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viernes, junio 19, 2020
Estados Unidos - China: entre la guerra fría y la guerra caliente
La tensión entre Estados Unidos y China va en aumento. La presencia de tres portaviones de Estados Unidos en el Pacífico ha provocado alarma en China. Se trata del mayor despliegue militar estadounidense en la región desde 2017, cuando el entonces recién asumido presidente Donald Trump encabezó el enfrentamiento de su país con Corea del Norte por el programa de armas nucleares, diseñado por el régimen de Pyongyang.
Cada uno de los portaviones que motivan el actual conflicto es una mole de 100 mil toneladas, con capacidad para transportar más de 60 aviones. Como una forma de respuesta para demostrar su poderío, las autoridades de Pekín advirtieron que China podría realizar maniobras de simulacro y aseguraron que la fuerza militar cuenta con armas de destrucción de portaviones, como los misiles balísticos antibuque DF-21D y DF-26.
Esto coincide con la reactivación de otro foco de tensiones entre China e India en la frontera en los altos del Himalaya. El enfrentamiento que tuvo como saldo veinte militares indios muertos, sería el primer incidente fronterizo con muertos entre las dos potencias en más de cuatro décadas. La cantidad de víctimas se estima muy superior, incluidos del lado chino. Esto viene de la mano de un reforzamiento del despliegue militar de ambos bandos. El enfrentamiento surge en el marco de una antigua disputa por el territorio fronterizo en Cachemira, una zona conflictiva que, a su turno, ya viene siendo blanco de conflictos y guerras entre India y Paquistán, el tercero en discordia. Pero más allá de ello, no se nos puede escapar que como telón de fondo está la escalada de tensiones entre Pekín y Washington, pues el régimen indio viene oficiando como una de los principales aliados de Estados Unidos en el continente asiático. Como contrapartida, Paquistán, su rival histórico en la región, se ha recostado sobre China. Lo cierto es que Paquistán ha permitido que se abra paso por su territorio la “ruta de la seda”, el mega-emprendimiento por el cual China pretende tener una vía de circulación de sus productos hacia Asia y Europa.
La presencia de la flota norteamericana está relacionada también con el control del mar de China Meridional, donde hay zonas cuya soberanía Pekín se disputa con otros países. El gobierno chino reclama como propio casi la totalidad del Mar de China Meridional y ha construido en la disputada zona desde ciudades a pistas aéreas o instalaciones turísticas o de potencial uso militar.
Consecuentemente con ello, la Casa Blanca viene agitando las aguas contra el expansionismo chino. En la misma onda, Washington ha empezado a insinuar la posibilidad de reconocer a Taiwán como nación independiente -considerado por Pekín como una provocación-, dando marcha atrás con los acuerdos establecidos que reconocían a la isla como parte de China Continental.
Las fricciones entre Estados Unidos y China se han exacerbado notablemente en medio de la pandemia del coronavirus. Durante los últimos meses, Trump no ha ahorrado acusaciones contra el régimen chino, a quien responsabiliza por el ocultamiento del brote y de su posterior propagación por el planeta.
Lo que está en juego
Esta nueva escalada bélica tiene mucho que ver con su frente interno, donde Trump se encuentra cada vez más acorralado, en medio de la rebelión desatada como consecuencia del asesinato de George Floyd. No es la primera vez que el magnate saca de la galera alguna iniciativa en el plano internacional y de exhibir un logro y liderazgo en la política exterior que compense el aislamiento progresivo que viene sufriendo. De todos modos, hasta ahora el balance en la materia no le ha sido muy favorable, como se ve en el empantanamiento en Medio Oriente, Afganistán y su fallido acercamiento con el régimen norcoreano.
No se nos puede escapar que la demagogia nacionalista y la ofensiva militar son funcionales a la tentativa por avanzar en un orden represivo y policial, y de mayor regimentación política interna que hoy viene siendo desafiada en las protestas que se replican en todo el país. Todo indicaría que hoy esta tentativa no pasa de una expresión de deseos condenada al fracaso.
Tampoco podemos perder de vista que la escalada obedece a un objetivo estratégico que es someter a China y al ex espacio soviético, y preservar su liderazgo y supremacía que hoy está en declinación. El capitalismo americano viene atravesando una decadencia como potencia, como se observa en el retroceso en el lugar que ocupa en la industria y el comercio mundial. Esto se ha potenciado aún más con la bancarrota capitalista, que marcha a una depresión global agravada por la pandemia. La guerra comercial no sólo busca revertir un desequilibrio en el intercambio comercial sino cortar de cuajo la producción y competencia china en la industria de punta.
Las crecientes represalias que sostiene sobre la empresa china Huawei, una de las tecnológicas lideres, se explica por ese motivo. Las medidas que el gobierno de Donald Trump impuso el año pasado a dicha compañía fueron reforzadas en mayo con una nueva limitación que, según algunos analistas, puede poner en peligro el futuro de la empresa.
El departamento de Comercio de Estados Unidos anunció que exigirá que los fabricantes extranjeros de chips y semiconductores que usen software o tecnología estadounidense para fabricar productos que venden luego a Huawei deban solicitar antes una licencia para hacerlo. Para sortear las medidas anteriores aprobadas por Washington, la empresa china estaba recurriendo a compañías no estadounidenses para obtener los componentes que Washington le negaba. “Debemos cambiar nuestras reglas, explotadas por Huawei y HiSilicon -su filial de semiconductores- para impedir que la tecnología americana sirva a actividades malignas, contrarias a los intereses de seguridad nacional de Estados Unidos y su política exterior”, dijo el secretario de Comercio de Estados Unidos, William Ross, al justificar la nueva restricción. Esto pone de relieve, a su vez, la distancia que aún separa a China de las principales potencias. El atraso en materia de chips y semiconductores, según algunos analistas, sería de diez años, lo cual da cuenta de su dependencia tecnológica del gigante asiático.
La ofensiva va más lejos. La aspiración última del imperialismo mundial, en primer lugar estadounidense, es superar el impasse capitalista que ha pasado a tener dimensiones sin precedentes, por medio de la colonización del gigante asiático y el ex espacio soviético, completando el proceso de restauración capitalista hoy inconcluso, lo cual implica confinarla un status semicolonial. Esto sólo se puede imponer por la fuerza.
China
China está lejos de estar inmune a este escenario. Antes de estallar el coronavirus, venía sufriendo una brusca desaceleración, lo cual se ha agravado con la pandemia. Estamos frente a un desempleo creciente en medio de una amenaza de quiebras que el régimen chino no está en condiciones de evitar. El Estado chino no cuenta con los recursos como los que apeló en el pasado. El endeudamiento público y privado hoy representa casi tres veces el PBI y esa inyección de recursos no ha sido suficiente para devolver a la economía a su dinamismo. Este panorama amenaza echar leña al fuego al descontento que ya viene abriéndose paso a través de un crecimiento de la conflictividad laboral.
Esto ha acentuado las contradicciones de la burocracia dirigente china, que oscila entre medidas favorables a una mayor apertura económica, por un lado, y recurrir al intervencionismo estatal para pilotear un descalabro económico y evitar que la situación social se desmadre, por el otro.
El conflicto desatado en Hong Kong es un indicador de este proceso, pues pone al rojo vivo que cada vez se hace más incompatible el principio de “un país, dos sistemas”. La Asamblea Popular Nacional, el órgano legislativo máximo del régimen chino, viene de aprobar una ley de seguridad que refuerza a las atribuciones represivas del Estado en ese territorio semi-autónomo. La medida está dirigida, en primer lugar, contra los movimientos de protesta que vienen desafiando la autoridad a Pekín y ha dado lugar a movilizaciones multitudinarias, que rechazan la ofensiva regresiva y reclaman mayor autonomía política, y en rechazo del gobierno local de Carrie Lam, considerada como una simple extensión del gobierno chino.
La preocupación de Pekín no son sólo las protestas en Hong Kong, sino su impacto en el continente, en momentos en que la pandemia y sus consecuencias económicas agudizan el disconformismo popular. Estados Unidos ha aprovechado para meter su cola y no se ha privado de utilizar como una arma más en la guerra comercial en curso la resolución de quitarle a Hong Kong el estatus de “nación más favorecida” (que, entre otros ítems, otorga beneficios arancelarios), apostando a golpear a la burocracia y los capitalistas chinos, que usan a la isla como intermediaria de negocios. Es un arma de doble filo, que podría lesionar intereses norteamericanos que operan en el lugar (ver nota “Hong Kong en la mira”, prensaobrera.com, 31 de mayo).
Hombres de confianza y de consulta del establishment ya han empezado a advertir que la “guerra fría” que viene abriéndose paso entre Estados Unidos y China podría transformarse en” guerra caliente”, un eufemismo para hablar de un conflicto bélico (ver “La economía mundial que se viene”, PO N° 1.597, 11 de junio). No olvidemos que depresiones anteriores condujeron a la Primera y Segunda Guerra Mundial, pero también a crisis y levantamientos revolucionarios. La guerra no es un accidente, al igual que la revolución, son dos manifestaciones extremas del estallido de las contradicciones irreprimibles e insuperables del orden social vigente.
Pablo Heller
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