominación extranjera. La inicial neutralidad de los imperialistas se transformó en una clara intervención militar a favor de la dinastía, a la que aprovisionaron con armamento moderno. La represión fue inmisericorde, decenas de miles de muertos y la destrucción de numerosas obras hidráulicas para el cultivo. Incluso después de la revolución de 1949, se podía reconocer las aldeas reprimidas en esta época por su escasa población y miseria.
Aunque de una forma extremadamente amarga, de esta derrota se desprendió una valiosa conclusión para el futuro: en su lucha por la emancipación, el campesinado pobre chino no encontraría en las filas del capital extranjero ningún aliado, sino un cruel verdugo. Esta conclusión será igualmente válida, pero en sentido inverso, para los chinos ricos —aristócratas, terratenientes, comerciantes y futuros burgueses—. A pesar de las disputas que pudieran mantener con sus "jefes" extranjeros, siempre actuarían unidos a ellos ante la amenaza de un movimiento que desafiara su derecho de explotar al pueblo chino.
Nuevas potencias imperialistas se suman al saqueo
A pesar del aplastamiento del movimiento Taiping, el desmoronamiento del régimen imperial seguía su curso. El poder central era débil y se resquebrajaba, alimentando tendencias centrífugas. Por un lado, un sector de la élite china más prospera se convirtió en la agencia local de los imperialistas extranjeros: eran los llamados "compradores" de los blancos. Por otro, comerciantes extranjeros empezaban a detentar facultades anteriormente exclusivas de las autoridades estatales chinas: reclutaron milicias locales y comenzaron a controlar las aduanas. A todo ello, había que sumar el fortalecimiento de una vieja y conocida figura de la sociedad china: los señores de la guerra. Grandes propietarios rurales se habían transformado en prepotentes militaristas al mando de ejércitos privados, que vivían a caballo entre la sublevación contra el poder central, con quién no querían compartir impuestos ni ninguna clase de riqueza arrancada al pueblo y, la necesidad de reprimir centralizadamente las gigantescas revueltas campesinas, que ponían en cuestión tanto las prebendas del poder central como las suyas propias.
La debilidad de la corte imperial estimulaba a su vez el avance de los poderes imperialistas. Éstos últimos provocaron una nueva guerra por sucesos absolutamente secundarios como el tratamiento recibido por la bandera británica o el destino de un misionero francés. Fuerzas anglo-francesas ocuparon Cantón en 1857 y el puerto de Taku en 1858. Impusieron a la dinastía manchú los tratados de Tientsín, que preveían la apertura de otros dos puertos y todo el valle de Yangtsé al comercio, el derecho de las potencias extranjeras a enviar naves de guerra a los puertos chinos, de los particulares extranjeros a viajar por todo el país y el de los misioneros a desarrollar tareas de evangelización. También Rusia y EEUU obtuvieron tratados beneficiosos.
Japón se auto invitó al festín, usando métodos similares. Los expansionistas japoneses penetraron militarmente en Corea, en aquel entonces protectorado chino. El 1 de agosto de 1894 estalló la guerra, que tuvo previsibles y ruinosos resultados para China. El siguiente paso fue la invasión japonesa de Manchuria, que desorganizaría la marina china. Finalmente, China sufrió la imposición de un nuevo tratado que sancionó el protectorado japonés de Corea, la apertura de nuevos puertos a Japón, la cesión de la isla de Formosa y el pago de indemnizaciones equivalente a dos años de ingresos fiscales.
El cuerpo vivo de la precaria nación china se convirtió en el botín de la rapiña imperialista: rusos, franceses, británicos, japoneses, estadounidenses y alemanes se disputaban las riquezas del país y sojuzgaban al pueblo chino con absoluta impunidad. Esta situación animó a capitalistas extranjeros a realizar nuevas inversiones, aprovechando el bajo precio de la mano de obra y las materias primas, así como la cobertura económica y jurídica que les garantizan las bases imperialistas que sus compatriotas habían establecido. La pusilanimidad y docilidad del régimen oficial chino hizo que las potencias extranjeras optaran por él frente a las diferentes fuerzas rebeldes. La clase dirigente nativa, aterrorizada todavía por el recuerdo de la sublevación de los Taiping, prefirió aceptar la presencia de las potencias extranjeras que, aunque la situaba en una posición de humillación, garantizaba a la vez sus propiedades latifundistas.
Un capitalismo débil y dependiente
No podemos perder de vista el hecho clave de que China se integró en el mercado mundial como colonia de las grandes potencias imperialistas. Este aspecto marcó decisivamente las características fundamentales y las perspectivas del capitalismo chino. Su desarrollo no fue el producto de unas condiciones económicas y sociales locales ya maduras para la transformación de la sociedad. Por el contrario, el modo de producción capitalista se fraguó en China de la mano del capital extranjero, no de una ascendente burguesía nacional capaz de obtener su poder político de su posición clave en la economía. Como resultado, las diferentes clases poseedoras chinas, feudales o burguesas, estarían condenadas a una dependencia y subordinación absolutas respecto a las potencias imperialistas.
Los representantes del capital extranjero habían asumido el papel preponderante en todos los aspectos de la vida social china, gracias al control de los sectores decisivos de la economía, tanto en los más avanzados de la producción (industria, ferrocarriles, minería, textil) como en el comercio. De este modo se imposibilitó el nacimiento de una burguesía autóctona emprendedora e independiente, dando lugar a una clase incapacitada, prácticamente desde su nacimiento, para dirigir la sociedad. En su mayoría, los capitalistas chinos estaban condenados a ser "compradores", y por tanto obedientes subordinados de las empresas extranjeras. Aunque de su seno nacerían demócratas revolucionarios como Sun Yat-sen, su debilidad y dependencia económica la condenarían a ser mera intermediaria en la opresión ejercida por el capital extranjero sobre las masas pobres de su país.
Los grandes terratenientes no tuvieron nada que temer, ya que las amenazantes tradiciones revolucionarias del campesinado chino, combinadas con la debilidad del capitalismo nacional, hicieron que ni los capitalistas extranjeros ni la burguesía local tuvieran la más mínima intención de modernizar el campo y llevar a cabo la liquidación de la propiedad territorial de los grandes señores feudales. Así, los métodos de explotación feudal pervivieron en el campo conviviendo con el desarrollo de la explotación capitalista en las ciudades.
Esta dinámica se vio fortalecida por el fracaso estrepitoso de los diferentes intentos de reforma política. Inevitablemente, la decadencia y miseria en la que vivía el país animó a una parte de los sectores acomodados, provenientes en su mayoría de las capas ilustradas, a intentar aplicar toda una serie de reformas destinadas a modernizar China. Pero las reformas se enfrentaron a dificultades que no podían superarse gracias a la voluntad y las buenas intenciones. Los reformistas carecieron tanto del poder económico como de la valentía revolucionaria necesarios para llevar a la práctica sus ideas de progreso.
Kang Yu-wei, un cantonés ilustrado, se convirtió en uno de los primeros exponentes de estos sectores. Sus ambiciones de modernidad influenciaron en el emperador Kuang Hsu, consiguiendo que en 1898 se dictaran 40 edictos de corte reformista con el objetivo de garantizar, entre otras cuestiones, la equidad en los exámenes para el acceso al funcionariado estatal, la occidentalización de la educación, la renovación del ejército o el establecimiento de una banca central. Pero detrás de este programa no se encontraba una fuerza revolucionaria burguesa como en la Francia del siglo XVIII, ni tampoco las masas oprimidas, a la cuales los reformistas chinos temían y evitaban. El proyecto, que no llegó nunca mucho más allá del papel, finalizó drásticamente con el golpe palaciego de la "emperatriz viuda" Tzu-hsi, quien hizo que todo volviera a la vieja normalidad.
Sin embargo, esta realidad era tan sólo una cara de la moneda. El atraso del capitalismo chino además de imprimir un determinado carácter político a su clase dirigente, también determinó la fisonomía de su joven proletariado. Trotsky desarrolló esta idea en uno de sus discursos a los jóvenes estudiantes de la Universidad Comunista de los Trabajadores de Oriente: "(...) A primera vista parece haber una contradicción histórica en el hecho de que Marx haya nacido en Alemania, el más atrasado de los grandes países europeos durante la primera mitad del siglo XIX, exceptuando desde luego, a Rusia. ¿Por qué, en el siglo XIX y a principios del siglo XX, Alemania produjo a Marx y Rusia a Lenin? ¡Esto parece ser una anomalía evidente! Pero es una anomalía que se explica mediante la llamada dialéctica del desarrollo histórico. Con la maquinaria y los textiles ingleses, la historia proporcionó el factor de progreso más revolucionario. Pero esta maquinaria y estos textiles sufrieron un lento proceso de desarrollo en Inglaterra, y, en su conjunto, la mente y la conciencia del hombre son sumamente conservadoras.
"(…) Pero cuando las fuerzas productivas de las metrópolis, de un país de capitalismo clásico, como Inglaterra, tienen acceso a países más atrasados, como Alemania en la primera mitad del siglo XIX y XX, y hoy en día en Asia; cuando los factores económicos explotan de un modo revolucionario, rompiendo el orden antiguo; cuando el desarrollo deja de ser gradual y "orgánico" y toma la forma de terribles convulsiones y cambios radicales en las concepciones sociales anteriores, entonces es más fácil que el pensamiento crítico encuentre una expresión revolucionaria, siempre y cuando existan previamente los requisitos teóricos necesarios en el país de que se trate.
"Por eso Marx apareció en Alemania en la primera mitad del siglo XIX; por eso Lenin apareció aquí en Rusia y por eso observamos lo que a primera vista parece una paradoja, que el país con el capitalismo más antiguo, más desarrollado y próspero de Europa —me refiero a Inglaterra— es la cuna del partido "laborista" más conservador.
"En los países orientales, el progreso del capitalismo no es ni gradual, ni lento, ni de ninguna manera "evolutivo", sino drástico y catastrófico, frecuentemente mucho más catastrófico que aquí en la antigua Rusia zarista"7.
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Notas
1. Artículo publicado en la Neue Rheinische Zeitung en febrero de 1850; incluido en China, ¿fósil viviente o transmisor revolucionario? editado por UNAM, México 1975, páginas 48 y 49.
2. Informe de la comisión para los problemas nacional y colonial en el II Congreso de la Internacional Comunista, 26 de julio de 1920. Recogido en la recopilación de artículos El despertar de Asia, Editorial Progreso Moscú, 1979, página 70.
3. Carlos Marx y Federico Engels, El Manifiesto Comunista, escrito en 1847. Editorial Fundación Federico Engels, Madrid, 1997, página 45.
4. Lenin, La democracia y el populismo en China, escrito en junio de 1912, recogido en El despertar de Asia, Editorial Progreso Moscú, 1979, páginas 15 y
5. Marx, La revolución en China y en Europa, escrito en junio de 1853, incluido en China, ¿fósil viviente o transmisor revolucionario?, página 54.
6. Los hechos históricos reseñados en este trabajo han sido obtenidos de diferentes fuentes bibliográficas que se señalan al final del mismo. Entre ellas cabe destacar el extenso y prolijo libro de Enrica Colloti Pischel, La revolución china, Ediciones ERA, México DF 1976, con su abundante documentación. Hay que señalar, no obstante, que las conclusiones políticas de este texto y las mantenidas por Colloti difieren en aspectos sustanciales.
7. Trotsky, Perspectivas y tareas en el lejano Oriente, Discurso pronunciado el 21 de abril de 1924 con ocasión del tercer aniversario de la Universidad Comunista de los Trabajadores de Oriente, incluido en La segunda revolución china, Editorial Pluma, Bogotá 1976, páginas 12, 13 y 14.
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