En el primer semestre de 2008 se ha producido un fuerte viraje político, que le permite a las derechas, locales y globales, y a las multinacionales, recuperar posiciones y retomar la ofensiva. El viraje no se circunscribe a Colombia, aunque tiene allí su epicentro mayor, sino que se extiende a países como Argentina, Bolivia y Perú, pero en lo esencial afecta a toda la región.
Raúl Zibechi
En Colombia, si alguna vez hubo algún equilibrio estratégico entre las FARC y las fuerzas armadas, en los últimos meses se ha quebrado a favor del Estado. La guerrilla perdió toda posibilidad de negociar un acuerdo humanitario en condiciones favorables, no puede mantener ofensivas militares ni políticas, sufre un agudo descrédito entre la población y ya no cuenta con aliados significativos en la región ni en el mundo. Aún así, lo más probable es que las FARC sigan adelante, con menguada capacidad de iniciativa y con la probable fragmentación entre sus mandos y frentes, como lo sugiere el desenlace de la liberación de los 15 secuestrados.
La estrategia delineada por el Comando Sur y el Pentágono, y plasmada en el Plan Colombia II, no contempla ni la derrota definitiva ni la negociación con la guerrilla. Eliminar a las FARC del escenario sería un pésimo negocio para la estrategia imperial de desestabilización y recolonización de la región andina, a la que Fidel Castro definió como “paz romana”. Ese proyecto no puede llevarse a cabo sin guerra, directa o indirecta, o sea sin la desestabilización permanente como forma de reconfiguración territorial y política de la estratégica región que incluye el arco que va de Venezuela a Bolivia y Paraguay, pasando por Colombia, Ecuador y Perú.
Por un lado, se trata de despejar la región andina para facilitar el negocio multinacional actual (minería a cielo abierto, hidrocarburos, biodiversidad, monocultivos para agrocombustibles) que supone tanto la apropiación de los bienes comunes como el desplazamiento de las poblaciones que aún sobreviven en esos espacios. No estamos ante un capitalismo, digamos, “normal”, el que fue capaz en su momento de establecer alianzas y pactos que dieron vida al Estado benefactor, en base a la triple alianza entre Estado, empresarios nacionales y sindicatos. Se trata de un modelo financiero-especulativo y de acumulación por desposesión, que sustituye las negociaciones por las guerras y la extracción de plusvalor por la apropiación de la naturaleza. O sea, un capitalismo de guerra para tiempos de decadencia imperial.
Este sistema asume la forma de capitalismo criminal o mafioso en países como Colombia, porque no sólo es funcional a la guerra y al robo, sino que ellas forman su núcleo central, su principal modo de acumulación. Eso explica la alianza estrecha entre empresas privadas de guerra, que cuentan en ese país con 2 a 3 mil mercenarios apodados ahora “contratistas”, con un Estado paramilitar como el que encabeza Alvaro Uribe, asentado en la alianza con paramilitares y narcotraficantes. En Colombia, a ese orden de cosas le han hecho frente tres fuerzas: la guerrilla, la izquierda del Polo Democrático y los movimientos sociales. La primera cree que puede vencer con las armas o negociar con ese nuevo poder. El Polo desestima el papel de Washington y de las multinacionales, como diseñadores y usufructuarios del Estado paramilitar mafioso, y sobreestima por lo tanto los márgenes democráticos. Los movimientos, por su parte, tienen grandes dificultades para superar la escala local y sectorial y no están en condiciones, por ahora, de erigirse en actores alternativos.
El Plan Colombia II fue el encargado de diseñar ese Estado militarista y en este momento busca afianzarlo. Ahora que las FARC no representan riesgo mayor para ese proyecto, aparece con claridad el objetivo de largo plazo trazado. Lejos de abrir espacios para la negociación, como desea la izquierda, el mensaje de los últimos meses indica un solo camino: ni la paz ni la rendición les garantiza la vida a los guerrilleros. O combaten y resisten o les espera el exterminio, como sucedió a fines de la década de 1980. Se trata de golpear sus núcleos territoriales para desplazarlos hacia las zonas fronterizas con Venezuela y Ecuador, donde el Plan Colombia II aspira a convertirlos en instrumento de la desestabilización regional.
Por eso Venezuela y Hugo Chávez adoptaron la estrategia de reducir la tensión con el gobierno de Uribe. No se trata de una cuestión ideológica, como pretenden algunos analistas. Ese debate vale para las mesas de café o los despachos académicos, pero tiene escasa utilidad cuando se trata de la sobrevivencia de proyectos de cambio social. Si se consolida el proyecto imperial, toda la región sufrirá con la polarización, de ahí la urgencia por desmontar los conflictos, tanto en Colombia como en Argentina y Bolivia.
Un eventual triunfo de Barack Obama tampoco modificará las cosas. Puede atemperar los rasgos más autoritarios del uribismo, lo que explica el nerviosismo del gobierno de Bogotá y su solícita alianza con el candidato republicano. Lo cierto es que los planes del Comando Sur no dependen del inquilino de la Casa Blanca, y que estos apuntan a promover una acción integral en la región que la convierta en una zona estable y un baluarte inexpugnable para mantener la hegemonía estadounidense a escala global. En suma, las elites imperiales aspiran usar la fuerza de las armas para revertir su decadencia, que pasa por la recolonización de América Latina. En un período como el actual, sólo la movilización popular y las vías políticas pueden contribuir a debilitar la ofensiva que viene del Norte.
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