Mark Almond
Counterpunch
Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Àngel Ferrero
Para mucha gente, en la imagen de los tanques rusos recorriendo la frontera este mes de agosto resuenan los ecos siniestros de Praga en 1968. El reflejo instintivo hacia los esquemas de la Guerra Fría es algo normal, pero dos décadas después de la retirada soviética de aquellos bastiones resulta engañoso. No todos los desarrollos en la antigua Unión Soviética son una reproducción de lo ocurrido en la Unión Soviética.
El enfrentamiento entre Rusia y Georgia por Osetia del Sur, cuya escalada empezó dramáticamente ayer, tiene más en común con la Guerra de las Malvinas de 1982 que con la Guerra Fría. Cuando la Junta Militar argentina se regodeaba por el apoyo popular a su reconquista sangrienta de Las Malvinas, Henry Kissinger anticipó la inesperada respuesta militar británica con el comentario de que “ninguna gran potencia se retira para siempre.” Quizás Rusia haya frenado la larga marcha de repliegue hacia Moscú que comenzó con Gorbachev.
En los ochenta, mientras menguaba la URSS, el Ejército Rojo se retiró de los países de Europa del este para los cuales su presencia suponía la protección de los impopulares regímenes comunistas. Esta retirada prosiguió con las nuevas repúblicas nacidas de la difunta Unión Soviética y con la presidencia de Putin, bajo la presidencia del cual las tropas rusas fueron evacuadas incluso de las bases militares en el país.
Para muchos rusos este vasto repliegue geopolítico de zonas que fueron parte de Rusia, incluso mucho antes de la llegada del comunismo, no trajo consigo ninguna mejora en sus relaciones con occidente. Cuanto más retiraba sus garras Rusia de otros territorios, más acusaba al Kremlin Washington y sus aliados de ambiciones imperialistas.
A diferencia de Europa del este, por ejemplo, las tropas rusas son populares en los hoy secesionistas estados de Abjazia y Osetia del Sur. El retrato de Vladimir Putin se encuentra colgado en más paredes que el del presidente de Osetia del Sur, el antiguo campeón soviético de lucha libre Eduard Kokoity. A los rusos se les ve como protectores contra una posible repetición de las limpiezas étnicas llevadas a cabo por los georgianos.
En 1992 occidente respaldó los intentos de Eduard Shevardnadze de reafirmar el control georgiano sobre estas regiones. La guerra del presidente georgiano fue un desastre para su nación. Dejó a 300.000 o más refugiados “expulsados” de las regiones rebeldes, pero fue el saqueo de las tropas georgianas lo que resulta más difícil de borrar de la memoria de osetios y abjazos.
Los georgianos han alimentado esta humillación desde entonces. [El presidente georgiano] Mijaíl Saakashvili no sólo ha hecho muy poco por los refugiados desde que llegó al poder en el 2004 -aparte de trasladarlos de los moteles en los que se hospedaban en Tbilisi para despejar el camino a los intereses inmobiliarios- sino que ha destinado el 70% del presupuesto georgiano al ejército. A principios de la semana decidió poner a prueba el músculo de éste.
Consagrado a conseguir la entrada de Georgia en la OTAN, Saakashvili ha enviado tropas a Afganistán e Irak, para sentir así cómo los EE.UU. le respaldaban. Las calles de la capital georgiana están cubiertas de carteles con el retrato de George W. Bush, que aparece al lado de su protegido georgiano. La avenida George W. Bush conduce al aeropuerto de Tbilisi. Pero Saakashvili ha ignorado el dictum de Kissinger: “las grandes potencias no cometen suicidio por sus aliados.” Quizás sus aliados en Washington también la hayan olvidado. Esperemos que no.
Como Galtieri en el 82, Saakashvili se enfrenta a una crisis de la economía nacional y una población desengañada. Desde los años de la así llamada Revolución Rosa, el compadreo y la pobreza que caracterizaron al gobierno de Shevardnadze no han desaparecido. Las acusaciones de favoritismo y corrupción hacia el clan de su madre y las acusaciones de fraude electoral culminaron en una serie de manifestaciones contra Saakashvili el pasado noviembre. Sus implacables fuerzas de seguridad -entrenadas, equipadas y subvencionadas por occidente- cargaron violentamente contra los manifestantes. Emprenderla contra el enemigo común de Osetia del Sur hará que los georgianos hagan frente común con su presidente, al menos a corto plazo.
El pasado mes de septiembre, el presidente Saakashvili súbitamente se volvió contra su más cercano aliado en la Revolución Rosa, el ministro de defensa Irakli Okruashvili. Cada uno acusaba a su antiguo hermano de sangre de vínculos con la mafia y de obtener beneficios con el contrabando de mercancías. Sea cual sea la verdad, el hecho de que quienes son vistos como héroes por occidente por haber terminado con la corrupción de la época de Shevardnadze se acusen el uno al otro de toda suerte de crímenes y villanías debería ponernos en guardia a la hora de escoger a nuestro héroe local en lo que a la política del Cáucaso se refiere.
Los comentaristas geopolíticos occidentales se mantienen apegados a la simplificación de que una abusona Rusia la ha tomado con la pequeña y valiente Georgia. Sin embargo, cualquiera que esté familiarizado con las políticas del Cáucaso sabe que un estado que se queja de ser víctima de otro estado vecino mayor que él puede ser sumamente sospechoso hasta en los menores detalles. Los pequeños nacionalismos raramente son apacibles.
Lo que es peor: los programas de “entrenamiento y equipamiento” occidentales en el patio trasero de Rusia no contribuyen a la paz y la estabilidad, menos aún si líderes tan píromanos como Saakashvili los contemplan como una garantía de apoyo a las crisis nacionales, incluso si son ellos mismos quienes las han provocado. Parece haber pensado que el valioso oleoducto que atraviesa su territorio y los asesores de la OTAN que se mezclan con sus tropas regulares le prevendrían de una reacción militar rusa ante una incursión georgiana en Osetia del Sur. El cálculo se ha demostrado desastroso.
La cuestión ahora es si se logrará contener el conflicto o si, por el contrario, occidente entrará en él, elevando la tensión a niveles críticos. Occidente ha empleado hasta la fecha acercamientos muy diferentes a la crisis de los Balcanes, donde los microestados pro-occidentales rápidamente consiguen embajadas, y el Cáucaso, donde las fronteras establecidas por Stalin se tienen por sacrosantas.
En los Balcanes occidente patrocinó la desintegración de la multiétnica Yugoslavia, alcanzando el clímax con el reconocimiento de la independencia de Kosovo en febrero. Si un microestado dominado por la mafia como Montenegro puede obtener el reconocimiento de occidente, ¿por qué no habrían de obtenerlo las naciones pro-rusas -también con defectos, también sin estado- y que también aspiran a la independencia?
Dada su extraordinaria complejidad étnica, Georgia es una post-Unión Soviética en miniatura. Si los occidentales concedieron rápidamente el derecho a la independencia de Rusia a las repúblicas no-rusas en 1991, ¿cuál es la lógica por la que los no-georgianos deban permanecer en un micro-imperio que, casualmente, resulta ser pro-occidental?
Los nacionalismos de otros pueblos son como los romances de los demás, o, mejor dicho, las peleas de perros. Son cosas en las que gente inteligente haría mejor en no entrometerse. Una guerra en el Cáucaso nunca es una cruzada moral sin tacha, ¿pero acaso alguna guerra lo es?
Mark Almond es profesor de historia en el Oriel College, Oxford.
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencinoar a sus autores y la fuente.
Enlace original: http://www.counterpunch.org/almond08092008.html
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