Bárbara Areal
Rebelión ‘boxer’: estalla la lucha antiimperialista
Tan explosiva era la situación creada por la convivencia de la vieja opresión feudal y la nueva explotación capitalista, que las masas chinas, ahora también impregnadas de un profundo sentimiento antiimperialista, presentaron batalla a pesar de carecer de una dirección por parte de su burguesía. El siglo XX nacerá marcado por el despertar del conjunto de Asia. En Persia, Turquía o la India, millones de seres humanos fueron sacudidos por el saqueo colonial y lanzados a la insurrección. Una vez más, la vieja burguesía europea tuvo la oportunidad de demostrar su carácter reaccionario, situándose en las barricadas del atraso, el oscurantismo y la opresión feudal.
Este proceso de rebeldía de dimensiones continentales fue protagonizado en China por un levantamiento campesino y antiimperialista surgido en 1900, y que trascendió en Occidente con el nombre de los pugilistas o boxer, calificativo que procedía de una incorrecta traducción del término chino I-Ho-Tuang, nombre de la sociedad que lideró el levantamiento. Su correcta traducción al castellano es una verdadera declaración de intenciones: El puño de justicia y la concordia.
El surgimiento de esta rebelión reflejaba todo el odio y el resentimiento de las masas chinas hacia la burguesía imperialista. Las misiones religiosas extranjeras, escondidas tras la coartada de una actividad civilizadora y evangelizadora desinteresada, eran en realidad instrumentos de dominación cultural, judicial y económica de las potencias imperialistas. Pisoteaban sin miramientos los derechos, costumbres y sentimientos del pueblo chino, se apropiaban de la tierra de los campesinos y establecían sus propios tribunales de justicia en las iglesias, interfiriendo en la jurisdicción china. No es de extrañar que el poderoso movimiento antiimperialista de los I-Ho-Tuang empezase como una revuelta contra los misioneros extranjeros.
Los imperialistas intentaron ocultar el significado progresista del movimiento, al que calumniaban describiéndolo como un estallido alimentado por el atraso y un ciego odio hacia todo lo extranjero, particularmente hacia la civilización europea.
En aquellos años sólo algunos marxistas interpretaron correctamente aquellos acontecimientos. Lenin respondió enérgicamente a las mentiras de la propaganda imperialista desde un punto de vista clasista: "¡Sí! Es verdad que los chinos odian a los europeos ¿pero a qué europeos odian y por qué? Los chinos no odian al pueblo europeo, jamás han tenido disputa alguna con él. Odian a los capitalistas europeos y a los gobiernos que obedecen a los capitalistas. ¿Cómo pueden los chinos evitar odiar a aquellos que vinieron a China con el único propósito de obtener provecho; que han utilizado su cacareada civilización con los únicos fines del engaño, el saqueo y la violencia; que han desatado la guerra contra China con el objeto de comerciar con el opio para envenenar al pueblo; y a aquellos que hipócritamente realizan su política de saqueo bajo el disfraz de la difusión del cristianismo?"8.
Este certero análisis nos permite entender la rápida extensión del movimiento. En todas partes su llamada a combatir la agresión extranjera encontraba una rápida y calurosa respuesta entre las masas. En mayo y junio de 1900, tres importantes zonas, Jopei, Paoting y Tientsín, cayeron en poder de la I-Ho-Tuang. El movimiento de agitación llegó hasta los suburbios de la capital, Pekín, amenazando el poder político de la oligarquía dominante.
La corte empezó a sentir terror ante la dimensión alcanzada por la rebelión e intentó una maniobra de alianza con el movimiento I-Ho-Tuang, con el propósito de controlarlo en beneficio de sus intereses particulares. Creyeron que su carácter antiimperialista serviría de contrapeso frente a las insoportables presiones ejercidas por las potencias extranjeras y que podrían mellar su filo revolucionario y antidinástico. La monarquía pretendió cambiar el lema original del movimiento, "contra la dinastía, expulsad a los extranjeros", por "viva la dinastía, expulsad a los extranjeros".
Las potencias extranjeras, preocupadas ante el nuevo panorama, comenzaron a reforzar su presencia militar naval y terrestre. Tras su propio lema, "el hombre blanco frente a la barbarie", desembarcaron una fuerza de 20.000 hombres que se dirigió a Pekín. La agresión extranjera y la fuerte presión ejercida por los I-Ho-Tuang, obligaron al gobierno de la dinastía Ching a declarar la guerra a los imperialistas. Pero a la vez que lo hacían, pedían servilmente perdón: "No es que la corte estuviera mal dispuesta para ordenar la eliminación de estos rebeldes —escribió el gobierno a las legaciones extranjeras— pero se hallaban muy cerca y temíamos que de haber actuado precipitadamente al respecto, las legaciones no hubieran contado con la protección adecuada y que, por ende, se hubieran originado mayores desgracias (...) Esperamos que los países extranjeros comprenderán"9. Interesante confesión, que demostraba cómo por encima de las contradicciones entre los imperialistas y la dinastía Ching, estaba su unidad frente a los explotados. El sector de los supuestos reformistas burgueses llegó incluso más lejos, pidiendo una acción militar conjunta con las fuerzas extranjeras para sofocar la revuelta.
El 14 de agosto, un cuerpo punitivo unificado de potencias extranjeras encabezado por el general alemán Waldersee, entró en Pekín y la saqueó salvajemente, convirtiendo esta antigua y hermosa ciudad en un infierno de asesinato, robo, incendios y violaciones. Tropas de nacionalidad alemana, japonesa, inglesa, estadounidense y rusa, repitieron esta criminal actuación en varias ciudades. Una vez más, la corte imperial inició negociaciones de rendición y si éstas duraron casi un año, no fue por la capacidad del trono chino para dilatar el proceso, sino por los desacuerdos entre los ladrones imperialistas en el reparto del botín. Finalmente se firmó el llamado "Protocolo de 1901" que incluyó una indemnización de 450 millones de tales (333 millones de dólares). Para garantizar dicho pago, las potencias asumieron el control de las aduanas chinas e impuestos tan importantes como el de la sal. De esta forma, la clase dirigente china perdería una fuente fundamental de ingresos, lo que a su vez propició una explotación aún más inmisericorde del campesinado chino por parte de la oligarquía nativa.
Nace el movimiento democrático burgués
El abismo social cada vez más profundo en el que se sumergía la sociedad despertó la sensibilidad política de un sector de jóvenes hijos de familias más o menos acomodadas. En su mayoría intelectuales, soñaban con una patria fuerte y moderna, de la que sentirse orgullosos. Algunos tuvieron además la oportunidad de viajar a Europa y EEUU, donde quedaron profundamente impresionados por el grado de desarrollo social y económico alcanzado, convirtiendo estos países en el espejo al que debía mirar China.
Entre todos ellos brillará con luz propia Sun Yat-sen. Nacido en 1866, se crió en una familia campesina que detestaba los privilegios de la burocracia imperial y despreciaba a los dirigentes que habían llevado al país a una postración absoluta frente al imperialismo. Obligado a emigrar, entró en contacto con el desarrollo de la técnica y la ciencia occidental, por la cual sentirá auténtica admiración, considerándola el instrumento más eficaz para liberar a China de su atraso secular. Su aspiración era convertir al gigante chino en una nación moderna y una avanzada democracia. En torno a estas ideas y a su figura se estableció un primer círculo de intelectuales y jóvenes nacionalistas.
El programa político de Sun fue tomando una forma cada vez más definida. En 1904 escribió: "El poder manchú es como un edificio que se desmorona. Su estructura está completamente podrida. Ninguna fuerza exterior podrá impedir su caída"10. En julio de 1905, en una conferencia celebrada en Tokio bajo el liderazgo de Sun, se fusionaron los principales grupos contrarios a la dinastía manchú, bajo el nombre de Tung Meng Jui —cuya traducción es Liga Revolucionaria—, y lanzaron el famoso manifiesto de los tres principios del pueblo: independencia, soberanía y bienestar. Desde su perspectiva, las tareas de la revolución china serían restaurar el Estado nacional, confiando el gobierno solo a chinos, crear instituciones republicanas con derechos democráticos para todos los ciudadanos y mejorar el reparto de la riqueza. En definitiva, un programa democrático burgués de carácter republicano, sin olvidar y destacar que sus autores explicaban que dicho programa solo podría ser aplicado a través de una revolución violenta.
En su declaración política, los nacionalistas burgueses no dejaban de hacer llamadas a la "revolución popular", incitando a las masas a levantarse para derrocar el gobierno Ching y establecer un "Estado nacional independiente", un "Estado popular democrático". Estas consignas conectaron no sólo con sectores de la burguesía, especialmente los jóvenes acomodados y los intelectuales, también se convirtieron en un referente político para amplias masas populares.
La monarquía percibió claramente el peligro que implicaba este discurso, que conectaba con el ambiente insurreccional que existía en la sociedad. Los efectos catastróficos de las sanciones derivadas de la derrota en la última guerra habían provocado 45 alzamientos populares en 1903, 90 en 1904, 85 en 1905 y muchos más en los años siguientes.
Las masas derrocan al emperador
Conocedora del peligro que le acechaba, la dinastía intentó una maniobra desesperada. Anunció su propia transformación en un régimen constitucional, pero este cambio cosmético no detuvo el ascenso revolucionario. Una vez comprobada la inutilidad de la treta, la corte imperial optó por volver a una línea abiertamente reaccionaria. Su aislamiento social aumentó su dependencia del imperialismo, al que necesitaba contentar por cualquier medio. Otorgó concesiones ferroviarias en toda China a grupos financieros ingleses, norteamericanos y japoneses entre otros. Esta maniobra añadió más combustible incendiario: la nueva humillación ante los extranjeros desató una ola de protestas en torno a la campaña en "defensa de los derechos ferroviarios".
El ambiente social se siguió caldeando. En 1906 hubo 160 revueltas populares, llegando a 284 en 1910. Si bien la principal fuerza de masas de estos levantamientos fue el campesinado, también los obreros y pequeños comerciantes jugaron un papel destacado. La desautorización del aparato estatal de la monarquía aumentaba día a día. Hubo una negativa popular a pagar impuestos, asaltos a los depósitos de cereales, intentos de expulsión en las diferentes localidades de los misioneros y destrucción de fábricas y comercios propiedad de extranjeros. Decenas de miles de personas participaron, por ejemplo, en el asalto a los depósitos de arroz de Changshá o en las luchas contra los impuestos en Lai-yang. Sólo gracias al apoyo de los imperialistas el gobierno manchú pudo sofocar estos levantamientos y restablecer temporalmente el orden.
Era evidente que había llegado el momento de la Liga Revolucionaria: las masas con su acción revolucionaria habían creado el contexto social que Sun necesitaba para aplicar su programa. Sin embargo, la Liga no fue capaz de unificar la lucha a escala nacional, de fusionar y sincronizar la movilización de los campesinos, obreros y comerciantes, no supo dar una dirección centralizada al movimiento. Tampoco tuvo la habilidad de marcar objetivos concretos por los que luchar. Finalmente, 1910 acabó todavía con la monarquía en el poder.
A pesar de las carencias más que evidentes de la dirección, las contradicciones de la sociedad china seguían empujando hacia una salida revolucionaria. El ambiente continuaba siendo extremadamente favorable a la insurrección, y cualquier chispa podía reavivar el incendio. Por fin, el 10 de octubre de 1911, grupos revolucionarios de la provincia de Jupei, en unión con la Liga Revolucionaria, consiguieron sublevar la guarnición de Wuchang, que, levantada en armas, tomó Janchou y Janyang, otras dos secciones de lo que hoy es la triple ciudad de Wujan. Derrocaron al gobierno feudal local y proclamaron un gobierno republicano. Este levantamiento se convirtió rápidamente en el ejemplo a seguir, produciéndose una reacción en cadena. En poco más de tres semanas, del 20 de octubre al 18 de noviembre, 17 de las 21 provincias chinas proclamaron su independencia. En las cuatro restantes, el gobierno de la dinastía agonizaba hundido en su propia impotencia.
Las masas estaban dispuestas a todo. En la provincia de Jupei se inició el reclutamiento de soldados revolucionarios. En las zonas en que había enfrentamientos armados, mujeres y niños cruzaban las zonas de fuego para llevar alimentos y té a las tropas republicanas.
La revolución triunfó finalmente gracias a la iniciativa de las masas, que fueron capaces de sobreponerse a las carencias de la dirección. De hecho, Sun Yat-sen, que se encontraba en EEUU cuando estalló la revolución, una vez enterado de su triunfo no demostró ninguna prisa en regresar. Prefirió dirigirse a los capitalistas de las democracias europeas, solicitando a los gobernantes occidentales y a los hombres de la City londinense ayuda para construir una democracia moderna en China. Sun no podía o no quería admitir que tras la máscara democrática y civilizada de Europa estaban los intereses imperialistas del gran capital que necesitaban una China esclavizada y postrada.
El 1 de enero de 1912 comenzó oficialmente la era republicana, declarada en Nankín por el Gobierno Provisional de la República de China con Sun Yat-sen, ya de vuelta en el país, como Presidente Provisional. Inmediatamente, Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Japón y otras potencias extranjeras, ignorando las ingenuas peticiones de Sun, amenazaron al Gobierno Provisional de Nankín enviando barcos de guerra y tropas por el curso del Yangtsé.
La decisión y frescura que las masas habían demostrado para acabar con la podredumbre del pasado eran atributos de los que sus líderes carecían por completo.
Sin solución de continuidad, los dirigentes del movimiento republicano aceptaron participar en negociaciones auspiciadas por el imperialismo, haciendo todo tipo de concesiones. Finalmente, el 12 de febrero de 1912 se produjo la abdicación del último emperador chino a cambio de que, sólo dos días después, Yuan Shih-kai fuera nombrado nuevo presidente de China. El personaje en cuestión, un viejo y conocido reaccionario, monárquico hasta el triunfo de la revolución, contaba con un terrible currículo a su espalda. Fiel representante de los intereses de terratenientes, compradores y burgueses, a la vez que antiguo sirviente de las potencias extranjeras, había colaborado en el aplastamiento del movimiento reformista de 1898 y la represión sangrienta de los I-Ho-Tuang. Así pues, cuando el 11 de marzo se proclamó la Constitución, supuestamente inspirada en los principios republicanos de Sun, este ya era un ex presidente.
Una revolución que no cambia nada
El emperador había sido derrocado, pero ¿que había cambiado más allá de los muros de la corte? Si al mando seguían los de siempre, ¿cómo se podía esperar una política por parte del nuevo gobierno sustancialmente diferente a la del anterior? Al igual que el nuevo presidente, los fieles del antiguo régimen se desembarazaron con pasmosa facilidad de su anticuado uniforme monárquico, para pasear con ostentación y orgullo ante las masas su nueva chaqueta republicana. Ellos, a diferencia de quienes se agrupaban en torno al programa democrático burgués de Sun, entendían que el emperador era, en última instancia, un factor secundario. Se podía renunciar a él, mientras lo fundamental, es decir, las palancas económicas y políticas del país, siguieran en las mismas manos. En resumen, ayer monárquico y hoy republicano pero, siempre, un privilegiado.
Esta aparente contradicción entre la procedencia social de un individuo y su actitud favorable ante el nuevo gobierno republicano, se podía trasladar, aunque en sentido contrario, a las masas chinas. El odio del pueblo a la dinastía era el reflejo de su rechazo a siglos de explotación y opresión. Su entusiasmo republicano representaba la expresión de su aspiración a una vida digna, a una sociedad más libre, justa e igualitaria. El problema se plantearía, con toda su crudeza, cuando la nueva república burguesa demostrara su incapacidad para satisfacer ninguna de estas aspiraciones.
La elección de un parlamento, una de las mayores conquistas que el nuevo régimen republicano debía traer, pronto se vio frustrada. En primer lugar por los requisitos necesarios para votar: más de 21 años cumplidos, habitar no menos de dos años en la circunscripción electoral dada, pagar impuestos directos y poseer bienes por encima de un valor determinado. Además, no había posibilidad de elección directa: los compromisarios electos finalmente serían los que elegirían al presidente. En palabras de Lenin: "Tal derecho electoral indica ya la alianza del campesinado acomodado y la burguesía, con la ausencia o la impotencia absoluta del proletariado"11.
Con el objetivo de participar en el nuevo parlamento, la Liga Revolucionaria se transformó en un nuevo partido: el Kuomintang, fundado en 1912. La dirección del nuevo partido nacionalista y la candidatura a las elecciones, sin embargo, no recayó sobre Sun Yat-sen, sino sobre un joven educado en las universidades norteamericanas, Sun Chiao-jen, situado políticamente a la derecha de los fundadores de la Liga Revolucionaria. Finalmente, el Kuomintang obtuvo la mayoría en las elecciones restringidas de febrero de 1913, pero, cuando su candidato se dirigía a Pekín para presentar su candidatura a la presidencia, fue asesinado por los sicarios de Yuan Shih-kai.
Mientras que cualquier atisbo de participación democrática era aplastado, los señores de la guerra, siniestro legado de la monarquía, lejos de debilitarse se fortalecieron frente al poder central, convirtiéndose a su vez en instrumentos cada vez más perfeccionados al servicio de las diferentes potencias imperialistas. La China encabezada por Yuan estuvo en manos de los gobernadores militares de cada una de las provincias, que cultivaron relaciones directas con los notables de sus zonas y los capitalistas extranjeros. Los ejércitos de estos militaristas crecieron gracias al reclutamiento de campesinos desesperados, convertidos en mercenarios dedicados a la rapiña contra la población rural. Mientras, en las filas del ejército chino cundiría la desmoralización por la falta de paga y vestimenta a resultas de unas arcas estatales vacías.
El fortalecimiento de los señores de la guerra dificultó a su vez la formación y desarrollo de una burguesía nacional fuerte. Por una parte, los recursos extraídos de la explotación del campo quedaron retenidos en sus manos, imposibilitando su reinversión en la industria. Por otra, la débil industria nacional, que a duras penas hacía circular sus mercancías por la inexistente capacidad de compra de las masas rurales, debió soportar el pago de los impuestos y tributos que cada señor de la guerra imponía en "sus" fronteras, sin olvidar la competencia en condiciones de franca inferioridad con las mercancías producidas por las potencias imperialistas.
El balance de las conquistas del régimen republicano no podía ser más desolador. Ninguna de las tareas fundamentales de la revolución democrático burguesa fue llevada a la práctica con éxito. La independencia nacional no sólo seguía en entredicho debido a que el dominio de los imperialistas permaneció intacto, sino que la propia existencia de China como unidad nacional se desvanecía por la actuación cada vez más desafiante de los señores de la guerra. Cualquier aspiración de instaurar un sistema de parlamentarismo burgués a imagen y semejanza de Occidente, fue cortada de raíz con el asesinato del candidato más votado en el primera convocatoria electoral. La reforma agraria quedó totalmente descartada, así lo garantizaron tanto el nuevo presidente, Yuan Shih-kai, y sus sucesores en el gobierno central, como los señores de la guerra en las diferentes regiones, en ambos casos directos beneficiarios de los expolios cometidos por los terratenientes. Para concluir, no se crearon condiciones económicas favorables para el desarrollo de una fuerte burguesía nacional.
La revolución de 1911 demostró que las contradicciones irresolubles de la sociedad China habían preparado el terreno para una transformación profunda. Sin embargo, no hubo una clase capaz de dirigir la sociedad a un estadio de mayor progreso y desarrollo. La burguesía china, a pesar de su juventud, había surgido tarde en la escena de la historia. Le había tocado nacer en el período de decadencia imperialista del capitalismo, lo cual la despojaba de su capacidad revolucionaria. La dirección de la transformación social debería ser asumida por otra clase. El proletariado ruso se encargó de probar sólo seis años después que, incluso en los países atrasados donde el capitalismo todavía no había alcanzado su pleno apogeo, era la única clase que al frente del conjunto de los oprimidos, y especialmente del campesinado pobre, podía liderar estos cambios revolucionarios.
Aunque en el momento de la caída de la monarquía el proletariado chino estaba empezando a nacer y se encontraba políticamente huérfano de dirección, ya apuntaba un porvenir prometedor: las inversiones del capital extranjero y el contexto de la lucha de clases internacional, lo hicieron crecer en número y en capacidad revolucionaria.
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Notas
8. Lenin, La guerra china, publicado en Iskra en diciembre de 1900. Cita recogida en el libro publicado en Internet Breve historia de la China contemporánea, Editorial Anagrama, Buenos Aires, 1972.
9. Cita recogida del libro publicado en Internet Breve historia de la China contemporánea, Editorial Anagrama, Buenos Aires, 1972
10. Ibíd.
11. Lenin, La China renovada, escrito en noviembre 1912 (en El despertar de Asia, página 25).
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