La fétida esclerosis vuelve sobre los mismos caminos. No es retórica. Es una realidad abominable, que exige, por deshonesta, enfrentarla con elemental principio profesional, humano y ético. Callar, nos hace cómplices.
El silencio, hoy, debe ser la última alternativa posible de quienes llevan con algún respeto su vestimenta americana y han aprendido, de algún modo, que cuando se habla de unidad para salvar la tierra, defender las mayorías y vivir lo que nos queda como seres inteligentes y avanzados en la escala biológica, hay que gritar la verdad por los cuatro vientos, aunque parezca increíble. El gobierno de los Estados Unidos y sus fervientes servidores no aceptan otra cosa que no se parezca a ellos, aunque, cualquiera, con un mínimo sentido común y en la línea límite de normalidad psíquica, se percata del fin y las causas. Por tal de vender su superioridad, arrastrar todo lo que se pueda y anexarse aliados, canjean hasta a quien los sacó del vientre.
Lo cochino del caso es que mucha gente inteligente todavía cree en el ya, por suerte, colapsado “modelo de vida americano”, NO de América, léase bien, sino de los Estados Unidos. A mi me gusta respetar, para que se me respete, aún cuando no coincida con los puntos de vistas “ajenos”.
Empero, las náuseas son inevitables al leer tanta opinión de pacotilla sobre Cuba, que ahora – aunque es una vieja y gastada lucha- toiticos le proponen cambios, le auguran encrucijadas, la ven en tres y dos y se la cuestionan cual filósofos del siglo XXV, así de lejito en el calendario por aquello de que tiempo futuro debe ser mejor, incluida la filosofía.
Nada tengo contra esa nación y mucho menos contra sus habitantes. En ese país viven muchas personas a las que quiero y valoro por sus virtudes humanas e, incluso, por el noble afecto y admiración por Cuba. El pueblo norteamericano no es el problema, amén de algunos resentidos, otros comprados y los más confundidos.
Entiendo – o creo entender- que derecha e izquierda tipifican la esencia de la ley de “contrarios”. En asuntos normales, algo está de este lado o del otro, pero en asuntos políticos, se forma el fanguero, sobre todo si el país se ha ganado con mucha dignidad, sacrificio, balas, sudor y lágrimas el bautizo de ser Faro de América Latina, acabó con el analfabetismo, convirtió los cuarteles en escuelas, electrificó los montes y poco a poco, en la medida que ha podido, modernizó los más apartados pueblitos de su geografía.
Calzó al campesino, construyó caminos, hizo puentes, repartió equitativamente la comida…hizo y hace tanto esta Revolución de Fidel Castro, que sería interminable este artículo. Y no es perfecta, nunca, ni la más alta dirección del país ha hecho tal asunción, todo lo contrario.
Quien de verdad, sin ego ni tramoya de credo, conoce su historia y es imparcial y justo al valorarla, tiene que decir que en cada discurso público, a cualquier nivel, o en cada análisis de una simple empresa con sus trabajadores, en la cuadra con los Comités de Defensa de la Revolución o la Federación de Mujeres Cubanas, prevalece la exhortación al mejoramiento, la crítica a lo mal hecho.
Esa es una de las tantas razones por la que existimos como proyecto socialista a pesar de tanta guerra de todos los colores a las que nos hemos enfrentado. Y también hemos ganado porque somos mayoría, duela a quien le duela, amén de algunos desagradecidos, otros ambiciosos y los que han decidido partir por mejorar sus vidas.
No se sabe cuantos pagan un precio mucho más alto, del que se quejan tienen acá los productos agrícolas en los agromercados. Al menos, en estos, si no llega a los 20 pesos para la libra de carne de cerdo, puede llevar la media, por diez. En el exilio, tengo varios testimonios, a la nostalgia, por ejemplo, no han podido ponerle precio y menos matarla con una coca cola o arrellanados en voluptuosas butacas de damasco.
Hablamos de cambio…pues, sí, en Cuba hay, con Raúl Castro, como también los hubo con Fidel Castro, muchísimos cambios.
Cuba es otra, aunque “afuera” –sobre todo para los de la derecha mal parqueada- marcha atrás todos los días. No tengo que mudarme para la metrópolis de La Giraldilla, la populosa Ciudad de La Habana, para notar los cambios en mi país.
Desde 1959 estamos cambiando. Hace medio siglo, vivimos en constante transformación. Pero la gran prensa no lo nota, al menos públicamente. Y un grupo de los nacionales que emigran, no solo para los Estados Unidos, padecen de amnesia. Es bochornoso leer los comentarios que dejan en los blog o los medios que “informan” sobre la Isla, antes, ahora y después.
La ¿pueril? omisión es casi perfecta, sino fuera porque el mundo sabe lo que sabe. El discurso del 26 de Julio, en Santiago de Cuba, lo bautizaron “como un cubo de agua fría”, sencillamente porque Raúl Castro resaltó los esfuerzos y todo cuanto se hace por resolver el problema del acueducto en la llamada segunda capital cubana.
No hay un punto y seguido para destacar la diferencia: en el mundo carecen de un abastecimiento constante del preciado líquido casi 1.200 millones de personas. En esta bloqueada nación, con una economía que aún no sale del impacto recibido en la década del 90 y de cara a una crisis mundial que pone en peligro, incluso, la vida en la tierra por estar comprometidos y bajo el designio de los poderosos neoliberalistas imperiales hasta los alimentos, dará, en un plazo de dos años, agua corriente, 24 horas, a los habitantes de la Ciudad Héroe: 423 mil 392.
Ese bienestar social que hoy no puede asegurar casi ningún país de este mundo, no presupone un cambio, no apunta al desarrollo. Elemental Watson, como diría Holmes. Reconocerlo valida al socialismo, abre ventanas de esperanza para los pobres de las favelas brasileñas. Haría saltar de alegría a miles de haitianos y en África, quizás, hasta se decrete una fiesta nacional.
Pero como se trata de Cuba, nada se transforma. Subrayo, no tengo que mudarme para La Habana, aunque solo el Programa de Restauración del Centro Histórico de La Habana Vieja, impulsado por el Comandante Fidel Castro en pleno Período Especial (surgido ante el derrumbe de la Unión Soviética), demuestra al mundo – como ha testificado Eusebio Leal, el Historiador de la Ciudad -, los muchos valores éticos, culturales y sociales que cultiva nuestro proyecto.
Las Tunas, mi ciudad natal, es obra viva de cuánto hemos cambiado y cambiamos a diario. Somos la Capital Iberoamericana de la Décima, la Capital de la Escultura, la cuna de los Derivados de la Caña. Éramos un pueblo analfabeto, campesino, sólo atravesado por una carretera central de Oriente a Occidente y viceversa.
El marabú campeaba por los cuatro puntos cardinales. En 1735, como la Parroquia de San Jerónimo, reunía a unos 700 habitantes. Hoy somos 533 mil 127 en la provincia y en su capital, del mismo nombre, viven 192 mil 967 tuneros. Su primer cine lo tuvo en 1905 y la luz eléctrica en 1913, Cero industrias al triunfar la Revolución. Ahora podemos hablar de gigantes sideromécanicos como la Empresa de Estructuras Metálicas y Aceros Inoxidables y la Fábrica del Mueble, por mencionar algunas con rublos importantes y créditos ganados en el mercado nacional e internacional.
Contamos con un hospital en cada uno de los ocho municipios, que prestan todos los servicios con personal especializado y equipamiento de última tecnología. En el siglo XIX solo existía una casa de socorro. Hasta 1959 ejercieron la medicina, casi siempre de tránsito y cobrando la consulta, 58 galenos. Esta provincia, preñada de curanderos, brujos y espiritistas para “sanar” al pueblo a lo largo de su historia, tenía mil 258 Médicos de la Familia en el 2001, con un total de 229.7 habitantes por médico.
En el recién concluido curso escolar obtuvieron el título otros mil 170 médicos, estomatólogos, enfermeros y tecnólogos en las diferentes especialidades. El cambio más notable es que, justamente, se graduaron en la Facultad de Ciencias Médicas Doctor Zoilo Marinello de esta provincia, fundada también con la Revolución hace 26 años y de la que han egresado 11 mil 120 especialistas. Jamás fue posible con los anteriores gobiernos.
Tal panacea evidentemente humana y altruista permite hoy que una de las más subdesarrolladas regiones cubanas tenga una tasa de mortalidad infantil inferior a cinco por mil nacidos vivos, por debajo de la media nacional de Cuba, reportada con la tasa más baja entre las naciones del Tercer Mundo y comparable con las altamente desarrolladas.
En Singapur, las estadísticas cuentan que en el 2001 había 424 enfermeros cada 100 mil personas. En mi terruño, ese mismo año, la cifra llegaba a 621,0. Belice, al que superamos en población, la tasa de mortalidad en menores de cinco años por mil nacidos vivos (2006) es de 16, en tanto acá, un quinquenio antes, era 9,3. Esto pasa con el socialismo. No sucede en Estados Unidos. Allí 50 millones de norteamericanos carecen de acceso a los cuidados médicos o a las redes de seguridad. Ni tampoco uno encuentra referencias al "desorden" en las pocas noticias acerca de Honduras, África Sub-Sahariana y otras naciones del Tercer Mundo donde las mayorías carecen de alimentos, educación y cuidados médicos, testifican en un artículo Saul Landau, del Instituto para Estudios de Política, y Nelson Valdés, profesor Emérito de la Universidad de Nuevo México.
Solo los ingenuos, los despatriados, los que se adhieren a cualquier goma de mascar y creen que su ombligo es el más importante y el único con derecho a tener una comida sana, un pupitre en un aula y una cama hospitalaria pueden negar que este país, Cuba Socialista, está en constante cambio. Lean diccionarios quienes los califican de periféricos, intrascendentes o colorete doméstico.
Aquí, con la Revolución, ninguna madre ha tenido que ir a una plaza y levantar pancartas con fotos de familiares desaparecidos. No muere un niño por hambre. El pueblo va al hospital hasta por un simple dolor de cabeza. Y no le cuesta nada, como tampoco la más complicada de las intervenciones quirúrgicas.
Ir a la escuela, desde los cinco años o una guardería infantil, al primer año, es tan común como ver volar las mariposas, contemplar el romántico guiño de las estrellas o encontrar gorriones en todas las aceras y ciudades.
Un amigo, que vive muy bien en New York, pero no usa banderetas como los caballos, duerme añorando un pedazo de cielo limpio, que no lo neutralicen las grandes luminarias, la publicidad que ponzoña a los millones de desempleados que jamás podrán comprar un Mercedes ni pagarle al perro que no tienen – porque tampoco pueden mantenerlo – un hotel para irse de vacaciones.
La gran prensa no lo dice. Eso sería cerrarse el juego. Ese juego sucio, macabro, desleal, injusto y draculeano que no considera personas ni a sus propios nacionales. En Estados Unidos y España hay muchos excluidos que pueden hacer el cuento.
Graciela Guerrero Garay
Insurgente
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