En su discurso del 17 de noviembre de 2005 en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, el compañero Fidel expuso y analizó descarnadamente las desigualdades, injusticias, despilfarros, descontroles, robos y fenómenos de corrupción existentes en nuestra sociedad —la mayoría de los cuales surgieron o se desarrollaron durante los años más difíciles del período especial—, así como algunos errores cometidos que propician el agravamiento de esos vicios y males.
Después de asegurar que la Revolución y el pueblo solucionarán tales problemas, Fidel expresó: “¿Es solo una cuestión ética? Sí, es primero que todo una cuestión ética; pero, además, es una cuestión económica vital”.[1] Y a continuación explicó la estrategia trazada y las acciones emprendidas para revertir la situación y construir en nuestro país la sociedad más justa del mundo.
A la luz del gran reto que tenemos los militantes del Partido y todos los revolucionarios cubanos, y dada la importancia primordial de los factores morales y éticos en el destino de nuestra Revolución, es oportuno y conveniente reflexionar sobre los principales aspectos teóricos relativos a la Moral y la Ética, su relevante papel a lo largo de la historia de Cuba y su renovada vigencia en la realidad actual de nuestro país.
Por esa razón nos proponemos, en este primer artículo, repasar los conceptos de Moral y Ética, su origen y su desarrollo históricos. En el segundo y último, reseñaremos los momentos claves de nuestra historia que denotan un fundamento y una continuidad de carácter ético, con especial énfasis en la evolución del sentimiento de justicia, pues ha sido éste el hilo conductor del movimiento progresista y revolucionario cubano desde su nacimiento hasta nuestros días, que preside la proyección nacional e internacional de la Revolución Cubana y deberá guiar la marcha “hacia un cambio total de nuestra sociedad”.[2]
Moral y ética
Existen numerosas definiciones de los conceptos moral y ética, y desde tiempos remotos se le atribuye a una el sentido de la otra como si se trataran de la misma cosa. Ello se debe a la semejanza etimológica de ambos términos, pues moral proviene del latín moralis y ética se deriva del griego ethikus, palabras que en sus respectivos idiomas significan, entre otras cosas, hábito, costumbre, carácter.
En su definición más abarcadora, la ética es la ciencia de la moral; y la moral (o moralidad), las reglas de la vida en sociedad y la conducta de los hombres, especialmente sus deberes entre sí y hacia la comunidad. Llamaremos, pues, moral al conjunto de fenómenos objetivos de la vida social y espiritual de los hombres, y ética a la teoría filosófica de tales fenómenos. Por consiguiente, nos referiremos a la ética en su carácter de ciencia, y a la moral como su objeto de estudio.
Moral o moralidad
La moral surgió en el seno de la comunidad primitiva, cuando los hombres comprendieron la necesidad y tuvieron la posibilidad de regular sus relaciones a fin de conciliar la conducta de cada individuo con los intereses del prójimo y los de la colectividad. Así nacieron los hábitos, las costumbres, los deberes y las normas de comportamiento moral, los conceptos del bien (lo que debía ser y merecía aprobación) y el mal (lo que no debía ser y suscitaba rechazo), así como otros sentimientos que comenzaron a integrar la conciencia moral individual y colectiva de la sociedad. Desde el punto de vista histórico, el surgimiento de la moral precedió al de otros importantes componentes de la superestructura social como la religión, el derecho y la política.
Aunque las normas morales presentan puntos de coincidencia con las de carácter religioso y social, no deben confundirse con ninguna de estas. Las religiones tienen, además de preceptos morales, regulaciones litúrgicas que son ajenas al ámbito de la moral; mientras que existen hábitos o costumbres sociales —como las relativas a la culinaria, la moda, el habla popular y las festividades— que forman parte de la identidad de los pueblos, pero no tienen necesariamente una connotación moral.
Los fundadores del marxismo demostraron que no hay reglas y normas de conducta inmutables ni valederas para todas las épocas, pueblos y clases sociales; y que las concepciones sobre la moral no se pueden fundamentar en definiciones generales y abstractas, sino en condiciones históricas concretas. De ahí que no existan verdades morales eternas o de vigencia permanente; por el contrario, la moral ha evolucionado a la par de los regímenes económico-sociales por los que ha transitado la humanidad. Así, las ideas del bien y el mal —categorías de la ética que constituyen las formas más generales de la valoración moral— “han cambiado tanto de pueblos a pueblos, de siglo a siglo, que no pocas veces se contradicen abiertamente”.[3] En efecto, prácticas como el canibalismo, la eliminación física de los ancianos y las ofrendas humanas a los dioses, la homosexualidad, el matrimonio común y la poligamia, la discriminación racial y sexual, la esclavitud, la servidumbre o la explotación de los hombres han sido consideradas “morales” o “inmorales” en dependencia de la época o la sociedad que las juzgara. Y de forma análoga ha ocurrido con otros conceptos éticos como la justicia, el deber, el honor, la dignidad, la virtud, la felicidad y el sentido de la vida.
La moral es un reflejo de la realidad y representa el conjunto de intereses, necesidades y valores que se ha formado en la interacción de los hombres entre sí y con el medio social. Se nos presenta en forma de reglas, principios, normas de convivencia y comportamiento que conforman la conciencia del ser humano y le sirven de referente para enjuiciarse a sí mismo y juzgar al mundo que le rodea. Los preceptos morales se asimilan a través de la familia, la escuela, los medios de difusión, las instituciones religiosas, políticas y sociales; y se interiorizan de tal modo en las personas que condicionan su conducta y constituyen obligaciones cuya trasgresión provoca un sentimiento de culpabilidad y autocensura. A diferencia de las normas jurídicas, que se imponen en la sociedad mediante la fuerza coercitiva del Estado, las prescripciones morales se sustentan en las convicciones internas de los hombres y en la influencia de la opinión pública, que también ejerce una coerción pero sólo de carácter social. Las violaciones de las primeras comportan sanciones jurídicas; las de las segundas, el repudio y el desprecio de la sociedad.
El marxismo ha probado que la moral es una forma de la conciencia social y, por tanto, tiene un carácter eminentemente clasista. Al dividirse la sociedad en clases tras la desintegración de la comunidad primitiva, cada clase social generó un tipo de moral acorde con sus necesidades, intereses y concepciones de la vida. A partir de entonces comenzó a prevalecer la moral de la clase dominante, que ejerció en este como en otros campos de la ideología su influencia a través de los instrumentos del poder, en especial la educación. De este modo, la humanidad ha conocido la moral esclavista, la moral feudal, la moral capitalista o burguesa y la moral proletaria o socialista.
Al estudiar las principales clases que formaban la sociedad de su época, Federico Engels constató que cada una de ellas poseía su propia moral: la aristocracia feudal, una moral decadente; la de la burguesía, moderna; y la del proletariado, germinando como la moral del futuro. Y concluyó que, consciente o inconscientemente, los hombres derivaban sus ideas morales de las condiciones prácticas en que se encontraban por su situación de clase y de las relaciones económicas en que producían e intercambiaban lo producido. O sea, que la conducta de la gente dependía de las condiciones históricas bajo las cuales desarrollaba su vida, aunque en ella influyeran también la cultura, la filosofía, la política, la religión y otras formas de la conciencia social.
Pero este determinismo económico no se produce de forma directa y autónoma, pues el desarrollo de la moral tiene una independencia relativa. En consecuencia, a lo largo de la historia, en toda nueva sociedad han perdurado rasgos o reminiscencias de la moral decadente, a pesar de que la base económica y la superestructura política del viejo régimen hayan sido derruidas. Ello se debe, por un lado, a la acción de las clases desplazadas del poder —que desde dentro o fuera del país hacen lo posible por conservar la vieja moral— y, por otro, a las tradiciones populares que perviven durante largo tiempo por la fuerza de la costumbre.
“Hasta hoy [sentenció Engels] toda teoría moral ha sido, en última instancia, producto de las condiciones económicas de la sociedad en el período correspondiente. Y como hasta el día la sociedad se ha agitado entre antagonismos de clase, la moral ha sido siempre una moral de clase; o justificaba la dominación y los intereses de la clase dominante, o representaba, cuando la clase oprimida se hacía lo bastante poderosa, la rebelión contra esta dominación así como los intereses del futuro de los oprimidos. Es indudable que se ha efectuado, en rasgos generales, un progreso en la moral [...] Pero no hemos salido todavía de la moral de clase”.[4]
De todo lo antes expuesto, podemos asumir que la moral es, en su sentido más amplio, “un sistema de normas, principios y valores de acuerdo con el cual se regulan las relaciones mutuas entre los individuos, o entre ellos y la comunidad, de tal manera que dichas normas que tienen un carácter histórico y social, se acaten libre y conscientemente por una convicción íntima, y no de un modo mecánico, exterior o impersonal”.[5]
En las sociedades clasistas coexisten varios tipos de moral, como expresión de las distintas clases sociales que pugnan entre sí. Las concepciones morales de esclavos y esclavistas, de señores feudales y siervos, de burgueses y proletarios, han sido no sólo diversas, sino contradictorias y opuestas. Ello no ha impedido que, al representar etapas o percepciones diferentes del mismo desarrollo histórico, posean también muchos rasgos comunes. Una muestra elocuente es el repudio genérico del robo, precepto moral que surgió tras la aparición de la propiedad privada y que han hecho suyo todas las clases sociales, aunque con diferencias sustanciales de interpretación y enfoque. La moral burguesa, por ejemplo, condena el robo con aparente resolución y presenta al capitalista como un paladín de la honradez que ha amasado su fortuna a costa de inteligencia, habilidad y esfuerzos, pero ignora olímpicamente la plusvalía que usurpa al obrero, la expoliación de los pueblos del Tercer Mundo, la inmoral usura que constituye la deuda externa y otras formas de rapacería consustanciales con el sistema.
En su evolución histórica, la moral siempre ha estado asociada a las buenas costumbres, la moderación de las ambiciones, apetencias y pasiones, el repudio de los vicios y el cultivo de las virtudes, la justicia y, en general, a los buenos sentimientos de los seres humanos. Dicho en otras palabras, a la aspiración de que el hombre sea cada vez mejor.
Entonces, ¿cuál es la verdadera moral? —se preguntaba Engels, para luego asegurar con profundo espíritu dialéctico—: “En sentido absoluto y definitivo, ninguna; pero evidentemente, la que contendrá más elementos prometedores de duración será aquella moral que representa en el presente la subversión del presente, el porvenir; es decir, la moral proletaria”.[6]
Ahora bien, en términos filosóficos subvertir el presente no significa destruirlo, sino negarlo dialécticamente. Y lo mismo sucede con el pasado. En su ascenso en espiral, la nueva moral desecha pero a la vez toma, recrea y supera valores de la moral precedente, confiriéndole al proceso un incuestionable sesgo de continuidad histórica. Por consiguiente, la nueva moral sólo puede forjarse y desarrollarse en la lucha de lo nuevo y revolucionario contra lo viejo y caduco.
La comprensión cabal de este fenómeno y su compleja evolución histórica, permitió a Federico Engels llegar a la conclusión de que una moral realmente humana, sustraída a los antagonismos de clase o al recuerdo de ellos, sería factible “solamente al llegar la sociedad a un grado de desarrollo en que no sólo se haya superado el antagonismo de las clases, sino que se haya olvidado en las prácticas de la vida”.[7] O sea, el comunismo, ideal que los avatares políticos de los últimos tres lustros parecen haber colocado más distante en el tiempo y cuyos detractores pretenden convertir en quimera, y su fase previa, el socialismo, un tipo de sociedad cuya forma de distribución no rebasa aún el estrecho marco del derecho burgués —como vaticinaron los clásicos del marxismo—, pero que sin dudas es el proyecto social más cercano a una moral realmente humana.
Estas verdades resultan hoy de asombrosa vigencia. La moral burguesa, erigida sobre el más primitivo instinto egoísta del ser humano, toca la sima de su decadencia con la globalización neoliberal que amenaza con asfixiar a los países pobres, aniquilar a las clases oprimidas de todo el mundo y destruir la naturaleza. En competencia con ella, la moral del socialismo —no repuesto aún del duro revés que significó la debacle de Europa Oriental y la desintegración de la Unión Soviética, pero vivo en su esencia humanista y revolucionaria y en ejemplos palpables como la Revolución Cubana y el proceso bolivariano— se perfila cada vez más como la única opción viable para el progreso de los pueblos del Tercer Mundo y para salvar a la humanidad de la catástrofe hacia donde están conduciéndola las leyes ciegas del capitalismo.
Ética
Como ciencia, doctrina o teoría filosófica de la moral, la ética surgió mucho después que su objeto de estudio. Los hombres regularon sus relaciones y establecieron normas de conducta antes de que pudieran estudiarlas. Fue necesario un determinado grado de desarrollo de la sociedad, en particular la diferenciación entre el trabajo manual y el intelectual y la aparición de las clases sociales, para que las teorías éticas vieran la luz.
Desde la más remota antigüedad, filósofos, sacerdotes, gobernantes y políticos de diferentes latitudes (en particular egipcios, sumerios, indios, chinos y griegos) concedieron particular importancia al estudio de la conducta moral de los hombres. Sobre una base empírica y con una finalidad pragmática, surgieron diversos sistemas morales, establecidos muchas veces de manera arbitraria e irracional y mezclados frecuentemente con dogmas religiosos. A modo de ejemplo, baste mencionar los Diez Mandamientos de la Biblia, que constituyen las leyes morales fundamentales de las religiones judaica y cristianas, y las máximas de Confucio, cuyas enseñanzas —derivadas de cinco virtudes: la bondad, la honradez, el decoro, la sabiduría y la fidelidad—, han sido consideradas durante siglos una especie de código moral por el pueblo chino. Sin embargo, fueron los filósofos griegos, a partir de Pitágoras, los primeros que teorizaron de manera sistemática sobre la ética hasta convertirla en una rama de la filosofía. Cupo a Aristóteles —siglo V antes de nuestra era—, con su Ética a Nicómaco, el mérito histórico de separar la ética de la filosofía general y legar a la humanidad el primer tratado de la nueva ciencia.
Según Niccola Abbagnano, existen dos concepciones fundamentales de la ética: “1) La que la considera como ciencia del fin al que debe dirigirse la conducta de los hombres y de los medios para lograr tal fin y derivar, tanto el fin como los medios, de la naturaleza de los hombres; 2) La que la considera como la ciencia del impulso de la conducta humana e intenta determinarlo con vistas a dirigir o disciplinar la conducta misma”.[8] En la primera concepción, las normas se deducen del ideal que se considera propio del hombre, mientras que en la segunda se tiende, ante todo, a determinar el móvil del hombre, o sea la regla a la que este obedece.
Por lo general, las doctrinas éticas premarxistas tuvieron un carácter idealista o metafísico —y todas estas cabrían en la primera clasificación de Abbagnano—, pues trataron de establecer normas y reglas de conducta imperecederas, inmutables e independientes del desarrollo histórico de la humanidad. Incluso los materialistas antiguos veían el origen de la moral en la llamada naturaleza eterna del hombre. Marx y Engels, al descubrir que la moral era una forma de la conciencia social, exponer su constante desarrollo en el curso de la historia y demostrar su eminente carácter clasista, crearon una ética verdaderamente científica, aunque no dejaran un tratado de ética propiamente dicho.
La ética tiene por objeto el estudio del origen, la estructura, las funciones, las categorías y la evolución histórica de la moral. A partir de sus funciones, la ética describe, explica y enseña la moral; además, estudia y analiza críticamente las costumbres, las normas, los valores, los sistemas morales y su historia. Dado que se ocupa de las normas de la conducta humana, se le considera una ciencia normativa. Y desde ese punto de vista, tiene un indudable carácter partidista, pues aboga por determinadas reglas de conducta.
Atendiendo a su contenido, existen varias clasificaciones o especialidades de la ética. Entre ellas, la Ética Descriptiva, que describe la moral; la Ética Teórica, que explica la moral; la Ética Normativa, que enseña la moral; la Ética Profesional, que estudia la moral en campos específicos de la actividad humana; la Deontología, que postula los deberes morales; la Metaética, que estudia el lenguaje moral; y la Axiología Ética, que analiza y expone los valores morales.
A juicio de Luis López Bombino, la Ética Normativa es el núcleo de la moral, por cuanto es un elemento dinámico del proceso. Surgió como ciencia práctica destinada a señalar el camino hacia una vida feliz mediante el conocimiento del mundo y de los hombres, a través de la experiencia. Y al manifestarse mediante un código de reglas y normas del deber de la conducta humana, “expresa una relación de lo ideal hacia el mundo real”.[9]
La Ética marxista parte de un enfoque materialista y dialéctico, por lo que no puede concebirse como un sistema cerrado y terminado de conocimientos. Todo lo contrario: se ha de renovar y desarrollar constantemente, sin dogmatismos y teniendo en cuenta todos los fenómenos que ocurren en el mundo y la evolución de la sociedad. Dado que se sustenta en una moral realista y en una concepción humanista, no debe inculcar en los individuos una obediencia ciega y pasiva a sus normas y valores, sino “ser fuente de perenne inquietud interior, de insatisfacción, de deseo de avanzar, de ser mejores, más puros; en una palabra, de ser capaces de impulsar y por ende propiciar el mejoramiento humano. Por esta razón tiene que afianzar valores factibles, viables y oxigenar o cambiar aquellos que por distintos motivos han perdido potencialmente sus posibilidades de desarrollo”.[10]
La necesidad de reafirmar algunos valores morales universales y otros intrínsecos del proceso revolucionario, así como la de erradicar los vicios y hábitos nocivos a nuestro proyecto socialista de mejoramiento humano, están a la orden del día en la sociedad cubana actual. Pero de eso, entre otras cosas, trataremos en nuestro próximo artículo.
Lic. Humberto Vázquez García
Agosto/2006
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[1] Fidel Castro: Podemos construir la sociedad más justa del mundo, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, La Habana, 2005, p. 65.
[2] Ibídem, p. 75.
[3] Federico Engels: Anti-Dühring, Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1975, p. 114.
[4] Ibídem, p. 116.
[5] Adolfo Sánchez Vázquez: Ética, Editorial Grijalbo, México, 1980, p. 73.
[6] Federico Engels: Ob. cit., p. 115.
[7] Ibídem, p. 116.
[8] Niccola Abbagnano: Diccionario de Filosofía, Edición Revolucionaria, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1972, pp. 466-467.
[9] Luis R. López Bombino y otros: Ética marxista-leninista, Ministerio de Educación Superior, La Habana, 1983, tomo I, p. 223.
[10] Luis R. L. Bombino y otros: Ética y sociedad, Editorial Félix Varela, La Habana, 2002, p. 172.
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