Si un novelista hubiera escrito en 1950 que el ejército ruso bombardearía en 2008 la ciudad de Gori, donde nació Stalin, la crítica habría señalado que el escritor estaba influido por alguna droga ultrapenetrante, o que ese día se había bajado tres botellas de vodka. Si algún literato, en la década del ’50, hubiera previsto en sus líneas narrativas que un ruso nacido, criado y educado en la Unión Soviética, compraría un castillo en la Costa Azul francesa por 500 millones de euros –como ocurrió este año–, se hubiera dicho en aquel tiempo, con sorna, que el pobre escritor tenía un carcinoma en el cerebro. Si un autor de teatro hubiera descripto en 1919, en una escena de comedia, que un dirigente de un sindicato alemán, en 2008, usaría pasajes regalados por una empresa para él y su mujer en primera clase de un avión para pasar sus vacaciones en el Caribe, ese dramaturgo habría sido calificado de “extraviado, psicópata y paranoico”. Claro, con razón, porque pensemos que en 1919 los obreros que se levantaron contra el Káiser, contra la guerra y contra la injusticia, ni siquiera llevaban un sandwich de milanesa en el bolsillo ni sus dirigentes cobraban ningún sueldo. Y ahora sí: acaba de suceder con el señor Bsirske, secretario general de uno de los más importantes sindicatos de Alemania. En la Argentina, Bsirske pasaría a formar parte de la galería de los llamados “gordos”. El capitalismo echa a perder todo, ha dicho más de un sociólogo realista.
Y ya lo estamos viendo en esta Europa: para tratar de detener la violencia, al primer ministro Berlusconi no se le ha ocurrido otra cosa que poner al ejército en las calles italianas. Violencia contra violencia. Esto ha alarmado hasta a la grey católica. El semanario católico, bien burgués, La Famiglia Cristiana, de Roma, ha pegado un verdadero alarido de alerta. En su editorial señala que Italia se acerca a un nuevo fascismo. Así, sin remilgos. Principalmente, critica la “increíble dureza” berlusconiana contra los rumanos y los gitanos que viven en Italia. Y contra la política que se lleva a cabo contra los inmigrantes. Esa publicación critica también las leyes que favorecen sólo a Berlusconi, la política de medios y la participación italiana en la guerra de Irak. Pero, claro, eso lo dice la revista católica y no el Papa. El papa Ratzinger, por supuesto, se apresuró a distanciarse de la publicación a través de su vocero Federico Lombardi, quien salió a la palestra para expresar que esa opinión no es la del Papa ni la de la conferencia de obispos italianos. A lo que el valiente cura Antonio Sciortino, director de la publicación, respondió: “Nosotros nos inspiramos en el Evangelio”. Siempre hay hermosas excepciones en la historia.
El mundo de hoy. La historia repetida: otra guerra más, bombardeos, matanzas de civiles. Pobreza. Destrucción de la naturaleza. “Basta de Realpolitik”, ha clamado un grupo de docentes alemanes. Hasta el ex secretario general de la Democracia Cristiana alemana, y antiguo ministro del gobierno conservador de Kohl, Heiner Geissler, dio la voz de alerta “ante el capitalismo desenfrenado”. Y terminó sus declaraciones con estas palabras, increíbles para un miembro de su partido: “El capitalismo es tan falso como el comunismo”.
Algo que ya tendría que adoptar todo el cristianismo como base filosófica. Porque, ¿acaso tenemos que repetir las cifras de los muertos en las guerras, de los muertos por hambre, de la destrucción de la naturaleza y la explotación de los bienes de la tierra? Acaba de publicarse el libro del historiador Karlheinz Deschner, cuyo título lo dice todo: Historia de los crímenes del cristianismo. El capítulo 9 se dedica a los acontecimientos de mediados del siglo XVI hasta principios del siglo XVIII. Es un libro no para abjurar de la fe cristiana sino para detallar cómo fue utilizado su nombre para crímenes de lesa humanidad. Por ejemplo, lo ocurrido en América. Calcula el historiador que si en 1650 vivían 4 millones de personas pertenecientes a los pueblos originarios, en 1492, cuando llegó Colón, ese número sería de 7 millones. Nos habla de la matanza realizada por españoles y portugueses, y de la reducción a la esclavitud de los originarios. En una pintura de época se muestra con orgullo cómo a los indios que se negaban a trabajar se les amputaban las dos manos y, en otros casos, también los dos pies. Nunca –nos dice el autor– se levantó una voz oficial de los organismos de la Iglesia contra esa “justicia” de los cristianos. Eso hicieron los católicos; pero los protestantes de Gran Bretaña no les fueron en zaga. Entre 1680 y 1786 transportaron a la América hispana a 2.130.000 esclavos africanos. Para los colonos norteamericanos era algo natural declarar “ilegales” a los indios que habitaban sus “regiones conquistadas”, y siempre estaban dispuestos a pagar hasta cien libras por la cabellera de un natural de esas regiones. No se encuentran documentos oficiales de la época de las iglesias protestantes en los que se juzgara, aunque fuera moralmente, estos actos de salvajismo. Lo mismo se puede decir de los musulmanes, que en trece siglos llevaron como esclavos a sus tierras 17 millones de africanos. Estos fueron obligados a trabajar hasta morir. Un verdadero genocidio. Y lo peor de esta historia es que los jeques africanos entregaban a los árabes a su propia gente a cambio de tranquilidad y buena vida.
Pero de eso no se habla; ni de lo que hicieron los españoles con los pueblos originarios –las grandes matanzas–, ni de lo que hicieron los británicos con sus esclavos africanos y también con los pueblos que conquistaron. Como tampoco se habla sobre qué hicieron los norteamericanos después de su independencia con sus esclavos y sus pueblos originarios, ni tampoco en la Argentina se enseña la verdad sobre cuál fue la historia de esos pueblos después de la independencia de España.
La actualidad nos obliga más que nunca a comenzar a aprender lo que se hizo mal en el pasado. Por eso es para aplaudir la polémica que se ha iniciado en la Argentina de algo que parece superficial o que “ya pasó” y que, sin embargo, es fundamental para lograr justicia y paz en la sociedad. Pongo por ejemplo el interesante debate que se ha iniciado para cambiar al general Roca del billete de cien pesos por Juana Azurduy. Cuando la diputada Merchán presentó su proyecto, de inmediato el diario La Nación, claro está, a través del diputado radical García Hamilton, se opuso sosteniendo que la campaña de Roca se hizo contra los indios chilenos. Un disparate histórico sostenido como tesis por Mariano Grondona. Esos “indios” existían muchos siglos antes que los límites artificiales que establecieron “los blancos”. Pero lo interesante es el debate que se ha iniciado y los argumentos que presentarán los diputados y senadores cuando se discuta el proyecto. Son pasos adelante los que se dan para no aceptar la historia que manejó “el poder”. Como en Concordia, donde el Concejo Deliberante aprobó por unanimidad el cambio de nombre de la costanera llamada “General Roca”. Y también la municipalidad de Ingeniero Huergo, que cambió de nombre la calle Roca por Aimé Painé, la sensible cantora patagónica. Otro ejemplo de coraje civil que muestra la búsqueda de ética que siempre subyace en los pueblos: el puente para entrar a El Calafate llevará el nombre de Ramón Pantín, el joven de ese pueblo que en las huelgas de 1921 decidió acompañar a los huelguistas del campo porque comprobó la razón que tenían en el movimiento. Y fue fusilado por el Ejército argentino en la estancia La Anita, acusado por el administrador inglés de esa estancia, Robert Ridell, de ser “activista”. Finalmente la Historia siempre hace justicia. Se recuerda el nombre del joven Pantín y no el del mercenario inglés.
Como lo está haciendo la Justicia argentina –con bastante demora, por cierto– con los criminales desaparecedores de personas del ’76. Y aquí debemos mencionar la actitud de la asociación H.I.J.O.S. de Alto Valle, que elaboró un magnífico cuaderno, muy didáctico, sobre en qué consistió la represión del ’76 al ’83 y por qué se debía hacer justicia. El cuaderno se llama Justicia con vos y es repartido en los colegios. Una forma noble y democrática de llevar la verdad a las bases populares.
Señor Berlusconi: la paz no se logra con el ejército en la calle ni con impresiones digitales de los niños gitanos, sino con trabajo para todos, con el digno reparto. Con la dignidad, no con la Colt 45.
Osvaldo Bayer
Desde Bonn, Alemania
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