La COVID-19 ha dejado al descubierto la necesidad de volver a considerar la esperanza y el dinero invertido en la investigación genética
Desde su nacimiento hace 30 años los defensores del Proyecto del Genoma Humano han venido prometiendo que la investigación genética producirá incalculables beneficios de salud para todos nosotros. De hecho, en 1990, James Watson afirmó que no avanzar en el proyecto y no introducir esos beneficios lo más rápido posible sería “esencialmente inmoral”.
Sin embargo, la crisis de la COVID ofrece una oportunidad en absoluto deseada para analizar las promesas de esos valedores y volver a calibrar la esperanza y el dinero que invertimos en genética. Tal escrutinio y reajuste pueden ser pequeños pasos en el camino hacia el cumplimiento del compromiso declarado de nuestra nación con la salud de todos nosotros.
Volver a calibrar no supone abandonar. En medio de la crisis, las herramientas de investigación basadas en la genética ofrecen algunas oportunidades excepcionales para el optimismo. Permiten rastrear la propagación del virus y detectar su presencia en los individuos, y pueden ayudar a crear una vacuna que proteja la salud de todos nosotros.
Sin embargo, en medio de esta crisis resulta imposible ignorar el impacto obsceno y grotescamente desproporcionado que el virus tiene en la salud de algunos de nosotros. Sí, es probable que algunas personas estén genéticamente predispuestas a ser más o menos susceptibles al virus. Pero ningún genetista sugiere que las diferencias genéticas sean una parte importante de la explicación de por qué el virus afecta de forma distinta a los diversos grupos sociales. Ningún genetista afirma que las diferencias genéticas ayuden a explicar por qué un médico del noroeste de Oregón dice que se ha descubierto que los latinos tienen “veinte veces más probabilidades que otros pacientes de tener el virus”. Tampoco ningún genetista sugiere que las diferencias genéticas ayuden a explicar por qué, según un análisis del Washington Post, “los condados que son mayoritariamente negros tienen tres veces la tasa de infecciones y casi seis veces la tasa de muertes que los condados donde hay una preponderancia de residentes blancos”.
Resulta más bien obvio que esos diferentes impactos se deben a las distintas condiciones sociales a las que están expuestos los diversos grupos. Cuanto menor sea el acceso a empleos decentes, vivienda, educación, nutrición, agua y aire limpios, mayor será la probabilidad de que los miembros de esos grupos estén expuestos al virus, mayores serán las condiciones de salud subyacentes que afectarán a esos grupos y mayores serán los impactos negativos en la salud de los miembros de esas comunidades sociales.
Y, sin embargo, seguimos volcando excesivamente nuestra esperanza en la genética, a pesar de que con cada año que pasa entendemos con más detalle por qué la genética no puede aportar tanto como prometía. Recientemente, el genetista Francis Collins, que una vez dirigió el Proyecto Genoma Humano y que ahora está al frente de los 27 Institutos Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés), declaró al Wall Street Journal con admirable franqueza e impresionante sutileza: “La arquitectura genética de las enfermedades comunes está resultando mucho más elaborada de lo que podíamos haber imaginado”. Es decir, debido a la increíble complejidad de las vías, desde los genes hasta los tipos de enfermedades comunes (como la diabetes), que hacen que las personas sean más vulnerables a un virus como el coronavirus, la genética no ha sido capaz de ofrecer la variedad de beneficios para la salud que los genetistas imaginaron 30 hace años.
A pesar del hecho de que durante años hemos sabido que la genética no va a aportar tantos beneficios en la salud para ningún grupo social como se había previsto, el entusiasmo por la genética en los NIH no ha decaído. En 2016, el año en que los NIH lanzaron una importante iniciativa de investigación centrada en la genética, gastó más de la mitad de su presupuesto de 26.000 millones de dólares para estudios externos en investigaciones que podrían estar vinculadas a términos de búsqueda que incluyen genes, genomas, células madre o medicina regenerativa.
Ese nuevo e importante programa, llamado All of Us, tiene como objetivo adaptar la atención médica a los genomas de las personas, al igual que los sastres crean ropa para adaptarla a sus clientes. Para lograr ese fin, el NIH está tratando de inscribir a un millón de personas en el programa y lo hacen con una retórica que se aleja de forma notable de la retórica generalmente utilizada para reclutar personas en la investigación sanitaria.
Partiendo de la invocación estadounidense tradicional de autonomía en materia de las investigaciones sobre la salud, los defensores del programa All of Us hacen un llamamiento al valor de la solidaridad. Como la filósofa y bioética Carolyn Neuhaus expone en un próximo ensayo en una colección especial del Informe del Centro Hastings, el programa All of Us apela «al sentido del deber cívico de cada uno de nosotros, el suyo, el mío, para mejorar la salud de todos y de los futuros estadounidenses”. Es decir, según la retórica del programa All of Us, tenemos el deber cívico, la obligación ética basada en la solidaridad, de participar en este proyecto de investigación, incluyendo la donación de nuestros genomas a la base de datos del proyecto.
Además, el programa All of Us es explícito en su compromiso de mejorar la atención médica de aquellos de nosotros que estemos incluidos en grupos sociales históricamente discriminados. De hecho, los entusiastas del All of Us han llegado a sugerir que el programa ayudará a “reducir y finalmente eliminar las disparidades en la salud”. El autor principal de ese artículo no trabajaba en el Instituto Nacional de Investigación del Genoma Humano, sino en el Instituto Nacional de Salud de las Minorías y Disparidades Sanitarias.
El problema aquí no es que se carezca de buenas intenciones, ni de una hermosa visión de la salud para todos nosotros. El problema radica en la ausencia de hechos que respalden la esperanza en que la genética pueda ser clave para hacer realidad esa visión. El Proyecto Genoma Humano ha producido algunos beneficios de salud verdaderamente grandes para algunas personas, la mayoría de los cuales tienen que ver con las pruebas y tratamiento de cánceres hereditarios. Y, nuevamente, las herramientas de investigación genética pueden ser cruciales para poner fin a nuestra actual crisis de atención médica. Pero esas herramientas no van a reducir, y mucho menos a eliminar, las disparidades en la salud producidas por las injustas condiciones sociales que son tan terriblemente obvias en nuestra actual crisis.
Por supuesto, si solo nos limitamos a invertir menos dinero y esperanza en la genética tampoco van a reducirse esas disparidades. Pero sería un pequeño paso en la dirección correcta si nuestros NIH desarrollaran una visión más realista y honesta del papel que la genética puede desempeñar en la promoción de la salud de todos nosotros.
Erik Parens
Fuentes: Scientific American
El Dr. Erik Parens es un destacado investigador del Hastings Center, un instituto de investigación de bioética en Garrison, Nueva York.
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.
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