¿Se puede convertir un temible tigre en un pacífico mulo?
Alina Martínez Triay
¿Se puede convertir un temible tigre en un pacífico mulo? Podría parecer una pregunta sin sentido, sin embargo es posible por obra y gracia de la tergiversación histórica. La “transformación” está recogida en una entrevista al sargento batistiano Eulalio González, acusado por Fidel en La Historia me absolverá de haber torturado y asesinado al segundo al mando del movimiento revolucionario, Abel Santamaría. El sargento declaró en Miami que su sobrenombre era el Mulo porque había trabajado con la compañía de transporte de mulos de La Cabaña durante 20 años, y que Fidel había inventado el apodo de El Tigre para presentarlo como feroz.
En 1953, sin embargo, alardeaba de cruel y despiadado, como aquel día en que, al regresar de la prisión de Boniato, subió a un ómnibus donde viajaba la madre de Abel Santamaría y al percatarse de quién se trataba, comentó, en voz bien alta para que todos lo escucharan: “Pues yo sí saqué muchos ojos y pienso seguirlos sacando”.
No hay que sorprenderse del afán que se aprecia en los últimos tiempos en Miami por lavarle la cara a la tiranía de Batista, ni que haya quienes se presten a quitarle la gruesa costra de sangre que acumuló durante siete años de represión. Muchos de los que hoy, al amparo de la Ley Helms-Burton, miran a la Isla con ojos codiciosos de recolonizadores, son descendientes de importantes figuras del batistato o están estrechamente vinculados con ellas y pretenden borrar aquel pasado tenebroso.
En este contexto se inscribe el libro The Moncada Attack, cuyo autor, Antonio de la Cova, cuestiona todo lo publicado sobre aquellos hechos por ser obra de “escritores comprometidos con el régimen castrista o por neófitos que no tienen el entrenamiento universitario adecuado necesario para ser historiador”.
De la Cova, doctorado en Historia en una universidad norteamericana, afirmó en una reciente entrevista que con los asaltantes “no hubo tal tortura organizada ni necesidad para eso”, sin mencionar que no fue precisamente la búsqueda de información, sino la venganza lo que presidió las acciones de los militares, a partir de las bien conocidas instrucciones recibidas desde la capital en la tarde del 26 de julio de 1953 en Santiago de Cuba, de que, por la vergüenza y el deshonor que representaba para el Ejército haber tenido el combate más bajas que los atacantes, había que matar a diez prisioneros por cada soldado muerto, orden azuzada con la mentira de que los asaltantes habían acuchillado a sus prisioneros.
Sería conveniente que entre las tantas obras que dice haber consultado sobre los hechos, buscara el testimonio de Haydée Santamaría y Melba Hernández cuando, obligadas a permanecer sentadas en el suelo en el lugar donde torturaban a los moncadistas, descubrieron horrorizadas a Raúl Gómez García, el Poeta del Centenario, que en el extremo del salón sangraba copiosamente por la boca porque le habían sacado los dientes, tenía las manos atadas por detrás de la cabeza y resistía con entereza los azotes que sus verdugos le propinaban con un vergajo.
Innumerables ejemplos y testimonios podría haber reunido en Cuba el mencionado doctor en Historia, además de las 115 entrevistas que durante más de tres décadas dice haber realizado para su libro, dentro de las que incluye a personajes tan “imparciales” como el Tigre, entre otros, que solo le sirven para manipular la verdad.
Tal vez debería revisar más cuidadosamente los certificados de defunción de los asaltantes. “Se examina un cadáver —dice uno de esos reportes— que viste pantalón kaki. Presenta una venda en la pierna derecha sobre trece heridas de bala diseminadas por la cara antero-posterior de la pierna derecha; dos heridas de bala en la región occipital media, casi en la nuca; una en la cara postero-lateral izquierda del cuello, dos en el lado izquierdo de la cara, una al parecer de proyectil de gran calibre en la región externa. Se ocupan el pantalón referido y las vendas. Siendo la causa directa de la muerte hemorragia intracraneal y torácica, la indirecta, heridas por proyectiles de arma de fuego”. Era evidente que se trataba de un herido asesinado después de sufrir martirio; seguramente también les preocupó a los forenses aquel cuerpo de “un individuo de raza blanca, que viste camisa, pantalón de kaki y debajo del pantalón otro pantalón blanco de enfermo, faltándole de su dentadura los incisivos superiores”, encontrar otro que presentaba, entre otras muchas lesiones, “un hueco muy grande con avulsión (extirpación) como del tamaño de la huella de un pie humano en la región ileolumbar derecha”; y en otro cadáver, localizado en el municipio de El Caney, constatar la “pérdida total de la primera falange del dedo pulgar de la mano derecha, causa directa de la muerte colapso cardiaco vascular y la indirecta herida por proyectil de arma de fuego”, lo que hacía pensar que había fallecido mientras lo maltrataban.
Las nuevas generaciones deben conocer los crímenes cometidos del 26, 27 y 28 de julio de 1953 y tantos otros que ejecutados por los esbirros al servicio de la dictadura enlutaron durante siete años a las familias cubanas. Es el mejor antídoto contra el veneno miamense, de puro estilo goebeliano, de la tergiversación histórica.
(Tomado del periódico Trabajadores)
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