domingo, octubre 27, 2019

Chile y el nuevo ciclo de lucha de clases en América Latina



Las jornadas revolucionarias en Chile son el punto más alto hasta el momento de un nuevo ciclo político que comienza a atravesar América Latina. No es un caso aislado, se da en el marco del retorno de la lucha de clases a nivel internacional que va desde Francia y el Estado Español, hasta Hong Kong, pasando por el Líbano, Irak, entre otros. Sus causas son profundas. La crisis de 2008 marcó un punto de inflexión, la desigualdad que genera el capitalismo llega a niveles cada vez más insoportables, los partidos tradicionales se hunden, la llamada “globalización” está en crisis y el nacionalismo de las grandes potencias está de vuelta.
La hegemonía neoliberal se encuentra en crisis a nivel internacional. Es todo un símbolo que hoy estalle en Chile, su gran laboratorio de pruebas bajo la dictadura de Pinochet, con los “Chicago Boys” entrenados en EE. UU. En el caso particular de nuestra región, la crisis del neoliberalismo a principios de siglo se adelantó respecto al resto del mundo. El principio del siglo XXI vio la irrupción de las masas haciendo caer presidentes en Ecuador, Bolivia, Argentina, y derrotando un golpe imperialista en Venezuela en 2002. Estos procesos fueron desviados, dando lugar a un segundo ciclo, el de los gobiernos “posneoliberales”, que pudo sustentarse gracias al repunte económico motorizado por el histórico “boom” de las commodities.
Cuando aquel boom comenzó a agotarse y la crisis golpeó sistemáticamente en la región a partir de 2013/14, quedó expuesto el fracaso del posneoliberalismo en tanto apuesta al desarrollo de las burguesías nacionales desde (o con el impulso clave de) el Estado. Un escenario que daría lugar a un tercer ciclo, marcado por el ascenso de la derecha, Macri en Argentina, Piñera en Chile, Kuczynski en Perú, y el golpe institucional en Brasil, así como a la derechización del propio personal político “posneoliberal”, con casos emblemáticos como Daniel Ortega en Nicaragua o Lenín Moreno en Ecuador. Su punto más alto fue el ascenso del populismo de derecha de Bolsonaro en Brasil. Mientras que el frustrado golpe imperialista en Venezuela de este año marcó el principio de su declive.
Los procesos que han atravesado Puerto Rico, Honduras, Haití, Ecuador, y a los que ahora se suma Chile, marcan la entrada de América Latina en un nuevo ciclo signado por la emergencia de la lucha de clases. Las diferentes capas de cada uno de los ciclos políticos anteriores se combinan dando lugar a un escenario heterogéneo. Están lejos las condiciones económicas excepcionales que permitieron aplacar el ciclo de levantamientos de principios de siglo, en buena medida impulsadas en aquel entonces por la expansión China, hoy embarcada en una guerra comercial con EE. UU. El aumento exponencial de la desigualdad, los pronósticos de bajo crecimiento, los precios devaluados de las materias primas plantean crecientemente un juego de suma cero (y endeudamiento) para los capitalistas que apelan a diferentes mecanismos para atacar (directa o indirectamente) al movimiento de masas.
Frente al “malmenorismo” de las variantes posneoliberales, la acción de masas ha mostrado cómo hacer retroceder los ataques tanto en Ecuador como en Chile. La burguesía se ve obligada a hacer concesiones para no perderlo todo. Sin embargo, no podemos abordar la situación actual de la misma manera que las situaciones evolutivas anteriores, marcadas por la posibilidad de conseguir ciertas concesiones bajo el paraguas del Estado y no luchando contra él. Se trata de cambios bruscos en las relaciones de fuerza, situaciones de crisis que pueden evolucionar o no hacia situaciones revolucionarias, ser desviadas, o llevar a salidas reaccionarias. El resultado global de este ciclo no surgirá de la sumatoria de los múltiples resultados parciales, visto estratégicamente lo que se está poniendo sobre la mesa es la posibilidad o no de clausurar décadas de saqueo y abrir un camino revolucionario en la región.

Jornadas revolucionarias

Recientemente, tanto Ecuador como Chile vivieron jornadas revolucionarias, algo mucho más importante que una suma de manifestaciones, con acciones que rompen en alguna medida los marcos de la legalidad burguesa. Vimos elementos en este sentido en ambos países. Los gritos populares de “Fuera Lenín Moreno” y “Fuera Piñera” atravesaron las calles. Amenazados de caer como producto de la movilización de masas, tanto Moreno semanas atrás, como el propio Piñera está intentando ahora, buscan sostenerse gracias a una combinación de represión –con estado de excepción incluido–, concesiones parciales, y gracias a la acción de diferentes burocracias que, como se muestra en los recientes acontecimientos, cumplen un papel determinante en los momentos claves para el sostenimiento del régimen burgués.
Hace solo un par de semanas, en Ecuador vimos la respuesta al “paquetazo” de Lenín Moreno –llegado al gobierno originalmente de la mano de Correa– para cumplir con el FMI. El mismo dio lugar a más de diez días de imponentes bloqueos y movilizaciones que enfrentaron la represión policial y militar en las calles. No solo en Quito sino también en muchas localidades del interior, con escenarios de batalla como la que se dio en la comunidad de la Esperanza, donde sobre una población mayoritariamente indígena de unas 8 mil personas, se organizaron más de 1500 –especialmente jóvenes– para enfrentar a las fuerzas represivas. El 12 de octubre fue el momento más alto del levantamiento en Quito, donde la población de la capital salió en masa a las calles, y no casualmente fue la mayor represión utilizando armas de fuego y francotiradores.
La rebelión contó con participación de las masas, pero el protagonismo político y mediático cayó especialmente sobre la Conaie (Confederación de Nacionalidades Indígenas). Su conducción buscó a lo largo de los días mantener separado en las calles al movimiento indígena de otros sectores movilizados, esgrimiendo como justificación que pretendían no mezclarse con el “correísmo”. Mientras aún salía humo de las barricadas y continuaba la represión, se sentaron a la mesa de “diálogo” con Moreno. Cuando este se vio obligado a dar marcha atrás con el decreto 883 por la fuerza que estaban adquiriendo las movilizaciones, la dirección de la Conaie se allanó a desactivar la calle, salvando de hecho la cabeza de Moreno sin que este hubiera siquiera liberado a los presos, ni eliminado el estado de excepción, ni dado respuesta al conjunto de las demandas del movimiento.
Esta última semana vimos jornadas revolucionarias en Chile. Las evasiones y liberación de molinetes en el subte protagonizada por la juventud secundaria despertaron la simpatía de millones, y para el viernes 18 derivaron en una rebelión cada vez más masiva. Las ocupaciones del metro fueron brutalmente reprimidas. La respuesta de Piñera implementando la “ley de seguridad interior del Estado” de la dictadura desató la ira popular el sábado 19 en Santiago y las comunas de la periferia con movilizaciones, piquetes, cacerolazos y enfrentamientos con la policía. Le siguió la declaración del “estado de emergencia constitucional” que no hizo más que profundizar el levantamiento. El “santiagazo” terminó por extenderse nacionalmente en un levantamiento popular en contra de Piñera, de un régimen heredero del pinochetismo y de una sociedad donde todo está privatizado, donde el 50 % de los hogares más pobres tiene el 2,1 % de la riqueza neta del país, mientras que el 1 % más rico concentra un 26,5 %.
Luego, el gobierno anunciaría la “suspensión” del aumento del transporte al tiempo que con los militares decretaba el “toque de queda” que no se aplicaba desde la dictadura. El mismo fue desafiado con barricadas, cacerolazos, y se desató una ola de ira, con colectivos quemados, cientos de saqueos a grandes establecimientos, quema de cabinas de la policía y edificios públicos. Los enfrentamientos continuaron durante el domingo 20. El lunes 21 se desarrollaron manifestaciones masivas en todo el país. Entonces Piñera declaraba “estamos en guerra” y la respuesta fueron las manifestaciones masivas el martes 22. Junto con la juventud estudiantil, entraron en escena sectores estratégicos de la clase obrera, paró el 90 % de los puertos y los mineros de Escondida paralizaron la mina privada más grande del mundo. Bajo la presión de estos hechos, la burocracia de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) convocó a la “huelga general” con movilización dejando de lado su planteo –a esas alturas irrealizable– de “paro con calles vacías”.
El martes a la noche, el gobierno lanzó la maniobra de la llamada “agenda social” que concede algunas migajas para proteger al régimen social y político heredero del pinochetismo. El miércoles, en el marco del paro, se movilizaron en todo Chile cientos de miles de personas, entre trabajadores, jóvenes, pobladores, mujeres, comunidades originarias. Marcharon con sus banderas trabajadores del sector público, de la salud, docentes, mineros, portuarios, sindicatos del comercio y servicios. Miles de estudiantes secundarios, universitarios y jóvenes trabajadores protagonizaron choques en Plaza Italia y La Alameda, aunque de conjunto fueron enfrentamientos menores. La huelga y las movilizaciones continuaron también el jueves. Pero simultáneamente la izquierda del régimen, el Partido Comunista y el Frente Amplio, con sus respectivas burocracias sindicales, estudiantiles y “sociales”, redoblaron abiertamente su salida en auxilio de Piñera para salvarle la cabeza.
Entre la explosión de odio social y los intentos de salida institucional
El proceso chileno comenzó como un levantamiento espontáneo que sorprendió a propios y ajenos. Ninguna de las organizaciones políticas, sindicales o estudiantiles más importantes estuvo a la cabeza manteniéndose al margen, pero el conflicto fue escalando como respuesta a la acción del gobierno.
En un segundo momento, presionadas por los acontecimientos, las direcciones burocráticas del movimiento obrero, estudiantil y “social”, en su mayoría pertenecientes al PC y al Frente Amplio, dieron un giro con el llamado a una “huelga general”, pensada en realidad como un paro para descomprimir la bronca masiva. Piñera también dio su propio giro del “estamos en guerra” a la “agenda social” tratando de dividir al movimiento, separando a los sectores medios, para seguir reprimiendo brutalmente a los pobres en la periferia y evitar que las movilizaciones apunten en las calles a los centros del poder. Junto con ello se desarrolló una campaña masiva de los grandes medios de comunicación contraponiendo el movimiento pacífico y festivo de sectores medios, a las acciones más combativas de la vanguardia juvenil y criminalizando a los sectores más pobres.
En este juego de roles, el PC, Frente Amplio y sus respectivas burocracias pasaron de rechazar el diálogo hasta tanto se retiren los militares de las calles, a apuntalar la trampa del “diálogo” exigiendo que incluya a “las organizaciones sociales y ciudadanas” [1]. Paralelamente los diputados y diputadas de ambas formaciones protagonizaron un circo parlamentario donde se abordan diferentes medidas por fuera de la realidad de un país en llamas con los militares reprimiendo y matando en las calles. Una de las principales referentes del PC, Camila Vallejos, mientras festejaba la media sanción de la jornada laboral de 40 horas en la cámara de diputados señalaba que “no se trata de ir contra el presidente”. Una izquierda del régimen que dejó expuesto que a lo sumo se propone parasitar al movimiento, no desarrollarlo, siendo clave en que ni el movimiento obrero ni, sobre todo, el movimiento estudiantil que fue protagonista aparezcan con sus organizaciones con fuerza.
En este contexto es que tiene lugar un tercer momento, marcado por la masificación de las manifestaciones del viernes 25, las más grandes desde el fin de la dictadura, que en Santiago superaron largamente el millón de personas, y con marchas masivas en todo el país. En ellas se expresaban los canticos de “fuera Piñera” y el masivo repudio a la represión. Convocadas originalmente por las redes sociales, el tono de las manifestaciones fue pacífico y festivo, casi sin enfrentamientos, diferente al de las acciones del primer momento del proceso, marcadas la explosión del odio social de millones de pobres y sectores marginales –catalogada sintomáticamente por Cecilia Morel como “invasión extranjera alienígena”– y de la juventud, respondiendo a la represión del gobierno. Esta explosión solo la pudieron controlar a punta de pistola y palos. Valparaíso el viernes fue una excepción, con una dinámica distinta donde 20 mil personas que avanzaron hacia el Congreso fueron brutalmente reprimidas.
La masividad motivó el cínico “saludo” de Piñera a las movilizaciones. El sábado 26 continuó tratando de hacer equilibrio en la cuerda floja con su “agenda social”, que la aplastante mayoría de la población rechaza, adosándole la promesa de cambiar el gabinete y la posibilidad de levantar el estado de emergencia, luego de haber dejado un reguero de muertos, miles de heridos y detenidos. La política de “concesiones” parciales con letra chica, de renuncia de ministros, o incluso mayores concesiones, como pide nada menos que el Financial Times, o el propio Luksic, dueño de uno de los mayores conglomerados de Chile, no son más que un intento de defender un objetivo mayor: evitar que el gobierno de Piñera caiga producto de la acción directa de las masas, poniendo en entredicho el conjunto de la herencia de la dictadura pinochetista.

Los tipos de conflicto y cómo evaluar sus resultados

En su clásico tratado, Carl Clausewitz distinguía entre los conflictos “con objetivos limitados” y aquellos donde lo que se busca es “la decisión”, la derrota del contrincante. En ambos casos los resultados se miden de formas muy diferentes. En el primer caso, se trata “de resultados aislados independientes, donde al igual que con las diferentes manos de un juego, el resultado precedente no tiene influencia sobre los que le siguen; aquí, por lo tanto, todo depende solo de la suma total de los resultados”. En el segundo, “todo es efecto de causas necesarias, una cosa afecta rápidamente a la otra […] existe un solo resultado, a saber, el resultado final”, de ahí que el conflicto se presente como “un todo indivisible” [2]. Cuando hablamos de jornadas revolucionarias como la chilena, el segundo abordaje es el que cuenta.
En Chile la espontaneidad del movimiento de masas ha modificado la relación de fuerzas. Sin embargo, el operativo de salvataje a Piñera está en pleno desarrollo. La política del PC de reducir el “fuera Piñera” a una “acusación constitucional” para que su destitución la decida el Senado, el diálogo con Piñera “sin exclusiones” que impulsan junto con el Frente Amplio, o la Asamblea Constituyente en los marcos del régimen actual que plantean ambos partidos no son más que versiones “de izquierda” del salvataje institucional. Justamente porque, como se grita en las calles, “no son 30 pesos, son 30 años”, no es posible imponer una salida a favor del pueblo trabajador con los mecanismos del mismo régimen heredero del pinochetismo.
Como señala Rafaella Ruilova en su artículo del semanario Ideas Socialistas, frente a las trampas y maniobras es necesario poner en pie organizaciones independientes que sean capaces de reunir a todos los sectores en lucha que desde el régimen se pretende dividir, cuando no atomizar. De aquí la importancia de organizar en todos los lugares los organismos de autoorganización, asambleas, cordones, comités o coordinadoras de trabajadores, estudiantes y vecinos, junto con la exigencia a las respectivas burocracias. En este sentido, constituyen símbolos significativos para el camino de la autoorganización, los ejemplos que comienzan a desarrollarse como el Comité de emergencia y resguardo en Antofagasta, o en Valparaiso alrededor del hospital Barros Luco, o del Sindicato Unificado del GAM en Santiago.
Si hay algo que demostraron las jornadas revolucionarias es que solo mediante la lucha y la movilización se puede torcer el brazo de los opresores. Solamente con los métodos de la lucha de clases, de una huelga general política –en el sentido “de combate” que le daba Rosa Luxemburgo y no meramente “de presión” como la concibe la dirección de la CUT– se puede sacar a Piñera e imponer una salida favorable al pueblo trabajador. Como plantea Juan Valenzuela, es en este sentido que los socialistas revolucionarios proponemos una Asamblea Constituyente verdaderamente libre y soberanamente, sobre las ruinas del régimen heredero de la dictadura, que resuelva todas medidas fundamentales para ello, al tiempo que luchamos por un gobierno del pueblo trabajador que arranque definitivamente el poder a los capitalistas.
Es esta la perspectiva con que están interviniendo cientos de compañeros y compañeras que conforman el Partido de Trabajadores Revolucionarios (PTR) en Santiago, Antofagasta, Valparaíso, Arica, Temuco, Puerto Montt, Rancagua y otras de las principales ciudades del país, en las calles, en los establecimientos de trabajo y de estudio, y desde La Izquierda Diario Chile que con la rebelión popular alcanzó un millón de vistas en octubre, llegando a importantes sectores del movimiento.

Los tiempos nuevos

Es claro que la situación de la lucha de clases está cambiando, más acá y más allá de América Latina. No solo el famoso slogan “there is no alternative” (no hay alternativa) del apogeo del neoliberalismo, sino también el discurso de la resignación malmenorista del neorreformismo o el “posneoliberalismo” latinoamericano están cuestionados por esta nueva oleada. Tanto Ecuador como Chile muestran el camino para derrotar los ajustes y planes de ataque al pueblo trabajador. Pero lejos está de ser un camino despejado, ni mucho menos, como los acontecimientos lo demuestran. El resultado de cada uno de estos enfrentamientos desde luego no es neutro.
Según Eduardo Febbro: “La secuencia rebelde la abrió la Argentina en 2017 cuando el poder macrista reprimió la protesta social contra la reforma de las pensiones”. La afirmación puede ser discutible, especialmente por la diferente envergadura de los procesos, pero lo cierto es que la acción de la burocracia sindical y el kirchnerismo fue clave para liquidar la perspectiva de lucha de clases que dejaron planteadas aquellas jornadas del 14 y 18 de diciembre y garantizar la gobernabilidad de Macri. El costo de este desvío fue nada menos que permitir la hipoteca del país en manos del FMI, una fenomenal devaluación, espiral inflacionaria, recesión, la pérdida de más de un cuarto del poder adquisitivo del salario, más de la mitad de niños y niñas en pobreza y una sucesión ininterrumpida de tarifazos, todo lo cual permitió a los bancos, los grandes capitalistas y el agropower continuar llevándose en pala. La misma herencia que ahora el Frente de Todos dice que hay que afrontar, empezando por la deuda, eso sí, prometiendo “repartir los costos”.
Cabe recordarlo, ya que no se trata simplemente de un balance del pasado sino de un punto de vista con que es necesario ver el presente en este nuevo ciclo de lucha de clases, que todo indica que vino para quedarse.

Matías Maiello

[1] El PC lanzó la exigencia de la participación de la “Mesa de la Unidad Sindical” compuesta por organizaciones dirigidas por ellos y el FA, incluyendo a la CUT, el Colegio de Profesores, Confech (estudiantes), Coordinadora No + AFP (contra la jubilación privada), Confusam (salud), CONES (secundarios), la Federación de Trabajadores del Cobre, entre otros.
[2] Clausewitz, Carl von, De la guerra, Buenos Aires, Solar, 1983, pp. 541-542.

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